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martes, 18 de diciembre de 2012

Right here waiting for you








miércoles, 5 de diciembre de 2012

La ETEA, Vigo y Galicia


¿Qué ha significado para mí la ETEA, Vigo y Galicia? Todo. No exagero.

Me fui de mi casa con dieciséis años. Nací en Madrid y viví en Madrid hasta esa edad.

         La pérdida de mi padre truncó toda mi vida y la de mis hermanas. En un brutal accidente de tráfico –en el que además, yo iba con él- lo perdí. Vi cómo murió. Él tenía cuarenta y dos años y yo diez. Ver morir a un padre, de la manera en que murió, es algo que te marca la vida para siempre y tu corazón y tu alma aprenden a relativizar todos los sufrimientos del mundo. Es curioso, ese día no lloré, nadie me preguntó, nadie me decía nada; me llevaron a casa –yo salí ileso del accidente- y me senté en un sofá. Allí permanecí durante horas. Vi el trasiego de personas y vi la tragedia, pero nadie me preguntaba nada. Comprendí que ese día iba a marcar mi vida para siempre; ya no habría más paseos con mi padre, ya no me volvería a coger la mano con la suave fuerza tal y como él lo hacía, ya no habría más abrazos…, ya no podría ser el arquitecto que él quería que fuera. Nada.
 
        A los doce años me sacaron del colegio. Creo que en ese momento no me di cuenta de la importancia de este hecho. Quizá, incluso pensaba que era una suerte no tener que aguantar más clases y más profesores –algún cura, incluso un poquito sádico-. Lo malo es que no se dio cuenta de la importancia a quien le correspondía valorar la importancia del hecho en sí.
 
        Con doce años empecé a trabajar y la vida ya me empezó a enseñar sus dientes. Veía a mis amigos y a mis compañeros hacer cosas distintas de las que yo hacía: ellos se educaban y yo me buscaba la vida.
 
        A los dieciséis años tenía la necesidad de irme de casa, de romper con una vida que intuía que podía ser horrorosa. Todavía no tenía nada en mi mochila: venía de la calle y la calle por sí misma es todo y es nada. Aún no era capaz de identificar y de dar nombre a lo que me decía mi interior. Sentía que la vida tenía que ser otra cosa. Sabía que había un mundo por descubrir y tenía que intentar llegar a él. ¿Pero cómo?
 
        A estas alturas ya lo sabéis todos: Parada y fonda en Vigo, en la ETEA.
 
        Con dieciséis años estaba fuera de casa –como casi todos vosotros-, solo, asustado y la vida mirándote con curiosidad, casi como si te quisiera decir: “¿Estás seguro de lo que vas a hacer?”. Y sí, estaba seguro de lo que tenía que hacer: vivir la vida que había elegido, la mía y no la de otras personas.
 
        Así empecé a vivir. Ahora ya volvía a tener amigos, a tener compañeros de estudios -¿de instituto?-. Y todo esto en la región –al menos para mí- perfecta: Galicia.
 
        Puedo decir con orgullo que mi Escuela, mi ETEA y mi Vigo fue el lugar donde aprendí gran parte de lo que hoy soy. No sólo aprendí integrales, derivadas y logaritmos neperianos, sino que además aprendí el valor del compañerismo, de la amistad, del sacrificio, y, también, el perder el miedo a la vida. Y llegó la vida, la de verdad. 
 
        Ni que decir tiene, que con dieciséis años éramos niños u hombres en potencia, pero lo cierto, es que ya estábamos escribiendo nuestra vida. Ya estábamos llenando nuestra memoria de las largas jornadas de estudios, de las cuantiosas clases, de los profesores más preparados, de los profesores más raros y de los sinvergüenzas –que había muchos-. De nuestras singulares comidas y meriendas. De nuestras salidas de “francos”. Disfrutamos y sufrimos nuestra Escuela; sus cuestas, sus muelles, sus viejos –y alguno bello- edificios de piedra. Disfrutamos del olor de la mar, del privilegiado entorno que nos envolvía, de su belleza…
 
        Nos fuimos temporalmente y recorrimos miles de millas y lugares que de no haber estado en la Armada hubiera sido muy difícil poder recorrer. Ahora tocaba hacerse un poco más mayor; nuevos compañeros, nuevas amistades y nuevas responsabilidades. Pero, al menos para mí, la referencia, mi puerto y el destino de mi vida lo había marcado Vigo y la ETEA.
 
        Volvimos cargados de experiencias, volvimos cargados de vida, me atrevería a decir que volvimos con la certeza de que habíamos hecho algo importante.
 
        Y nos volvimos a encontrar en la ETEA. La de siempre; la de aprender, la de sufrir, la de amar –no me olvido que también la de correr-. Y ya no éramos tan niños; habíamos vivido experiencias que ningún civil podría contar en su vida, no digo mejores, pero sí muy distintas: conocimos la muerte, el miedo, el olor a pólvora, la furia de la mar. Supimos lo que era navegar de verdad, no lo que hacían cuatro aficionados con ridícula gorrita bordada con la caña de un timón. Es entonces cuando te das cuenta de la dimensión y de los verdaderos límites de la vida y de la muerte.
 
        Creo que es ahí cuando eres consciente de ti mismo y cuando dejas de ser un niño; no es que te hayas convertido en un hombre, es que te has convertido en un ser muy especial. Y empiezas a valorar y a separar lo realmente importante de lo accesorio. Ya nadie te puede engañar: ahora guardas una verdad en tu interior, cada uno con una verdad distinta, pero la suya, la que iba a marcar nuestro destino.
 
        Y mientras tanto, nos llegó el amor. A veces de la manera más poética. Cada uno a su manera. En mi caso fue un viaje que nunca acabó. En el departamento de un tren se gestó un amor que duraría toda la vida y, que por eso mismo, también me trajo mucho dolor. El amor más puro, el que te vacía de ti mismo, el que marca tu corazón para siempre; aquél que te dice que tu vida no vale nada si no es para amar a esa persona. La vida, mi vida ya no sería la misma: dejé la Armada y deambulé por las calles de Vigo y recorrí la misma calle mil veces: con frío, con viento, con lluvia, con hambre...y no la volví a ver.
 
        Abandoné Vigo y mi búsqueda y recálé en el único sitio donde no tenía que haber amarrado mi barco: un destino destructivo que pretendía acabar con el mismo corazón que poco antes había conocido el amor absoluto. Sin embargo, el destino es caprichoso y te depara sorpresas. Sorpresas de encuentros y desencuentros, hasta que lo que guardabas celosamente en tu alma se convierte en un nuevo orto, donde ahora los colores ya no brillan a tu antojo, simplemente te muestran la vida que has perdido y que luchas por recuperar algún día.
 
        He vuelto muchas veces a Vigo y a la ETEA, he vuelto a recorrer las mismas calles y siempre, siempre me estremezco al pensar de lo que allí viví. Allí estaba todo lo que necesitaba.