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jueves, 23 de mayo de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (Cap. IV)






CAPÍTULO IV

 

Cuando Javier conoció a Merche, este era un hombre-niño que descubrió lo que era el amor en toda su extensión. Él era cuatro años menor que ella, aunque su corpulencia le hacía aparentar unos cuantos años más. Sin embargo, su cara delataba unas facciones que no tenían nada que ver con su cuerpo.

Merche, en esos tiempos, se disponía a comenzar una carrera. Su personalidad parecía que no podría encajar nunca con Javier, sin embargo, una tarde de primavera conoció al que sería su primer amor y su primer dolor –como diría Martín Vigil-

Se encontraron en un autobús, en dirección a Sol. Ella subió, pagó al conductor y se encaminó por el pasillo hasta la parte central. Se sentó al lado del grandullón y éste se quedó mirándola un buen rato de reojo. Merche se dio cuenta de las miraditas y no se cortó un pelo en devolverlas. La cara de Javier pasó de un color rosa a un rojo tremebundo en un microsegundo. Merche se divertía con la situación y pasó al ataque.

-¿Cómo te llamas? –le preguntó Merche.

-¿Quién, yo? –contestó Javier.

-No, le pregunto al conductor –y a Merche le sale una carcajada.

-Ja… Javier –tartamudeó Ja…Javier.

-No te pongas nervioso que no me como a nadie –le tranquilizó Merche.

-Perdona, es que me ha sorprendido que te sentaras a mi lado cuando el autobús está medio vacío.

-Ya, pero si me siento sola y hablo sola, me van a tomar por una pirada, ¿no crees?

-Llevas razón. ¿De qué quieres hablar? –pregunta Javier.

-Del tiempo ¡no te jode! A ver: ¿Adónde vas?

-A Sol, a hacer algún trabajo.

-No me hagas reír, ¿cuántos años tienes? A mí no me engañas por muy grandullón que seas.

-Tengo dieciséis, bueno, estoy a punto de cumplirlos…

-¿No crees que deberías estar estudiando en vez de ir a trabajar?

-¿Hablamos del tiempo? –Javier quería cambiar de tema.

-¿Todavía no me has preguntado cómo me llamo? ¿Te lo digo o no te interesa?

-¿Cómo te llamas?

-Me…Merche –de nuevo se reía Merche.

Javier sonrió por la broma, tenía un buen sentido del humor y no le importaba que se riera su acompañante. Le empezaba a caer bien. Era simpática y muy guapa.

-¡Coño, esta tía mola! –pensó Javier-. Le voy a pedir el teléfono para quedar otro día.

Cuando estaba a punto de pedírselo, Merche salto del asiento disparada como un cohete y se despidió de Javier con un “ya nos veremos”

Merche era así: un torbellino que no sabías por dónde podía salir. Pero era mucho más, era un espíritu triste que buscaba remedios para su soledad. Necesitaba el amor como el sediento necesita el agua. Y buscaba y buscaba porque estaba convencida de que algún día encontraría el amor de su vida.

Pasional, romántica, profunda, espiritual, alegre, juerguista; buenos calificativos para una mujer a la que la vida se obstinaba en entristecer. Pero ella no cedía ante la adversidad, de lo malo sacaba lo mejor y de lo mejor lo excelente. Esto asustaba a los hombres, pero se sorprendió que el grandullón le siguiera la corriente. Eso le gustaba. Lo malo –o lo bueno- era que tenía quince años.

En el pasado tuvo algún escarceo con algún chaval, nada importante, nada que conmoviera su corazón, nada que agitase su alma. Sabía perfectamente que su cuerpo le indicaba cuándo alguien le estaba haciendo “tilín”. Eran mariposas o burbujas alborotadas en su estómago. Eso hasta ahora no había pasado, si acaso algún calentón sexual y poco más. A esto no le daba más importancia que una mera cuestión fisiológica, algo animal, algo que no dejaba huella. Pero con Javier se había quedó descolocada; puede que fuera su mirada inocente, la verdad que proyectaban sus ojos, o que el amor había hecho escala en su corazón.

Se asustó de sus pensamientos, pero a la vez sentía un cosquilleo como de satisfacción y placidez ¿Y si se había enamorado? Era imposible, él con quince años, o sea un niño, y ella con diecinueve y a punto de entrar en la universidad. No podía permitirse ahora enamorarse. Lo que no sabía Merche es que el amor no entiende de proyectos, de razones, de edades, de…

El amor es analfabeto, sólo entiende lo que le interesa, que es entrar en el corazón de las personas y saquearlo hasta llegar al delirio. Y si no lo logra a la primera, se reubica en algún lugar de nuestra mente para volver con más fuerza, crees que te has librado de él, pero en realidad sólo está esperando la mínima oportunidad para desalojar al intruso que se ha hecho pasar por amor. Y en todo este tiempo te engaña con fuegos de artificio, te manipula para que niegues la evidencia de la realidad del amor. Piensas que lo que has logrado no te da motivo para pensar que te has equivocado. Entonces, cuando más tranquilo estás, se presenta de nuevo ante el alma y te demuestra que al amor nunca se le puede engañar.

Merche tenía decidido que este encuentro no podía llegar a más.

Javier recordaba perfectamente dónde se había bajado Merche del autobús donde la vio por primera vez: en La Latina y al pie del Mercado de la Cebada. Allí la esperaría, un día u otro tenía que volver y entonces podrían verse y quedar para salir.

Pasaron dos, tres, cuatro días y al quinto, Merche apareció en el autobús. Entre el torbellino de gente que se apeaba, sobresalía su figura encantadora; irradiaba esa magia que sólo unas pocas personas tienen. Magnetismo, magia, belleza. Javier había quedado atrapado en una fina red de seda, que se tupía con las oscilaciones de la voz de Merche, con sus ademanes y con la bondad que se le adivinaba.

Llevaba el pelo recogido con una goma negra. Gafas a la moda, con una fina montura de imitación a carey, poco maquillaje que dejaba su ovalada cara al descubierto y una sonrisa dibujada en los labios. Pantalón vaquero, un poco acampanado y una fina blusa de color tierra que transparentaba un sujetador del mismo color. El bolso lo llevaba en bandolera –sabía perfectamente el “ganado” que por ese barrio transitaba- y era de un color cuero claro. Sus zapatos hacían juego con la blusa y tenían un pequeño tacón de no más de dos dedos.

El pie de Merche había tocado el asfalto y su estómago se empeñaba en cosquillearla desde que le quedaban pocas calles para llegar a destino. Había visto al grandullón bastante antes de que el autobús parara –¡para no ver a un armario ropero que descolocaba la media española de altura!-. Dicen que son traviesas mariposas que revolotean por dentro de tu cuerpo, otros dicen que son como burbujas que explotan incesantemente. La realidad es que tu cuerpo y tu mente se ponen de acuerdo para que sientas las formas indescriptibles e indefinibles que tiene el amor. Eso es lo que sintió Merche cuando vio de nuevo a Javier. No sirvió de nada la promesa que se había hecho a sí misma de no llegar a más con este chico; sencillamente, ahora no mandaba ella, ahora mandaba el tirano de su corazón.

Javier estaba al pie de la parada y a sus espaldas –digo espaldas porque la suya tiene la envergadura de dos normales-, las puertas del mercado, de donde salían olores mezclados de verduras, pescados, carnes y pastelería. No es que le molestasen los olores, no, es que tenía más hambre que Carpanta y eso le distraía de su encuentro con Merche. Pero el mercado se empeñaba en echarle el aliento que contenía y no pudo por menos recordar que cuando acompañaba a su madre para hacer la compra semanal, siempre salía comiendo algo de algún puesto donde ésta compraba.

Él llevaba una camisa de manga corta con el cuello abotonado, estilo yanqui de los sesenta, y con cuadros más bien pequeños, de color azul y un poco raída por el borde interior del cuello. Se notaba que el fondo de armario de Javier estaba más bien escaso, porque era la enésima vez que acudía a la cita, que no era cita, más bien encontronazo, con la misma camisa. Así que la prenda en cuestión tenía que ir a lavar más veces de lo aconsejado, entre otras cosas, porque sólo tenía una más y esto conllevaba a que un día se iba a deshacer como se deshace una momia que se expone al aire después de estar oculta miles de años. Pantalón correcto, si no fuera porque los bajos tenían más hilos sueltos que pelos tenía Javier. Los zapatos, negros y con ventilación inferior y los calcetines blancos con paso libre para la ventilación pedestre. En fin, un modelito.

Y el hambre seguía, y los maricones del mercado no cerraban las puertas para encerrar aromas, y Merche a la vista, y los pies matándole, y el bolsillo con telarañas –ahora se daba cuenta de que no podría invitarla ni a una bolsa de pipas- ¡Se había olvidado de birlar una cartera a cualquier guiri atontado!

Merche enfiló pies y mirada hacia Javier con dos cojones o con dos coños.

Por fin, los ojos de Merche y de Javier se saludaron y en ésas estaban cuando una Derbi de ciento veinticinco empezó a pertardear por la calle. La moto se acercó por la espalda de Merche cuando estaba a punto de alcanzar la acera y el tironero de la Derbi, con una destreza casi quirúrgica, le desenganchó el bolso por encima de la cabeza y se hizo con el morral en un abrir y cerrar de ojos. Lo malo es que la escena la estaba viendo Javier y, precisamente, éste no es muy dado a acojonarse ante nadie. El maravilloso público también estaba viendo la escena –casi la película- pero, éstos sí, acojonados. Merche cayó al asfalto, su blusa se rasgó por una manga, dejando al descubierto su sensual hombro arañado. Javier se acercó a ella y comprobó que no tenía daños, sólo lágrimas del susto y de la impotencia. La Derbi seguía petardeando y se alejaba del lugar derrapando y con un público tan español como acojonado, que no hizo absolutamente nada por detener al hijo de puta de la burra. Javier se levantó y echó a correr tras la moto, era difícil alcanzarla, pero en su camino encontró unos adoquines de una obra y agarró un par de ellos. Tiró el primero y sólo atinó al retrovisor de un mil quinientos. Tiró el segundo y atinó en toda la cabeza del Ángel Nieto de la Derbi. Piloto en tierra –conmocionado y con una brecha de diez centímetros-, moto en tierra espatarrada contra otro coche. Y ahora Javier andaba, como a cámara lenta, saboreando el futuro del motero. La primera patada en la frente –mejor dicho, en las napias-, nariz rota y hemorragia escandalosa. La segunda en los huevos, nada de sangre, pero un alarido de dolor recorrió toda La Latina. Ahora sí: se acercan los españoles valientes junto a la moto y se ponen a discutir si hay que llamar a una ambulancia o a la policía…

Javier se reúne con Merche, y éste le devuelve el bolso.

-¿Te duele mucho? –le pregunta Javier.

-No, nada. Muchas gracias por lo que has hecho –agradece Merche.

-No es nada tonta, lo que pasa es que me jode que trabajen así. Ya no hay técnica ni nada de nada, sólo hijos de puta haciendo hijoputadas –explica Javier.

-Vaya, parece que entiendes de ciertos trabajos –respondió con ironía Merche.

-Esto…no, lo que pasa…es que…-trataba de dar una explicación el grandullón.

-¡Calla! –concluyó Merche.

Merche se recompuso y cuando terminó de arreglarse lo que pudo de su ropa, agarró la mano de Javier y lo atrajo para sí. Un beso en los labios, otro y unos cuantos más. Javier flotaba –Merche también-.

Pasearon cogidos de la mano hasta la Cava Baja, después de pasar por Casa Lucio, llegaron a la pensión de Merche. Subieron la escalera hasta el primer piso y ante la puerta vieja de cuarterones y con un letrero ovalado de porcelana que indicaba “Pensión la Eibarresa, viajeros y estables”, Merche presionó el timbre y al minuto se abrió la repintada puerta. La dueña de la pensión ni siquiera reparó en Merche, sus ojos bordeados de una pintura verdosa, sus labios de un carmín reventón y sus pómulos escandalosamente rojizos, dejaban adivinar un pasado de putiferio y largas noches con las piernas abiertas de par en par, como la puerta de La Eibarresa.

-Nena, te he dicho que aquí no pueden subir hombres –regañaba la madame.

-Ya, doña Paca, pero es que tenemos un examen muy importante y tenemos que estudiar. Si cateo, no vea cómo se va a poner mi madre –respondió Merche.

-Vale, pero cuidado; como oiga algo sospechoso te echo a ti y al mocetón –advirtió la Paca.

Merche se hizo seguir por Javier a lo largo del interminable y oscuro pasillo de la pensión hasta llegar a su habitación. Abrió la puerta y rápidamente se introdujo en el cuartucho, Javier la imitó y cerró de un portazo. Ahora estaban solos, sólo ellos y un proyecto de caricias por resolver.

Las manos de Merche fueron desabotonando la camisa de Javier y, simultáneamente, sus labios se encontraban una y otra vez por diferentes geografías del cuerpo humano; notaba como la respuesta física era inmediata ante tanto amor. Las sensaciones se mezclaban; el deseo, el sexo, el amor. Todo eran variaciones sobre la misma canción y en cada interpretación, sus cuerpos se sincronizaban para satisfacer tantos años de sed de amor.

Los primeros rayos de sol hicieron su aparición en la habitación de la pensión. Javier estaba dormido y Merche, miraba fijamente a Javier tratando de desentrañar algún misterio oculto, acaso, entender cómo había sido posible enamorarse tan perdidamente del chico que tenía a su lado. Le miraba y con sus dedos acariciaba su cabello y terminaba en sus labios, tratando de resolver con su sentido común, lo que su alma ya tenía resuelto desde hacía días.

Ese día la batalla la ganaría la sensatez; Merche desapareció de la vida de Javier y Javier no volvería a saber nada de ella…

martes, 14 de mayo de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (Cap. III)


 
 
 
 
CAPÍTULO III 

 

Javier sintió un pinchazo en su antebrazo y a continuación una sensación agradable que le recorría las venas, esto era gracias al suero que acababan de inyectarle. Acto seguido sintió sueño, mucho sueño…

Creía que estaba viajando en un tren expreso por el continuo traqueteo y por los acelerones y frenazos que movían su cuerpo a vaivenes. No le molestaba y enseguida cerró los ojos.

La ambulancia enfiló el puente y al final del mismo torció a la izquierda para incorporarse a la “eme treinta”. A pocos metros por delante de la ambulancia que transportaba a Javier, otra ambulancia hacía el mismo recorrido con el mismo destino.

Destino caprichoso: el Francés y Javier iban a volver a reencontrarse, pero esta vez en distintas circunstancias. Las ambulancias iban escoltadas de varios coches “zetas” y avanzaban a lo largo del Manzanares comiéndose prohibiciones y semáforos en rojo. Ya habían sobrepasado el estadio del Atleti y ahora hacían vibrar los cimientos del Puente de Toledo.

Con una diferencia de escasos segundos, los vehículos de emergencias se plantaron ante la puerta de urgencias del hospital: más rápido que los celadores fueron los policías en situarse en las puertas traseras de los vehículos y abrirlas para extraer a los atracadores. Los celadores tomaron el relevo y con grandes voces mandaron a todo el personal que había salido a curiosear a retirarse de las inmediaciones. Los policías, sin embargo, no dieron voces, simplemente apartaron a toda la gente con una delicada rudeza (otra vez acariciaban las porras).

Los quirófanos preparados y los diagnósticos a punto: El Francés; “Herida inciso-contusa en cara interna de la pierna izquierda (grupo bajo interno) con descuelgue pedicular del flexor largo. Traumatismo cráneo encefálico con scalp y hemorragia, no pérdida de masa encefálica. Salida traumática de la cabeza del fémur sin rotura del rodete acetabular que produce desgarro de salida. Múltiples contusiones con hemorragias intersticiales”. Javier; “Herida por arma de fuego con orificio de entrada frontal en ángulo de noventa grados y salida ascendente que interesa al intestino delgado con pérdida de quimo alimenticio…”. Y para qué seguir: A punto estuvieron de palmarla los dos atracadores de medio pelo.

Pero…no la palmaron.

El módulo de asistencia extrapenitenciaria del Hospital Doce de Octubre estaba a rebosar. Dos presos que se habían “chinado” para salir y “cambiar de aires” fueron devueltos a toriles, no sin protestar y berrear como dos energúmenos yoncarras. De nada les sirvió, y finalmente se hizo efectiva la “reserva” en sus respectivos chabolos de Carabanchel.

Javier a la habitación-celda trescientos once; el Francés a la trescientos trece (¿Mal número?). Cuatro maderos aburridos custodiaban las habitaciones y de allí no entraba ni salía nadie sin el permiso de la poli.

No había visitas, ni tele, ni radio, ni periódicos: nada que comunicase con el exterior. La comida tenía mucho que envidiar a la de la cárcel, aunque a Javier de momento no le iba a tocar el turno de degustar la carta de “delicatesen” del hospital. En cambio, al Francés si le tocó comer mil quinientas calorías de manjares para geriátricos y sus quejas –de todo punto razonables- sobre la calidad de la comida no tardaron en cansar a los “ángeles custodios”

-Moromierda, (otra vez moromierda) –dijo un madero- si vuelves a quejarte de la comida te voy a hacer tragar tus mocos de la ostia que te voy a meter.

-Pero señor guardia –respondió el Francés- pruebe usted mismo esta bazofia…

El policía miraba la bandeja isotérmica e hizo un gesto nada disimulado de un asco infinito, como si se tratara de comida para odiar comida.

Con gesto paternal el poli bueno indicó al Francés que debía comerse toda la comidita de la bandeja, que si no se iba a enfadar y le iba a dejar sin postre. Traducción: “como me sigas dando el coñazo con la puta comida y no te la tragues en cinco minutos, te voy a meter la porra por el culo y te lo voy a dejar tan limpio que tus compis van a estar deseando pillarte tus limpios cagaos”.

El Francés tardó dos escasos minutos en comer las delicias servidas. No se volvió a quejar en toda su convalecencia y a partir de ahí, todos lo menús le supieron a la gloria de Alá. Eso sí, miraba su culo con un recelo inusual.

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Los días transcurrían y las heridas de los dos delincuentes se fueron cerrando. El final de la etapa hospitalaria estaba tocando a su fin y la prisión preventiva estaba a la vuelta de la esquina.

-Ha tenido usted mucha suerte, -le dijo el médico a Javier- un gran porcentaje de personas con este tipo de heridas mueren por infección. En su caso y debido a su fortaleza, le ha permitido luchar y vencer a esta fea herida. Ahora –continuó el doctor-, lo que tiene que hacer es tomar la medicación que le vamos a prescribir y llevar una dieta sana: nada de picantes, nada de excesos en las comidas ni en las cenas…

El joven médico parecía que no sabía dónde estaba. La planta era un ir y venir de policías, de clanes completos de gitanos, de individuos mal encarados y médicos acojonados. Sin embargo, vio algo distinto en Javier y se atrevió a preguntarle cómo había llegado hasta allí.

-¿Qué has hecho para que estés en la planta de presos? –preguntó el doctor.

-Ya ve…errores que cometemos…-contestó Javier.

-Pues yo diría que más que un error, parece que te la han jugado. La bala que te extrajimos corresponde al arma del compañero que tienes por aquí cerca. Esto me lo ha contado un policía que tiene la lengua un poco larga –dijo el doctor.

-Lo sé, pero quien más me interesa que sepa eso, es el juez cuando me lleven a juicio.

-Desconozco la pena que te puede caer, pero no va a ser corta. El resultado del golpe ha sido desastroso y las consecuencias para ti, además del balazo en la barriga, va a ser ingresar en Carabanchel por una buena temporada. Allí tu vida no va a ser fácil, es probable que te vuelvas más delincuente de lo que en realidad eres ahora. También es probable que te conviertas en un yonqui, en cuyo caso, tu final va a ser la muerte. Así que chaval, lo tienes crudo, a no ser que te portes bien y algún asistente social te incluya en algún programa de reinserción y eso haga que te aparte del resto de tus futuros compañeros –le explicó el médico.

-Quizá podría trabajar o estudiar…

-Puede, pero te va a ser difícil: te lo vas a tener que currar.

-No puedo sacarme de la cabeza al Francés ¡Maldito hijo de puta!

-Ya te advierto, si buscas venganza, encontrarás más años de cárcel.

-¡Me quiso dar matarile! El muy cabrón… Me dijo que no iba a descansar hasta que la diñara. Al final tendrá que ser o él o yo.

-Pues entonces te recomiendo que entrenes tu cabeza y tus ideas, que estés despierto aun cuando duermas, que te procures buenos compañeros, si es que eso es posible, y que cuando estés preparado ejecutes tu venganza con inteligencia y frialdad.

-A todo esto, ¿por qué me cuenta usted todas estas cosas?

-Eres joven, seguramente conociendo tanto de la vida como conoces, te falta lo más importante por conocer: conocerte a ti mismo. Puede que también me hayas caído simpático, el caso es que tenía la necesidad de aconsejarte.

-Todavía no entiendo por qué me metí en este embolao. Sabía que fallaba algo, pero no lo supe hasta que estábamos en el banco. El Francés, mi compañero –aclaró Javier- era un tipo que me quiso levantar la cartera en el Rastro y le descubrí “in fraganti” le di un par de leches y creo que ahí empezó a pensar en cómo vengarse de mí. Él en ese momento trataba de zafarse de las ostias que le iba a meter y me ofreció esta chapuza, pero está claro que lo que quería era ganar tiempo y escaparse de la manera que fuera. Yo estaba sin un puto duro y pensé que era una buena oportunidad para librarme de la miseria que me ha perseguido toda mi puta vida. Con las “pelas” que sacara podría empezar de nuevo, en otra ciudad, con otra gente…y ya ve, voy a empezar una nueva vida, pero no en el sitio que esperaba, sino en el trullo.

-Puede que esta sea la oportunidad que esperabas, aunque, como bien dices, de una forma diferente.

-¿Sabe? desde niño ando tirado por las calles de esta mierda de Madrid; pensiones de mala muerte, piojos, sábanas con manchas que mejor no quiero ni saber de qué son y escapadas de madrugada para no pagar la habitación. Estaba en un callejón sin salida, incluso había pensado en pegarme unos cortes y a tomar por culo esta puta mierda.

-Eso es una posibilidad, pero a lo mejor tus opciones no se han acabado. Dime una cosa ¿tienes o has tenido novia? –interrogó el doctor.

-Hace años conocí a una chica. Nos enamoramos, pero todavía no sé por qué me dejo, simplemente un día desapareció y no supe más de ella. Se llamaba Merche, era menuda, alegre, muy simpática, muy inteligente, era una chica con una personalidad arrolladora y con una belleza interior que me dejó tocado para siempre. Hoy día, la recuerdo como si ayer mismo nos hubiéramos dado el último beso, a veces creo que sigo enamorado de ella… ¿Por qué me pregunta esto?

-A veces las mujeres nos salvan o nos destruyen, tienen la capacidad de sacarnos lo mejor de nosotros mismos o de convertirnos en unos payasos de la vida –respondió el médico.

-¿Quiere decir que mi vida la ha marcado una mujer? Mi vida ha sido un desastre desde que era un niño: la muerte de mi padre, la ruina, el abandono y la huida hacia no se sabe dónde –Javier se interroga y se responde.

-Me tengo que marchar, tengo que ver a más “clientes” –dijo el doctor-, pero te diré algo: cuídate y si tu objetivo es la venganza procura no fallar, de lo contrario lo único que yo podré hacer por ti es firmar tu certificado de defunción. Ahora me acuerdo de algo que dijo algún personaje de la historia: “El sabio no castiga por venganza de lo pasado, sino por remedio de lo venidero”

-Gracias por el consejo, lo tendré en cuenta, aunque debo confesarle ahora mismo que tengo miedo, mucho miedo…

miércoles, 8 de mayo de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (Cap. II)



CAPÍTULO II

 

A la hora acordada, Javier y el Francés se reunieron en la Puerta del Ángel, a las puertas de la iglesia de Santa Cristina. Era temprano y todavía debían recorrer un buen trecho –y cuesta arriba- hasta el banco. Iban bien de tiempo y previamente acordaron tomarse unos coñacs en un bar cercano y así darse valor y cojones. Ya en el bar, a la tercera copa, el Francés entregó la pipa fogueada a Javier, un nueve corto sin percutor. Javier preguntó al moro por su pistola y éste le enseñó la fusca que llevaba escondida entre el pantalón y la rabadilla. Javier le imitó e hizo lo mismo que él; se la escondió, pero por delante, entre el pantalón y los huevos, eso sí, todo camuflado con un tres cuartos que había distraído en una elegante cafetería. Lo malo es que hacía calor y ahora dudaba si su indumentaria no iba a levantar sospechas en cuanto le vieran aparecer en el banco.

Con esta duda de Javier, salieron del bar y se encaminaron hacia el objetivo que, era seguro, el éxito o la cárcel.

El moromierda fumaba como un carretero, y la cuesta del Paseo de Extremadura se estaba convirtiendo en eso, extrema y dura. Javier, por el contrario, hacía mucho tiempo que había dejado de fumar, más que nada porque casi siempre estaba sin dinero y la mayoría de las veces tenía que pedir un pitillo a cualquiera. A él pedir no se le daba nada bien y sobre todo le tocaba mucho los cojones tener que rogar un cigarro, pues era como si pidiera una limosna –aunque en realidad era así-. Hasta que se acabó el pedir cigarros y fumar, desde ese día se sintió orgulloso de sí mismo y un poco más libre por haber conseguido dejar la mierda del tabaco.

El Francés tosía asquerosamente e iba plagando de escupitajos y esputos toda la acera de la calle. A Javier cada vez le estaba dando más asco  ir junto a él, pero irremediablemente tenía que continuar con la “ascensión”. Le dijo que si paraban un momento y así, descansar un rato. Todavía tenían tiempo y por lo menos no le tendría que oír los gorjeos asquerosos y guturales que salían de su garganta. Se sentaron en un banco de madera, al pie de un plátano y con una agradable sombra que les protegían de los rayos del sol que cada vez eran más intensos. Javier empezaba a notar que le sobraba el chaquetón tres cuartos y ahora estaba casi seguro de que no debería llevarlo puesto. Las primeras gotas de sudor estaban plagando su frente y tenía claro que era por el calor, aunque reconoció para sí mismo que también tenían que ver los nervios y el miedo.

El Francés recobró el resuello e indicó a Javier que debían continuar. Y así, poco a poco, se encontraron a escasos metros de la puerta del banco. Javier hizo un gesto de deglución imposible de disimular.

-¿Tienes miedo? –le preguntó el Francés.

-Ahora tengo dudas –respondió Javier.

-Ya es tarde para las dudas, colega. Ahora vamos a hacer lo que hemos dicho que íbamos a hacer.

-Sí, pero…creo que algo no va bien…

Javier tenía buena intuición para los desastres, y ahora no era distinto, había algo que no le encajaba; no entendía el interés del Francés por hacerle partícipe del atraco cuando, seguramente, era un golpe asumible para dos personas, además, sólo dos, tocarían a repartir bastante más. Por otro lado, el hecho de llevar pipas de fogueo no lo entendía, pues se iban a meter en un embolado de cojones y si las cosas iban mal tendrían que responder con determinación y con balas de las que “duermen” para toda la vida.

-Todo está saliendo según lo que planeamos –le tranquilizó el Francés.

-¡Mira, el coche está a la puerta! Ya te dije que el segurata era de fiar –continuó el moro.

Las imágenes iban sucediéndose a una velocidad vertiginosa, veía la espalda del Francés y cómo su mano derecha se iba hacia la espalda, con un gesto claro que de ahí iba a salir mucho terror. Javier rebasaba a la gente como una visión en túnel; sus cuerpos y sus caras deformadas y la puerta del banco cada vez más cerca.

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Javier había oído decir que cuando se estaba a punto de morir la vida pasaba ante tus ojos como en una película, pero él se resistía a pensar que esto sucediera de una forma tan absurda. Cuántas veces había pensado en cómo serían los momentos previos a la muerte y se sorprendió al comprobar que no se diferenciaban de ningún otro momento. Es más, si no fuera por el maldito dolor, sería un puto día más en su aburrida puta vida.

Pero no era un día más: hoy le había echado valor y había estado dispuesto a cambiar su mala suerte. Pensó que nada había cambiado, el resultado saltaba a la vista: traicionado, sin la pasta y a punto de palmarla.

Lo que no sabía Javier es que este día sí le había cambiado su suerte para siempre –pero eso no lo sabía todavía-.

El dolor era cada vez más intenso y finalmente tuvo que sentarse en el suelo y recostarse contra el pretil del puente. Ahora la vista le ofrecía la Ermita de La Virgen del puerto y no pudo contener la emoción al recordar las ferias que pasó con sus amigos en esa explanada al borde del Manzanares. Unas veces trataban de colarse en las atracciones, otras veces trataban de robar refrescos –incluso cervezas- de los quioscos. Siempre corriendo, siempre les sorprendían y hasta en alguna ocasión les cogieron y les hicieron pagar la travesura con patadas en el culo al más puro estilo de Amancio.

La “película” continuaba y ahora la imagen era de los antiguos ultramarinos donde su madre le mandaba a los recados.

-Javier, tienes que irme a Casa del señor Segundo a por unos mandados –así se llamaba el dueño de la tienda.

-Vale, ¿qué compro?

-Medio litro de aceite, pero del bueno, mitad de cuarto de chicharrones, medio kilo de azúcar…

Javier nunca entendía por qué se compraba todo fraccionado; que si un cuarto de tal, que si medio litro de cual... Con los años supo que los sueldos en esa España de la “doctora Francis” –que ni era doctora, ni era una tía-  también estaban “fraccionados” y “adelgazados”.

Volvió a mirarse la herida y sólo veía sangre que estaba tiñéndolo todo de un rojo intenso. La humedad que sentía no era una buena señal y ahora dudaba de si debía ir a la casa de socorro directamente o a esconderse hasta que las cosas se tranquilizaran.

La bala del Francés le traspaso el intestino, no quedó alojada en el interior, lo cual era bueno, pero un intestino perforado traía consecuencias muy infecciosas, lo cual era malo. Aunque en principio había perdido mucha sangre, el hecho de taponarse la herida con el pasamontañas del atraco hizo que momentáneamente la hemorragia disminuyera considerablemente y esto le daba un poco más de tiempo hasta que se pusiera a salvo.

Era verdad: su vida estaba pasando como en una película, pero al ir pasando, recordó que había un lugar donde se podría refugiar y de esa forma despistar a la pasma: el sótano del señor Segundo, éste era ideal y seguro que le dejaría esconderse. Además, él conocía a médicos y probablemente le curarían la herida.

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A dos metros de la puerta del banco, Javier se puso el pasamontañas. Pensó que se asfixiaba, el calor era insoportable y sudaba por los cuatro costados. Primero entró el Francés y a continuación lo hizo él.

-¡Esto es un atraco! –gritó el Francés.

Javier no daba crédito a lo que estaba sucediendo, esa frase la había oído mil veces en las películas y ahora era él mismo el protagonista de la película.

-¡Al que se mueva lo mato! –volvió a gritar el francés.

-¡Todo el mundo de rodillas! –el Francés continuaba dando órdenes.

Todo el mundo obedeció a excepción del guarda de seguridad, que en ese momento sacó su “treinta y ocho” y empezó a encañonar a todos los “penitentes”. Ante las voces y gritos del personal, el director de la sucursal salió de su despacho y se encontró con el cañón de la fusca del Francés apuntándole la sien.

Literalmente, el director se cagó por la pata abajo y esto dio lugar a una situación escurridiza que hizo que el Francés diera un traspiés con la mierda del director, con tan mala fortuna que la “star” del nueve corto se le disparó y la bala se encontró con la calva cabeza del director: los fragmentos de sesos se pegaron en el cristal blindado de la caja e inmediatamente se proyectó un chorro de sangre que pintó las paredes del banco de arriba abajo como si se tratara de una pintura de Miró.

Javier se dio cuenta de que algo no iba bien: la idea era llevar balas de fogueo, sólo para asustar y el moromierda le había engañado. El atraco había dado un giro de ciento ochenta grados y ahora la situación ya no era tan romántica; no se trataba de robar un banco, sino que se robaba un banco y se cometía un homicidio.

La situación de caos en el banco era total: los rehenes gritaban histéricos, un muerto, sangre por todos lados y un olor a mierda nauseabundo.

-Moro de mierda, me has engañado –dijo Javier-, me dijiste que era imposible que hubiera heridos y mucho menos un muerto, que las balas eran de mentira.

-¿Eres gilipollas o qué? ¿Crees que se puede atracar un banco con pistolitas de juguete?

-Marchémonos, todavía estamos a tiempo de no cagarla más –dijo Javier.

-El trabajo no ha terminado, no nos iremos hasta que nos suelten toda la pasta.

En ese momento el Francés se volvió hacia la caja y apuntando con la pistola al empleado le exigió que metiera todo el dinero en la bolsa que le había entregado. El cajero denotaba un nerviosismo enfermizo que no mejoraba las cosas y en un arrebato de heroísmo pulsó el botón de alarma. El Francés de dio cuenta de la maniobra y acto seguido descargó las ocho balas que tenía el cargador contra el cristal que protegía al héroe. Finalmente, el cristal cedió ante el empuje de la fuerza de la munición y la última bala se incrustó en el cuello del cajero. Esa bala le había perforado una vértebra y había reventado la médula espinal del menda: el cajero cayó como un guiñapo.

El Francés pulsó el botón de seguridad del cargador de la “star” y éste se deslizó hacia el suelo, a continuación, con su mano izquierda sacó otro cargador del bolsillo y lo introdujo en la pistola.

-¡Venga, ¿alguien más quiere hacerse el valiente?! –gritó el Francés.

Javier estaba acojonado, las cosas empeoraban por momentos y si les trincaban iban a pasar una larguísima temporada en el talego. Las manos las tenía sudorosas y más de un rehén se dio cuenta que la pistola temblaba en su mano, lo que subía la tensión y el terror de la gente.

-¡Vamos, toda la pasta que haya la quiero en la bolsa! –ordenó el Francés a otra empleada sollozante.

El Francés ni se fijó en la cantidad de dinero que la empleada del banco metió en la bolsa, ni muchísimo menos tenía tiempo para contarlo. La alarma estaba sonando insistentemente y los viandantes ya se paraban en las cercanías del banco. El segurata empezó a meter prisa para salir de la ratonera, pues empezaban a oírse lejanas sirenas de policía. Empezaron a andar de espaldas, mirando hacia atrás y hacia delante; salió primero el guarda, a continuación, con la puerta entreabierta, el Francés apuntó a Javier con la pistola.

-¿Te acuerdas del Rastro? –le dijo el Francés a Javier.

-¡Claro que me acuerdo! ¿Pero, qué tiene que ver eso ahora? –respondió Javier.

-A este moromierda, como tú me llamas, no se le humilla como tú lo hiciste.

-Pero…

No pudo pronunciar nada más porque en ese instante oyó una detonación, y sintió un calor penetrante en la barriga. Se miró y vio como su ropa empezaba a teñirse del color de la muerte. Escuchó un “clic” y miró al Francés, éste quería darle el tiro de gracia, pero por suerte la pistola se encasquilló y no escupió más balas.

-¿Qué me has hecho hijo de puta?

Javier no obtuvo respuesta. El segurata enganchó al Francés por el cuello de la chaqueta para salir a toda hostia del banco, casi lo arrastraba, porque éste no había quedado satisfecho con el balazo en las tripas de Javier.

-Mi trabajito contigo no ha acabado, te mandaré al puto infierno cabronazo –gritaba el Francés a Javier.

El segurata de mierda y el moromierda emprendieron una carrera hasta el “ochocientos cincuenta” que estaba aparcado frente al banco. Las sirenas de la policía no eran un eco lejano, sino una realidad estridente.

-Espero que esta chatarra corra lo suficiente –le dijo el Francés al segurata.

-No te preocupes, el motor está trucado y si hace falta este buga se pone de manos –respondió el “experto”.

Arrancaron y enfilaron la carretera de Extremadura a toda velocidad…

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El actual Javier había surgido de la necesidad. Cuando la vida te aprieta tienes que “encontrar agua en el desierto” y él buscaba sin descanso el “agua” necesaria para sobrevivir todos los días.

Nada podía hacer sospechar que la vida que llevaba hubiera entrado en los planes de sus padres, todo era perfecto: su educación, sus necesidades, sus ilusiones, todo estaba a salvo. Pero los caprichos del destino tuercen las ilusiones y el futuro de las personas. El destino parece que no existe, pero cuando analizas la vida desde múltiples perspectivas te das cuenta que los pasos que vas dando te conducen -¿sin querer?- hacia lo que te habías propuesto desde un principio. Los caminos que recorres, a veces, crees que no tienen nada que ver con el esquema general de lo que te has propuesto, pero cuando tienes todas las piezas del rompecabezas, el sentido de la vida empieza a tener sentido.

Eso le pasaba a Javier: se estaba desangrando y no entendía cómo había llegado hasta ese punto. Tampoco entendía que la hora de su muerte tenía que llegarle siendo tan joven. Él sabía que todavía tenía que hacer muchas cosas: no había perdido la esperanza de volver a estudiar, de vivir honradamente de una vez por todas, de enamorarse de la mujer de sus sueños, de perderse en los confines del placer, de…

Seguía mirándose las manos ensangrentadas y pensaba que no era tan mala persona, en realidad, sólo intentaba vivir sin hacer excesivos daños con su infantil comportamiento delictivo. Ningún delito importante, sólo pequeños hurtos y bastantes necesidades por cubrir.

A menudo recordaba el “caminante no hay camino, se hace camino al andar…” –se acordaba de poco más- pero esa frase le obsesionaba hasta el punto que en infinitas ocasiones pensaba que cuando andaba por las calles de Madrid ya eran caminos de otras personas y que el suyo era otro que todavía no había encontrado. Quizá su camino no estaba en este Madrid que mata sin compasión a los incautos que se dejan amedrentar por sus dimensiones, este Madrid de inviernos sin compasión, este Madrid de veranos que funden las ilusiones, este Madrid de mierda.

Había decidido que en cuanto pudiera iba a cambiar de ciudad, que iba a hacer un punto y aparte en su vida para comenzar a hacer su propio camino. Todo sería distinto: las gentes, las calles, quizá un mar, tal vez otras estrellas.

La oportunidad de cambiar se le había presentado de la forma más inesperada: un robo, y si salía bien, una nueva vida. Lo curioso del caso es que el atraco le iba a cambiar la vida, pero no de la forma que él imaginaba, en realidad de una forma muy especial, donde sus anhelos iban a discurrir por caminos nunca transitados.

La gente empezaba a mirar a Javier, sentado en el suelo y con la ropa teñida de rojo. Alguien ya estaba pidiendo un médico y algún otro sugería que había que llevarle a la “casa de socorro”. Javier tomó aire y de una forma penosa se puso en pie como pudo. Las voces de la gente le aturdían y el calor de mayo ya no le hacía sudar, ahora tenía escalofríos, la visión se le empezó a hacer borrosa y sólo tenía ganas de dormir, de descansar, de parar de una vez. Un instante después, la visión pasó de ser borrosa a nítida, ahora sólo veía luz, una luz maravillosa y el dolor había desaparecido por completo. Escuchó una especie de música celestial: eran las sirenas de la pasma, que con sus estruendosos alaridos habían reunido a una muchedumbre de cotillas y curiosos que daban su particular y docta opinión sobre lo que estaban viendo:

-Es un etarra que trataba de escaparse y el hijo puta ha caído con todas las de la ley –decía el cotilla uno.

-Nada de eso, ha sido un ajuste de cuentas de la mafia siciliana –decía el cotilla dos.

-Estáis equivocados, es un asesino a sueldo que le ha salido el tiro por la culata –respondía el cotilla tres.

-No tenéis ni puta idea, es un borracho con una trompa del “diez” –zanjaba el cotilla cuatro.

La policía ordenó a la muchedumbre que se alejara del etarra-mafioso-asesino-borrachín o de lo contrario tomarían medidas más persuasivas –en ese momento, todos los policías empezaron a acariciar sus porras con nostalgia- la gente obedeció con una mezcla de terror y borreguismo digno de elogio.

Un madero muy sensible agarró a Javier por detrás y con una llave de Judo –o quizá fuera una ostia normal y corriente- le derribó dejándolo en posición de decúbito prono, o sea, boca abajo. A continuación abrió las esposas y engrilletó la mano izquierda con la derecha.

-Este cabrón ya no se escapa –dijo el policía orgulloso con la proeza de haber capturado a un moribundo.

Más sirenas: ahora ambulancias, todas las de Madrid. Se bajaron varios personajes vestidos de blanco y enseguida hubo un atasco de camillas.

-¿Dónde están los heridos? –preguntó el de blanco.

-Sólo hay uno, pero creo que está muerto –respondió el policía valiente.

-¿Es usted médico para saber si está vivo o muerto? –interrogó el de blanco.

-No, ¿y usted? –responde y pregunta el policía.

-Pues no, así que nos lo llevamos al hospital.

-Espere, tenemos que ir con ustedes, nunca se sabe lo que podría ocurrir con un tipo así –ordena el policía.

Al “tipo así” le queda muy poco para desangrarse y como no dejen la conversación el de “blanco” y el “valiente” lo único que van a poder hacerle a Javier es el certificado de defunción.  

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El ochocientos cincuenta avanzaba a toda pastilla por la carretera de Extremadura, en el interior, los ocupantes se hacían reproches mutuos sobre el resultado final del golpe: dos muertos y un botín de una cuantía indefinida –bastante inferior a lo que prometió el Francés- debido a la locura del moro.

-Tenemos a todos los maderos de Madrid que se nos van a meter por el culo –dijo el segurata.

-¡Calla y conduce! –dijo el Francés.

-¡Eso hago cabrón!

-¡Acelera!

-Esto ya no da más de sí.

El segurata pisaba el acelerador a tope y parecía que iba a desfondar el suelo del coche de la fuerza que imprimía al pedal. A la vez, esquivaba todos los coches que le precedían haciendo maniobras imposibles y temerarias. La tracción trasera del “ochocientos cincuenta” hacia recular de vez en cuando el vehículo con fuertes chirridos de frenos para evitar un posible hostión. Los roces con el resto de coches que también subían por la carretera, se sucedían cada vez con más frecuencia y mayor virulencia. La policía los tenía al alcance de la mano y dado que el tráfico era denso, desistieron de utilizar las armas para detener al “Fitipaldi”. Sin embargo, esta idea no iba con el Francés; abrió la ventanilla y sacó el arma dispuesto a continuar la matanza. Un tiro, dos, tres y al cuarto, el “seiscientos” que iba justo detrás de él, se estrelló contra una farola a la altura de Campamento. Un tiro, dos y al tercero alcanzó al coche patrulla que había sustituido al “seiscientos”. Ahora el siguiente coche de la policía no titubeó en hacer uso de la “Zeta”. Una ráfaga, dos y a la tercera el coche de los atracadores se estampó contra una de las puertas de entrada del cuartel del Ejército de Tierra. El “fórmula uno” empezó a echar humo del motor, éste se quedó acelerado y con peligro de convertirse en una bola de fuego. Cinco coches patrulla estaban echando alaridos y de ellos se bajaron diez maderos con el gatillo fácil. Primero ordenaron a los ocupantes del coche achatarrado que se entregaran con las manos en alto. Nadie salió. Los polis se fueron acercando con precaución y cuando llegaron a la altura de las ventanillas entendieron por qué no salía nadie de las cuatro latas que habían quedado de ese golpe: el conductor, con uniforme de empresa privada de seguridad, tenía un hilillo de sangre que salía del labio y descendía por la barbilla hasta gotear en su pantalón. Parecía que sus heridas eran leves, pero los policías enseguida comprendieron todo lo contrario cuando vieron el volante partido y clavado en su abdomen.

-Este tipo no tiene solución –dijo uno de los maderos-. El volante nos ha ahorrado balas y explicaciones.

A continuación fijaron la vista en el copiloto. Todavía respiraba y se dispusieron a sacarlo de entre el amasijo de hierros en que se había convertido el pequeño utilitario. A simple vista su aspecto era muy grave: la cara ensangrentada como consecuencia de haberse estampado contra el parabrisas y haberlo partido del cabezazo; la cabeza del fémur se le había desplazado y ésta asomaba terriblemente por el lado de la pelvis derecha.

Los agentes asieron al Francés por debajo de las axilas para sacarlo del coche, con tan mala fortuna que al hacerlo, uno de los hierros que aprisionaba su pierna izquierda le rajó en semicírculo y sacó una especie de bistec a punto de descolgarse de la pantorrilla.

Llegaron las ambulancias: una de ellas se iría con su carga en silencio; la otra emprendió una carrera malsonante hasta el Primero de Octubre.

viernes, 3 de mayo de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (Cap. I)


CAPÍTULO I

 

Estaba a unos cien metros del Puente de Segovia y sentía un calor húmedo en su costado. Con su mano derecha trataba de contener un flujo templado, que por momentos se convertía en una especie de papilla y al cabo del rato fluía a borbotones.

Javier no tuvo más remedio que parar; estaba agotado, había recorrido todo el Paseo de Extremadura, cuesta abajo, dejando un rastro de sangre y un rosario de maldiciones hacia su compinche.

-¡Será hijo de puta! El muy cabrón me ha dejado tirado en el banco, con un balazo en las tripas y sangrando como un cerdo…

Su colega era el Francés, aunque en realidad había nacido en Argelia, el mismo año de su independencia en 1962. Su padre, Antoine, sí era francés, pero su madre, Fátima, era argelina, nacida en Orán –y por cierto, bastante puta en su acortada juventud- . La tipeja que era puta pero no tonta, se dejó hacer un crío en vísperas del final de la guerra de liberación, pues aunque no sentía la menor simpatía por los franceses, menos simpatía tenía por sus propios padres que le habían arreglado su boda con un tipejo desdentado y maloliente. En cuanto se enteró la familia de Fátima de su embarazo la repudiaron y ella se sintió liberada y, con un poco de suerte, Antoine se la llevaría a un nuevo país y a una nueva vida.

El francés nunca perdonó a su madre que renegara de sus raíces y se marchara de Argelia, como si él hubiera estado toda una vida allí y en realidad sólo estuvo un par de días hasta que embarcaron rumbo a Marsella.

La pequeña familia se estableció finalmente en Lyon, a orillas del Saona, en el barrio de Vieux Lyon. En sus estrechas calles, llenas de orines y de niños desharrapados, se malcrió el Francés. Esta no era la idea que tenía Fátima de una nueva vida para ella y para su hijo, ella había soñado con anchas avenidas y, por qué no, disfrutar de una buena vista de la Torre Eiffel. Nunca pensó que esas “vistas” estaban reservadas para unos cuantos privilegiados y no para argelinos descolonizados. A cambio, Antoine le había proporcionado un cuchitril, con una habitación desconchada y descolorida y un ventanuco que daba, justo al lado contrario del cauce del río –no tuvo suerte ni para tener la vista del Saona-, en un espacio lleno de basuras fermentadas y ratas envalentonadas.

En este escenario creció el Francés; las calles eran sus pupitres y sus maestros el peor catálogo de los timadores, ladrones y chulos de Lyon que todos los días le enseñaban a ganarse la mala vida que vivía.

Con esta clase de gente se relacionaba y cometía sus pequeños golpes el muchacho, hasta que un día se vio envuelto en una disputa a causa del botín que habían robado a una vieja. Él quiso llevarse la mejor parte y el compañero no se lo permitió. El Francés no sabía que su compinche, además de ladrón, era un cabronazo que se chivó a su clan familiar y un día un ejército de hermanos, primos y sobrinos fueron a por él a su casa. El ventanuco de vistas “agradables” le salvó la vida; saltó al vació y cayó en la basura eterna. Nunca se imaginó que gracias a los desperdicios iba a salvar su vida.

Huyó del país y fue a parar al Madrid de los años ochenta, de donde nunca más saldría…

El caso es que, un domingo se disponía a hacer unos “trabajitos” en el Rastro y afanar todas aquéllas carteras que los incautos turistas y gente de todas clases le ponían a su disposición, hasta que su mano se metió en el bolsillo ajeno equivocado… Javier agarró la mano del carterista describiendo un semicírculo rapidísimo con su brazo y con el otro le agarró del cuello hasta hacerle caer en los adoquines de la Ribera de Curtidores y como testigos impasibles, la estatua de Cascorro cagada de mierda de gorriones, palomas y todos los mirones del mundo.

-¿Qué quieres moromierda? –le preguntó Javier al carterista chapuzas.

-Nada, iba a hacerte una broma…

-¿Pero me conoces de algo hijo puta?, a ver qué tienes en los bolsillos.

Le sacó del bolsillo varios billetes de mil y unos cuantos de cien pesetas y cuando se disponía a cambiar de sitio el botín, vio aparecer a una pareja de “grises” por la calle de Las Maldonadas. Se levantó de un salto y agarró por la cazadora al carterista, arrastrándole hasta que se irguió y pudo caminar por sí mismo, eso sí, cogido por el cuello, como si se tratara del muñeco de un ventrílocuo.

Javier y el Francés chocaban con todo el mundo, un domingo en el rastro era para caminar, no para correr como pretendía Javier, pero éste no quería tener otro encontronazo con los maderos e ir a parar a los sótanos de la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol. Le tenía poco miedo a todo, peros esos sótanos eran otra cosa; los gritos de dolor que allí escuchó se le incrustaron en su cabeza para siempre. No estaba dispuesto a correr ese riesgo.

El maltrecho Francés estaba perplejo, no entendía por qué no le dejaba en paz y Javier no le soltaba. Para Javier la cosa no había terminado, no, a él no le levanta la cartera nadie y menos el muñeco acojonado que tenía entre sus fuertes manos. Le quedaba el castigo y éste lo iba a recibir en forma de hostias a la madrileña.

Javier medía un metro ochenta y cinco y pesaba ciento diez kilos, toda esta humanidad es lo que se le venía encima al Francés, que ya había caído en la cuenta que de allí salía “maquillado” para una larga temporada. Tenía que pensar con rapidez, porque estaba a punto de atropellarle una locomotora.

-¡Ya está! –pensó-, le propondré hacernos socios de ése negocio que siempre he tenido en mente.

-Reza lo que sepas, moraco.

-¡Espera, espera! No me fosties, a lo mejor te puedo proponer un golpe que nos forrará.

-¿De qué me conoces? Cerdo. Crees que te vas a librar…

-Tengo contactos con bancos y vigilantes de seguridad…

-¿Y a mí qué?...

 

 

Hacía rato que estaba sintiendo su pierna mojada y ahora, además, la sangre había calado el pantalón y llegaba hasta el empeine del zapato. La gente le miraba entre extrañada y asustada, pues todavía mantenía en su mano izquierda la pipa de fogueo con la que había atracado el banco. Levantó la pistola e hizo ademán de apuntar a todos los julais que le observaban y con un movimiento de barrido de ciento ochenta grados, el personal, que seguía mirando, se agachaba según le tocaba el turno del enfile de la fusca.

Se hizo paso entre los mirones y siguió avanzando hacia el puente. Había sobrepasado los dos edificios gemelos que escoltaban el comienzo de la calle y divisaba la perspectiva perfecta que formaban los bolardos de los pretiles hasta su fusión con la calle Segovia. Ahora se le hacía interminable el atravesarlo y en ese momento recordó la cita de algún poeta que dijo del puente que era “demasiado puente para tan poco río”. Llevaba razón el poeta, ahora dudaba si sería capaz de llegar hasta la otra orilla.

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-Te propongo un negocio –dijo acojonado el Francés.

-Empieza a largar o vas a encontrar tus piños en Burgos.

-Vale, déjame respirar –Javier se había aferrado al cuello y no soltaba a la presa. Su puño derecho estaba en alto y a la espera de un impulso nervioso que hiciera descargar una tormenta de dolor sobre el Francés.

-Sé la manera de atracar un banco, con muchas pelas y sin peligro –dijo el Francés.

La tensión sobre el cuello del moro fue aflojando y empezaba a respirar con normalidad. Javier estaba a horcajadas sobre la barriga y no había caído en la cuenta que además de ahogar al carterista chapuzas le estaba aplastando. Se levantó y a la vez agarró las solapas de la chupa que contenían un moro cagado y lo puso en posición vertical, no sin antes alzarlo hasta la altura de sus ojos y dejarlo caer como un guiñapo.

-Hermano, tengo un contacto en una empresa de seguridad de…

No le dejó terminar:

-Si me vuelves a llamar hermano, no te voy a tocar un pelo, no, te rajo directamente.

-Perdón, no quería molestarte. En mi país llamamos hermano al compañero, al prójimo…

-Tío, no te enteras: estás en este puto Madrid de mierda.

-Está bien, está bien… tendré cuidado en cómo te hablo y en cómo me explico.

-Por ahí vamos bien, sigue.

-Te decía que tengo un colega que es vigilante de seguridad en el Banco de Santander. Desde hace tiempo está hasta los cojones del banco y además le pagan una mierda. Dice que necesita mucha pasta porque entre su mujer y sus hijos le están asfixiando a deudas. Está desesperado y me confesó que un día iba a sacar el “treinta y ocho” e iba a atracar su propia sucursal. Aunque al momento siguiente se caga y se echa patrás.

-¿Y en qué está pensando el segurata?

-Mi  colega necesita socios, solo no puede atracar el banco; no podría controlar la sucursal porque es demasiado grande y hay bastantes empleados. Sin embargo, sabe todos los horarios de los trabajadores, sabe a qué hora viene el furgón de seguridad y lo que es mejor, sabe qué día del mes es cuando traen más pasta para pagar a los jubilatas.

-Te voy a advertir un par de cosas, moro como te llames, si me la juegas y todo esto que me estás contando es para librarte de la paliza que te he aplazado, no habrá lugar, calle, país y universo para que te escondas y yo no  te encuentre y cuando eso suceda, te rajaré como a un cochino, te sacaré tus putas tripas y te las haré tragar probando tú mismo el sabor que tienen, porque te mantendré con vida para que lo veas y lo disfrutes ¿Te queda claro?

-Nítido. Por cierto, me puedes llamar el Francés…

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Javier nació en el seno de una familia burguesa. Nada hacía presagiar que su vida iba a transcurrir por unos senderos impensables para sus padres, pero el destino es caprichoso y tuerce la felicidad como se tuerce una esquina.

Su padre era un contable que trabajaba para varias empresas y todas se le rifaban para que permaneciera entre sus listas de empleados. Siempre decía que “era mejor mamar de varias tetas, antes que de una sola”. Llevaba razón; tuvo que ver cómo algún jefe putero se pulía la pasta y dejaba sin nóminas a sus empleados. Menos a él, a él le tenían tanto respeto que nadie se atrevía a bailarle una sóla pela por si enseñaba, a quien no tenía que enseñar, los libros de contabilidad.

En estas circunstancias, la vida de su familia era una vida fácil, acomodada y con una renta muy superior a la del resto de los asalariados. Javier vivía en este mundo, ajeno a las dificultades que pasaban la mayoría de las familias, hasta que un día la muerte se cruzó en la vida de su padre y todo el mundo que éste había creado se vino abajo.

Enseguida empezaron a llover los problemas y con ellos las deudas impagadas y las estrecheces, hasta el punto que tuvo que abandonar el colegio y a realizar “cosillas” para gente de dudosa reputación.

Ser niño le abría un amplio abanico de posibilidades para subsistir y tener algún dinerillo que de otra forma hubiera sido imposible tener: ahora entregaba algún paquete en alguna dirección, después entregaba un sobre a algún menda y más tarde espiaba a algún tronco que le habían mandado.

La única regla era no preguntar nunca nada. Y él nunca preguntó nada. Por eso se había mantenido con vida.

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-Bien Francés, ahora dime qué me propones y que además me guste.

-Tío, es fácil, nosotros vamos a la sucursal, una vez que hayan descargado el dinero de las pensiones, y nos dirigimos al despacho del director. Le acojono con la pipa y le digo que me dé la pasta o le mando con Alá. No va a haber sangre y nadie resultará herido porque las pipas que llevaremos son de fogueo, pero parecerán de verdad, aunque esto no lo sabrá más que nosotros y el lechuzo…

En ese momento el Francés, sin saber cómo, le llegó un relámpago que a continuación se convirtió en oscuridad acompañada de un dolor insoportable en su ojo derecho. Un hilillo de sangre recorrió su cara hasta descolgarse de su mentón y empezar a teñir el suelo de un rojo brillante.

-¿Qué haces tío? ¿Por qué me pegas?

-¿Me ves cara de julai? –dijo Javier.

-Pero… si es un buen golpe…

-No, un buen golpe es el que vas a recibir a continuación.

Javier volvió a levantar el puño para rematar la faena.

-Espera, no he terminado…

-Para mí, sí.

El puño más alto…

-No te he dicho de cuánta pasta estamos hablando…

-De qué sirve tanta pasta si es un plan chapucero y nos van a dar por el culo en cuanto salgamos del banco, eso, contando con que sea verdad que haya tantos “talegos”.

El Francés trataba por todos los medios de aplacar la furia de la locomotora y tartamudeaba tratando de explicar atropelladamente los detalles del atraco.

-El segurata –continuó el Francés- sabe la hora exacta de la llegada del dinero. Éste lo depositan en la caja fuerte y en una ocasión tuvo la oportunidad de ver la clave en el despacho del director. Tú lo único que tienes que hacer es vigilar al personal que esté fuera del mostrador. No tenemos ni siquiera que entretenernos en el dinero que haya en caja ni del cajero. El segurata y yo, una vez que hayamos cogido las sacas, meteremos al público y a los empleados en el despacho y lo cerraremos con llave, de esa forma nadie podrá dar la voz de alarma y, por cierto, el despacho no tiene botón de alarma sólo el cajero y a éste le haremos salir de la pecera lo primero. Cuando todo esto haya sucedido, lo único que tendremos que hacer es montarnos en el coche que tendremos previamente en la puerta del banco –que es del vigilante- y salir echando hostias hacia la nacional cinco y de allí a pulirnos en putas toda la pasta que le hayamos levantado al banco.

-¿De cuánta pasta estamos hablando?

-Posiblemente de quince millones de pelas.

-No lo tengo claro ¿Es de fiar el segurata?

-De verdad, está desesperado y necesita el dinero más que nosotros.

-¿Por qué crees que yo necesito el dinero?

-Tío, cantas a necesidad por los cuatro costados, cuando me birlabas la pasta, que yo previamente había birlado a los pardillos, se te encendieron los ojos…Además, mírate: el cuello de la camisa barata que llevas está desgastado, tus pantalones ya no los quiere ni Cáritas y las suelas de tus pisantes ya no tienen solución…

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El sol empezaba a alcanzar el cénit y el calor de mayo se empezaba a mostrar de forma asfixiante, sobre todo en la zona desprotegida del puente donde empezaban los almohadillados. No había sombra donde refugiarse, no había refugio para Javier. Simplemente avanzaba con la mano tratando de achicar la muerte. El calor se hacía agobiante por momentos y, sin embargo, él comenzaba a sentir un frío polar que le producían temblores –quizá espasmos- hasta el punto de sentir cómo sus dientes chocaban entre sí de forma convulsiva.

Había sobrepasado prácticamente la mitad del río Manzanares y sentía que podía llegar a un lugar seguro donde nadie le encontraría.

-Vamos Javier –se decía para sí mismo- queda muy poco –aunque en el fondo sabía que no era verdad.

Tuvo que parar un momento y miró hacia un lado y a otro, tratando de ver si los maderos le seguían. Se giró y apoyó su mano izquierda en el pretil, a continuación dirigió su mirada al río. Sólo fluía un ridículo hilo de agua maloliente que corría como podía en dirección sur. Alzó un poco la vista y reconoció un estadio de fútbol y una hilera de colmenas horrendas de ladrillo visto que algún arquitecto mal pagado había diseñado, seguramente en un ataque de creatividad perversa. La vista que tenía ante sus ojos no le aliviaba el dolor, antes al contrario, sentía una rabia enfermiza por no poder vivir plácida y tranquilamente –como seguramente lo hacían sus moradores- en uno de esos edificios tardofranquistas. Ya era tarde, el camino que había emprendido sólo podía conducirle a tres sitios: a una fuga continua, a la cárcel o a la muerte. Javier había elegido la primera opción, aunque le costase la cárcel o la muerte.

Debía descansar un poco más, de momento vio que nadie le seguía y aguantó de pie, de forma casi militar, tratando de no llamar la atención. Quería poner un poco de orden a todos los acontecimientos que habían sucedido esa mañana. Necesitaba analizar qué había pasado.

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-Llevas razón –dijo Javier-, las cosas no me han ido muy bien últimamente y algo de pasta me solucionaría la vida por una temporada.

-¿Estás loco? –contestó el Francés- Vamos a tocar a cinco millones de pelas. Con eso tenemos para comprarnos medio Madrid.

-Con eso podría…

Javier no terminó la frase; sabía perfectamente que con tanto dinero se podría retirar de la circulación: ya no habría más robos, ni huidas, ni fonduchas de mala muerte. Abriría un negocio de cualquier tipo y viviría de su propio esfuerzo, de su propio trabajo. Por un momento desvió la mirada que tenía clavada en el Francés y vio que a lo mejor los sueños se podrían convertir en realidad por una puta vez en la vida.

Sin embargo, Javier todavía no estaba muy seguro de lo que le estaba ofreciendo el Francés. Es probable que ante la situación inesperada que se presentó, el moro quisiera salvar el pellejo –o la cara, tal y como la tenía antes de la birlada fallida- .

Puede que valiera la pena arriesgarse, total, la vida que llevaba era misérrima y lo más que podía pasar es que le enganchara la pasma y tuviera que pasar una temporada en el talego. Bien pensado, no perdía nada: si salía mal, al trullo, si salía bien, si salía bien…