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viernes, 3 de mayo de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (Cap. I)


CAPÍTULO I

 

Estaba a unos cien metros del Puente de Segovia y sentía un calor húmedo en su costado. Con su mano derecha trataba de contener un flujo templado, que por momentos se convertía en una especie de papilla y al cabo del rato fluía a borbotones.

Javier no tuvo más remedio que parar; estaba agotado, había recorrido todo el Paseo de Extremadura, cuesta abajo, dejando un rastro de sangre y un rosario de maldiciones hacia su compinche.

-¡Será hijo de puta! El muy cabrón me ha dejado tirado en el banco, con un balazo en las tripas y sangrando como un cerdo…

Su colega era el Francés, aunque en realidad había nacido en Argelia, el mismo año de su independencia en 1962. Su padre, Antoine, sí era francés, pero su madre, Fátima, era argelina, nacida en Orán –y por cierto, bastante puta en su acortada juventud- . La tipeja que era puta pero no tonta, se dejó hacer un crío en vísperas del final de la guerra de liberación, pues aunque no sentía la menor simpatía por los franceses, menos simpatía tenía por sus propios padres que le habían arreglado su boda con un tipejo desdentado y maloliente. En cuanto se enteró la familia de Fátima de su embarazo la repudiaron y ella se sintió liberada y, con un poco de suerte, Antoine se la llevaría a un nuevo país y a una nueva vida.

El francés nunca perdonó a su madre que renegara de sus raíces y se marchara de Argelia, como si él hubiera estado toda una vida allí y en realidad sólo estuvo un par de días hasta que embarcaron rumbo a Marsella.

La pequeña familia se estableció finalmente en Lyon, a orillas del Saona, en el barrio de Vieux Lyon. En sus estrechas calles, llenas de orines y de niños desharrapados, se malcrió el Francés. Esta no era la idea que tenía Fátima de una nueva vida para ella y para su hijo, ella había soñado con anchas avenidas y, por qué no, disfrutar de una buena vista de la Torre Eiffel. Nunca pensó que esas “vistas” estaban reservadas para unos cuantos privilegiados y no para argelinos descolonizados. A cambio, Antoine le había proporcionado un cuchitril, con una habitación desconchada y descolorida y un ventanuco que daba, justo al lado contrario del cauce del río –no tuvo suerte ni para tener la vista del Saona-, en un espacio lleno de basuras fermentadas y ratas envalentonadas.

En este escenario creció el Francés; las calles eran sus pupitres y sus maestros el peor catálogo de los timadores, ladrones y chulos de Lyon que todos los días le enseñaban a ganarse la mala vida que vivía.

Con esta clase de gente se relacionaba y cometía sus pequeños golpes el muchacho, hasta que un día se vio envuelto en una disputa a causa del botín que habían robado a una vieja. Él quiso llevarse la mejor parte y el compañero no se lo permitió. El Francés no sabía que su compinche, además de ladrón, era un cabronazo que se chivó a su clan familiar y un día un ejército de hermanos, primos y sobrinos fueron a por él a su casa. El ventanuco de vistas “agradables” le salvó la vida; saltó al vació y cayó en la basura eterna. Nunca se imaginó que gracias a los desperdicios iba a salvar su vida.

Huyó del país y fue a parar al Madrid de los años ochenta, de donde nunca más saldría…

El caso es que, un domingo se disponía a hacer unos “trabajitos” en el Rastro y afanar todas aquéllas carteras que los incautos turistas y gente de todas clases le ponían a su disposición, hasta que su mano se metió en el bolsillo ajeno equivocado… Javier agarró la mano del carterista describiendo un semicírculo rapidísimo con su brazo y con el otro le agarró del cuello hasta hacerle caer en los adoquines de la Ribera de Curtidores y como testigos impasibles, la estatua de Cascorro cagada de mierda de gorriones, palomas y todos los mirones del mundo.

-¿Qué quieres moromierda? –le preguntó Javier al carterista chapuzas.

-Nada, iba a hacerte una broma…

-¿Pero me conoces de algo hijo puta?, a ver qué tienes en los bolsillos.

Le sacó del bolsillo varios billetes de mil y unos cuantos de cien pesetas y cuando se disponía a cambiar de sitio el botín, vio aparecer a una pareja de “grises” por la calle de Las Maldonadas. Se levantó de un salto y agarró por la cazadora al carterista, arrastrándole hasta que se irguió y pudo caminar por sí mismo, eso sí, cogido por el cuello, como si se tratara del muñeco de un ventrílocuo.

Javier y el Francés chocaban con todo el mundo, un domingo en el rastro era para caminar, no para correr como pretendía Javier, pero éste no quería tener otro encontronazo con los maderos e ir a parar a los sótanos de la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol. Le tenía poco miedo a todo, peros esos sótanos eran otra cosa; los gritos de dolor que allí escuchó se le incrustaron en su cabeza para siempre. No estaba dispuesto a correr ese riesgo.

El maltrecho Francés estaba perplejo, no entendía por qué no le dejaba en paz y Javier no le soltaba. Para Javier la cosa no había terminado, no, a él no le levanta la cartera nadie y menos el muñeco acojonado que tenía entre sus fuertes manos. Le quedaba el castigo y éste lo iba a recibir en forma de hostias a la madrileña.

Javier medía un metro ochenta y cinco y pesaba ciento diez kilos, toda esta humanidad es lo que se le venía encima al Francés, que ya había caído en la cuenta que de allí salía “maquillado” para una larga temporada. Tenía que pensar con rapidez, porque estaba a punto de atropellarle una locomotora.

-¡Ya está! –pensó-, le propondré hacernos socios de ése negocio que siempre he tenido en mente.

-Reza lo que sepas, moraco.

-¡Espera, espera! No me fosties, a lo mejor te puedo proponer un golpe que nos forrará.

-¿De qué me conoces? Cerdo. Crees que te vas a librar…

-Tengo contactos con bancos y vigilantes de seguridad…

-¿Y a mí qué?...

 

 

Hacía rato que estaba sintiendo su pierna mojada y ahora, además, la sangre había calado el pantalón y llegaba hasta el empeine del zapato. La gente le miraba entre extrañada y asustada, pues todavía mantenía en su mano izquierda la pipa de fogueo con la que había atracado el banco. Levantó la pistola e hizo ademán de apuntar a todos los julais que le observaban y con un movimiento de barrido de ciento ochenta grados, el personal, que seguía mirando, se agachaba según le tocaba el turno del enfile de la fusca.

Se hizo paso entre los mirones y siguió avanzando hacia el puente. Había sobrepasado los dos edificios gemelos que escoltaban el comienzo de la calle y divisaba la perspectiva perfecta que formaban los bolardos de los pretiles hasta su fusión con la calle Segovia. Ahora se le hacía interminable el atravesarlo y en ese momento recordó la cita de algún poeta que dijo del puente que era “demasiado puente para tan poco río”. Llevaba razón el poeta, ahora dudaba si sería capaz de llegar hasta la otra orilla.

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-Te propongo un negocio –dijo acojonado el Francés.

-Empieza a largar o vas a encontrar tus piños en Burgos.

-Vale, déjame respirar –Javier se había aferrado al cuello y no soltaba a la presa. Su puño derecho estaba en alto y a la espera de un impulso nervioso que hiciera descargar una tormenta de dolor sobre el Francés.

-Sé la manera de atracar un banco, con muchas pelas y sin peligro –dijo el Francés.

La tensión sobre el cuello del moro fue aflojando y empezaba a respirar con normalidad. Javier estaba a horcajadas sobre la barriga y no había caído en la cuenta que además de ahogar al carterista chapuzas le estaba aplastando. Se levantó y a la vez agarró las solapas de la chupa que contenían un moro cagado y lo puso en posición vertical, no sin antes alzarlo hasta la altura de sus ojos y dejarlo caer como un guiñapo.

-Hermano, tengo un contacto en una empresa de seguridad de…

No le dejó terminar:

-Si me vuelves a llamar hermano, no te voy a tocar un pelo, no, te rajo directamente.

-Perdón, no quería molestarte. En mi país llamamos hermano al compañero, al prójimo…

-Tío, no te enteras: estás en este puto Madrid de mierda.

-Está bien, está bien… tendré cuidado en cómo te hablo y en cómo me explico.

-Por ahí vamos bien, sigue.

-Te decía que tengo un colega que es vigilante de seguridad en el Banco de Santander. Desde hace tiempo está hasta los cojones del banco y además le pagan una mierda. Dice que necesita mucha pasta porque entre su mujer y sus hijos le están asfixiando a deudas. Está desesperado y me confesó que un día iba a sacar el “treinta y ocho” e iba a atracar su propia sucursal. Aunque al momento siguiente se caga y se echa patrás.

-¿Y en qué está pensando el segurata?

-Mi  colega necesita socios, solo no puede atracar el banco; no podría controlar la sucursal porque es demasiado grande y hay bastantes empleados. Sin embargo, sabe todos los horarios de los trabajadores, sabe a qué hora viene el furgón de seguridad y lo que es mejor, sabe qué día del mes es cuando traen más pasta para pagar a los jubilatas.

-Te voy a advertir un par de cosas, moro como te llames, si me la juegas y todo esto que me estás contando es para librarte de la paliza que te he aplazado, no habrá lugar, calle, país y universo para que te escondas y yo no  te encuentre y cuando eso suceda, te rajaré como a un cochino, te sacaré tus putas tripas y te las haré tragar probando tú mismo el sabor que tienen, porque te mantendré con vida para que lo veas y lo disfrutes ¿Te queda claro?

-Nítido. Por cierto, me puedes llamar el Francés…

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Javier nació en el seno de una familia burguesa. Nada hacía presagiar que su vida iba a transcurrir por unos senderos impensables para sus padres, pero el destino es caprichoso y tuerce la felicidad como se tuerce una esquina.

Su padre era un contable que trabajaba para varias empresas y todas se le rifaban para que permaneciera entre sus listas de empleados. Siempre decía que “era mejor mamar de varias tetas, antes que de una sola”. Llevaba razón; tuvo que ver cómo algún jefe putero se pulía la pasta y dejaba sin nóminas a sus empleados. Menos a él, a él le tenían tanto respeto que nadie se atrevía a bailarle una sóla pela por si enseñaba, a quien no tenía que enseñar, los libros de contabilidad.

En estas circunstancias, la vida de su familia era una vida fácil, acomodada y con una renta muy superior a la del resto de los asalariados. Javier vivía en este mundo, ajeno a las dificultades que pasaban la mayoría de las familias, hasta que un día la muerte se cruzó en la vida de su padre y todo el mundo que éste había creado se vino abajo.

Enseguida empezaron a llover los problemas y con ellos las deudas impagadas y las estrecheces, hasta el punto que tuvo que abandonar el colegio y a realizar “cosillas” para gente de dudosa reputación.

Ser niño le abría un amplio abanico de posibilidades para subsistir y tener algún dinerillo que de otra forma hubiera sido imposible tener: ahora entregaba algún paquete en alguna dirección, después entregaba un sobre a algún menda y más tarde espiaba a algún tronco que le habían mandado.

La única regla era no preguntar nunca nada. Y él nunca preguntó nada. Por eso se había mantenido con vida.

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-Bien Francés, ahora dime qué me propones y que además me guste.

-Tío, es fácil, nosotros vamos a la sucursal, una vez que hayan descargado el dinero de las pensiones, y nos dirigimos al despacho del director. Le acojono con la pipa y le digo que me dé la pasta o le mando con Alá. No va a haber sangre y nadie resultará herido porque las pipas que llevaremos son de fogueo, pero parecerán de verdad, aunque esto no lo sabrá más que nosotros y el lechuzo…

En ese momento el Francés, sin saber cómo, le llegó un relámpago que a continuación se convirtió en oscuridad acompañada de un dolor insoportable en su ojo derecho. Un hilillo de sangre recorrió su cara hasta descolgarse de su mentón y empezar a teñir el suelo de un rojo brillante.

-¿Qué haces tío? ¿Por qué me pegas?

-¿Me ves cara de julai? –dijo Javier.

-Pero… si es un buen golpe…

-No, un buen golpe es el que vas a recibir a continuación.

Javier volvió a levantar el puño para rematar la faena.

-Espera, no he terminado…

-Para mí, sí.

El puño más alto…

-No te he dicho de cuánta pasta estamos hablando…

-De qué sirve tanta pasta si es un plan chapucero y nos van a dar por el culo en cuanto salgamos del banco, eso, contando con que sea verdad que haya tantos “talegos”.

El Francés trataba por todos los medios de aplacar la furia de la locomotora y tartamudeaba tratando de explicar atropelladamente los detalles del atraco.

-El segurata –continuó el Francés- sabe la hora exacta de la llegada del dinero. Éste lo depositan en la caja fuerte y en una ocasión tuvo la oportunidad de ver la clave en el despacho del director. Tú lo único que tienes que hacer es vigilar al personal que esté fuera del mostrador. No tenemos ni siquiera que entretenernos en el dinero que haya en caja ni del cajero. El segurata y yo, una vez que hayamos cogido las sacas, meteremos al público y a los empleados en el despacho y lo cerraremos con llave, de esa forma nadie podrá dar la voz de alarma y, por cierto, el despacho no tiene botón de alarma sólo el cajero y a éste le haremos salir de la pecera lo primero. Cuando todo esto haya sucedido, lo único que tendremos que hacer es montarnos en el coche que tendremos previamente en la puerta del banco –que es del vigilante- y salir echando hostias hacia la nacional cinco y de allí a pulirnos en putas toda la pasta que le hayamos levantado al banco.

-¿De cuánta pasta estamos hablando?

-Posiblemente de quince millones de pelas.

-No lo tengo claro ¿Es de fiar el segurata?

-De verdad, está desesperado y necesita el dinero más que nosotros.

-¿Por qué crees que yo necesito el dinero?

-Tío, cantas a necesidad por los cuatro costados, cuando me birlabas la pasta, que yo previamente había birlado a los pardillos, se te encendieron los ojos…Además, mírate: el cuello de la camisa barata que llevas está desgastado, tus pantalones ya no los quiere ni Cáritas y las suelas de tus pisantes ya no tienen solución…

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El sol empezaba a alcanzar el cénit y el calor de mayo se empezaba a mostrar de forma asfixiante, sobre todo en la zona desprotegida del puente donde empezaban los almohadillados. No había sombra donde refugiarse, no había refugio para Javier. Simplemente avanzaba con la mano tratando de achicar la muerte. El calor se hacía agobiante por momentos y, sin embargo, él comenzaba a sentir un frío polar que le producían temblores –quizá espasmos- hasta el punto de sentir cómo sus dientes chocaban entre sí de forma convulsiva.

Había sobrepasado prácticamente la mitad del río Manzanares y sentía que podía llegar a un lugar seguro donde nadie le encontraría.

-Vamos Javier –se decía para sí mismo- queda muy poco –aunque en el fondo sabía que no era verdad.

Tuvo que parar un momento y miró hacia un lado y a otro, tratando de ver si los maderos le seguían. Se giró y apoyó su mano izquierda en el pretil, a continuación dirigió su mirada al río. Sólo fluía un ridículo hilo de agua maloliente que corría como podía en dirección sur. Alzó un poco la vista y reconoció un estadio de fútbol y una hilera de colmenas horrendas de ladrillo visto que algún arquitecto mal pagado había diseñado, seguramente en un ataque de creatividad perversa. La vista que tenía ante sus ojos no le aliviaba el dolor, antes al contrario, sentía una rabia enfermiza por no poder vivir plácida y tranquilamente –como seguramente lo hacían sus moradores- en uno de esos edificios tardofranquistas. Ya era tarde, el camino que había emprendido sólo podía conducirle a tres sitios: a una fuga continua, a la cárcel o a la muerte. Javier había elegido la primera opción, aunque le costase la cárcel o la muerte.

Debía descansar un poco más, de momento vio que nadie le seguía y aguantó de pie, de forma casi militar, tratando de no llamar la atención. Quería poner un poco de orden a todos los acontecimientos que habían sucedido esa mañana. Necesitaba analizar qué había pasado.

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-Llevas razón –dijo Javier-, las cosas no me han ido muy bien últimamente y algo de pasta me solucionaría la vida por una temporada.

-¿Estás loco? –contestó el Francés- Vamos a tocar a cinco millones de pelas. Con eso tenemos para comprarnos medio Madrid.

-Con eso podría…

Javier no terminó la frase; sabía perfectamente que con tanto dinero se podría retirar de la circulación: ya no habría más robos, ni huidas, ni fonduchas de mala muerte. Abriría un negocio de cualquier tipo y viviría de su propio esfuerzo, de su propio trabajo. Por un momento desvió la mirada que tenía clavada en el Francés y vio que a lo mejor los sueños se podrían convertir en realidad por una puta vez en la vida.

Sin embargo, Javier todavía no estaba muy seguro de lo que le estaba ofreciendo el Francés. Es probable que ante la situación inesperada que se presentó, el moro quisiera salvar el pellejo –o la cara, tal y como la tenía antes de la birlada fallida- .

Puede que valiera la pena arriesgarse, total, la vida que llevaba era misérrima y lo más que podía pasar es que le enganchara la pasma y tuviera que pasar una temporada en el talego. Bien pensado, no perdía nada: si salía mal, al trullo, si salía bien, si salía bien…