CAPÍTULO
I
Estaba
a unos cien metros del Puente de Segovia y sentía un calor húmedo en su
costado. Con su mano derecha trataba de contener un flujo templado, que por
momentos se convertía en una especie de papilla y al cabo del rato fluía a
borbotones.
Javier
no tuvo más remedio que parar; estaba agotado, había recorrido todo el Paseo de
Extremadura, cuesta abajo, dejando un rastro de sangre y un rosario de
maldiciones hacia su compinche.
-¡Será hijo de
puta! El muy cabrón me ha dejado tirado en el banco, con un balazo en las
tripas y sangrando como un cerdo…
Su
colega era el Francés, aunque en
realidad había nacido en Argelia, el mismo año de su independencia en 1962. Su
padre, Antoine, sí era francés, pero su madre, Fátima, era argelina, nacida en
Orán –y por cierto, bastante puta en su acortada juventud- . La tipeja que era
puta pero no tonta, se dejó hacer un crío en vísperas del final de la guerra de
liberación, pues aunque no sentía la menor simpatía por los franceses, menos
simpatía tenía por sus propios padres que le habían arreglado su boda con un
tipejo desdentado y maloliente. En cuanto se enteró la familia de Fátima de su
embarazo la repudiaron y ella se sintió liberada y, con un poco de suerte,
Antoine se la llevaría a un nuevo país y a una nueva vida.
El
francés nunca perdonó a su madre que renegara de sus raíces y se marchara de
Argelia, como si él hubiera estado toda una vida allí y en realidad sólo estuvo
un par de días hasta que embarcaron rumbo a Marsella.
La
pequeña familia se estableció finalmente en Lyon, a orillas del Saona, en el
barrio de Vieux Lyon. En sus estrechas calles, llenas de orines y de niños desharrapados,
se malcrió el Francés. Esta no era la idea que tenía Fátima de una nueva vida
para ella y para su hijo, ella había soñado con anchas avenidas y, por qué no,
disfrutar de una buena vista de la Torre Eiffel. Nunca pensó que esas “vistas”
estaban reservadas para unos cuantos privilegiados y no para argelinos
descolonizados. A cambio, Antoine le había proporcionado un cuchitril, con una
habitación desconchada y descolorida y un ventanuco que daba, justo al lado
contrario del cauce del río –no tuvo suerte ni para tener la vista del Saona-,
en un espacio lleno de basuras fermentadas y ratas envalentonadas.
En
este escenario creció el Francés; las calles eran sus pupitres y sus maestros el
peor catálogo de los timadores, ladrones y chulos de Lyon que todos los días le
enseñaban a ganarse la mala vida que vivía.
Con
esta clase de gente se relacionaba y cometía sus pequeños golpes el muchacho,
hasta que un día se vio envuelto en una disputa a causa del botín que habían
robado a una vieja. Él quiso llevarse la mejor parte y el compañero no se lo
permitió. El Francés no sabía que su compinche, además de ladrón, era un
cabronazo que se chivó a su clan familiar y un día un ejército de hermanos,
primos y sobrinos fueron a por él a su casa. El ventanuco de vistas
“agradables” le salvó la vida; saltó al vació y cayó en la basura eterna. Nunca
se imaginó que gracias a los desperdicios iba a salvar su vida.
Huyó
del país y fue a parar al Madrid de los años ochenta, de donde nunca más
saldría…
El
caso es que, un domingo se disponía a hacer unos “trabajitos” en el Rastro y
afanar todas aquéllas carteras que los incautos turistas y gente de todas
clases le ponían a su disposición, hasta que su mano se metió en el bolsillo
ajeno equivocado… Javier agarró la mano del carterista describiendo un
semicírculo rapidísimo con su brazo y con el otro le agarró del cuello hasta
hacerle caer en los adoquines de la Ribera de Curtidores y como testigos
impasibles, la estatua de Cascorro cagada de mierda de gorriones, palomas y
todos los mirones del mundo.
-¿Qué
quieres moromierda? –le preguntó Javier al carterista chapuzas.
-Nada,
iba a hacerte una broma…
-¿Pero
me conoces de algo hijo puta?, a ver qué tienes en los bolsillos.
Le
sacó del bolsillo varios billetes de mil y unos cuantos de cien pesetas y
cuando se disponía a cambiar de sitio el botín, vio aparecer a una pareja de
“grises” por la calle de Las Maldonadas. Se levantó de un salto y agarró por la
cazadora al carterista, arrastrándole hasta que se irguió y pudo caminar por sí
mismo, eso sí, cogido por el cuello, como si se tratara del muñeco de un
ventrílocuo.
Javier
y el Francés chocaban con todo el mundo, un domingo en el rastro era para
caminar, no para correr como pretendía Javier, pero éste no quería tener otro
encontronazo con los maderos e ir a parar a los sótanos de la Dirección General
de Seguridad en la Puerta del Sol. Le tenía poco miedo a todo, peros esos
sótanos eran otra cosa; los gritos de dolor que allí escuchó se le incrustaron
en su cabeza para siempre. No estaba dispuesto a correr ese riesgo.
El
maltrecho Francés estaba perplejo, no entendía por qué no le dejaba en paz y
Javier no le soltaba. Para Javier la cosa no había terminado, no, a él no le
levanta la cartera nadie y menos el muñeco acojonado que tenía entre sus
fuertes manos. Le quedaba el castigo y éste lo iba a recibir en forma de hostias
a la madrileña.
Javier
medía un metro ochenta y cinco y pesaba ciento diez kilos, toda esta humanidad
es lo que se le venía encima al Francés, que ya había caído en la cuenta que de
allí salía “maquillado” para una larga temporada. Tenía que pensar con rapidez,
porque estaba a punto de atropellarle una locomotora.
-¡Ya
está! –pensó-, le propondré hacernos socios de ése negocio que siempre he
tenido en mente.
-Reza
lo que sepas, moraco.
-¡Espera,
espera! No me fosties, a lo mejor te puedo proponer un golpe que nos forrará.
-¿De
qué me conoces? Cerdo. Crees que te vas a librar…
-Tengo
contactos con bancos y vigilantes de seguridad…
-¿Y
a mí qué?...
Hacía
rato que estaba sintiendo su pierna mojada y ahora, además, la sangre había
calado el pantalón y llegaba hasta el empeine del zapato. La gente le miraba
entre extrañada y asustada, pues todavía mantenía en su mano izquierda la pipa
de fogueo con la que había atracado el banco. Levantó la pistola e hizo ademán
de apuntar a todos los julais que le observaban y con un movimiento de barrido
de ciento ochenta grados, el personal, que seguía mirando, se agachaba según le
tocaba el turno del enfile de la fusca.
Se
hizo paso entre los mirones y siguió avanzando hacia el puente. Había
sobrepasado los dos edificios gemelos que escoltaban el comienzo de la calle y
divisaba la perspectiva perfecta que formaban los bolardos de los pretiles
hasta su fusión con la calle Segovia. Ahora se le hacía interminable el
atravesarlo y en ese momento recordó la cita de algún poeta que dijo del puente
que era “demasiado puente para tan poco río”. Llevaba razón el poeta, ahora
dudaba si sería capaz de llegar hasta la otra orilla.
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-Te
propongo un negocio –dijo acojonado el Francés.
-Empieza
a largar o vas a encontrar tus piños en Burgos.
-Vale,
déjame respirar –Javier se había aferrado al cuello y no soltaba a la presa. Su
puño derecho estaba en alto y a la espera de un impulso nervioso que hiciera
descargar una tormenta de dolor sobre el Francés.
-Sé
la manera de atracar un banco, con muchas pelas y sin peligro –dijo el Francés.
La
tensión sobre el cuello del moro fue aflojando y empezaba a respirar con
normalidad. Javier estaba a horcajadas sobre la barriga y no había caído en la
cuenta que además de ahogar al carterista chapuzas le estaba aplastando. Se
levantó y a la vez agarró las solapas de la chupa que contenían un moro cagado
y lo puso en posición vertical, no sin antes alzarlo hasta la altura de sus
ojos y dejarlo caer como un guiñapo.
-Hermano,
tengo un contacto en una empresa de seguridad de…
No le dejó terminar:
-Si
me vuelves a llamar hermano, no te voy a tocar un pelo, no, te rajo
directamente.
-Perdón,
no quería molestarte. En mi país llamamos hermano al compañero, al prójimo…
-Tío,
no te enteras: estás en este puto Madrid de mierda.
-Está
bien, está bien… tendré cuidado en cómo te hablo y en cómo me explico.
-Por
ahí vamos bien, sigue.
-Te
decía que tengo un colega que es vigilante de seguridad en el Banco de
Santander. Desde hace tiempo está hasta los cojones del banco y además le pagan
una mierda. Dice que necesita mucha pasta porque entre su mujer y sus hijos le
están asfixiando a deudas. Está desesperado y me confesó que un día iba a sacar
el “treinta y ocho” e iba a atracar su propia sucursal. Aunque al momento
siguiente se caga y se echa patrás.
-¿Y
en qué está pensando el segurata?
-Mi colega necesita socios, solo no puede atracar
el banco; no podría controlar la sucursal porque es demasiado grande y hay
bastantes empleados. Sin embargo, sabe todos los horarios de los trabajadores,
sabe a qué hora viene el furgón de seguridad y lo que es mejor, sabe qué día
del mes es cuando traen más pasta para pagar a los jubilatas.
-Te
voy a advertir un par de cosas, moro como te llames, si me la juegas y todo
esto que me estás contando es para librarte de la paliza que te he aplazado, no
habrá lugar, calle, país y universo para que te escondas y yo no te encuentre y cuando eso suceda, te rajaré
como a un cochino, te sacaré tus putas tripas y te las haré tragar probando tú
mismo el sabor que tienen, porque te mantendré con vida para que lo veas y lo
disfrutes ¿Te queda claro?
-Nítido.
Por cierto, me puedes llamar el Francés…
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Javier
nació en el seno de una familia burguesa. Nada hacía presagiar que su vida iba
a transcurrir por unos senderos impensables para sus padres, pero el destino es
caprichoso y tuerce la felicidad como se tuerce una esquina.
Su
padre era un contable que trabajaba para varias empresas y todas se le rifaban
para que permaneciera entre sus listas de empleados. Siempre decía que “era
mejor mamar de varias tetas, antes que de una sola”. Llevaba razón; tuvo que
ver cómo algún jefe putero se pulía la pasta y dejaba sin nóminas a sus
empleados. Menos a él, a él le tenían tanto respeto que nadie se atrevía a
bailarle una sóla pela por si enseñaba, a quien no tenía que enseñar, los
libros de contabilidad.
En
estas circunstancias, la vida de su familia era una vida fácil, acomodada y con
una renta muy superior a la del resto de los asalariados. Javier vivía en este
mundo, ajeno a las dificultades que pasaban la mayoría de las familias, hasta
que un día la muerte se cruzó en la vida de su padre y todo el mundo que éste
había creado se vino abajo.
Enseguida
empezaron a llover los problemas y con ellos las deudas impagadas y las
estrecheces, hasta el punto que tuvo que abandonar el colegio y a realizar
“cosillas” para gente de dudosa reputación.
Ser
niño le abría un amplio abanico de posibilidades para subsistir y tener algún
dinerillo que de otra forma hubiera sido imposible tener: ahora entregaba algún
paquete en alguna dirección, después entregaba un sobre a algún menda y más
tarde espiaba a algún tronco que le habían mandado.
La
única regla era no preguntar nunca nada. Y él nunca preguntó nada. Por eso se
había mantenido con vida.
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-Bien
Francés, ahora dime qué me propones y que además me guste.
-Tío,
es fácil, nosotros vamos a la sucursal, una vez que hayan descargado el dinero
de las pensiones, y nos dirigimos al despacho del director. Le acojono con la
pipa y le digo que me dé la pasta o le mando con Alá. No va a haber sangre y
nadie resultará herido porque las pipas que llevaremos son de fogueo, pero
parecerán de verdad, aunque esto no lo sabrá más que nosotros y el lechuzo…
En
ese momento el Francés, sin saber cómo, le llegó un relámpago que a
continuación se convirtió en oscuridad acompañada de un dolor insoportable en
su ojo derecho. Un hilillo de sangre recorrió su cara hasta descolgarse de su
mentón y empezar a teñir el suelo de un rojo brillante.
-¿Qué
haces tío? ¿Por qué me pegas?
-¿Me
ves cara de julai? –dijo Javier.
-Pero…
si es un buen golpe…
-No,
un buen golpe es el que vas a recibir a continuación.
Javier volvió a
levantar el puño para rematar la faena.
-Espera,
no he terminado…
-Para
mí, sí.
El puño más alto…
-No
te he dicho de cuánta pasta estamos hablando…
-De
qué sirve tanta pasta si es un plan chapucero y nos van a dar por el culo en
cuanto salgamos del banco, eso, contando con que sea verdad que haya tantos “talegos”.
El
Francés trataba por todos los medios de aplacar la furia de la locomotora y
tartamudeaba tratando de explicar atropelladamente los detalles del atraco.
-El
segurata –continuó el Francés- sabe la hora exacta de la llegada del dinero.
Éste lo depositan en la caja fuerte y en una ocasión tuvo la oportunidad de ver
la clave en el despacho del director. Tú lo único que tienes que hacer es
vigilar al personal que esté fuera del mostrador. No tenemos ni siquiera que
entretenernos en el dinero que haya en caja ni del cajero. El segurata y yo,
una vez que hayamos cogido las sacas, meteremos al público y a los empleados en
el despacho y lo cerraremos con llave, de esa forma nadie podrá dar la voz de
alarma y, por cierto, el despacho no tiene botón de alarma sólo el cajero y a
éste le haremos salir de la pecera lo primero. Cuando todo esto haya sucedido,
lo único que tendremos que hacer es montarnos en el coche que tendremos
previamente en la puerta del banco –que es del vigilante- y salir echando hostias
hacia la nacional cinco y de allí a pulirnos en putas toda la pasta que le
hayamos levantado al banco.
-¿De
cuánta pasta estamos hablando?
-Posiblemente
de quince millones de pelas.
-No
lo tengo claro ¿Es de fiar el segurata?
-De
verdad, está desesperado y necesita el dinero más que nosotros.
-¿Por
qué crees que yo necesito el dinero?
-Tío,
cantas a necesidad por los cuatro costados, cuando me birlabas la pasta, que yo
previamente había birlado a los pardillos, se te encendieron los ojos…Además,
mírate: el cuello de la camisa barata que llevas está desgastado, tus
pantalones ya no los quiere ni Cáritas y las suelas de tus pisantes ya no tienen
solución…
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El
sol empezaba a alcanzar el cénit y el calor de mayo se empezaba a mostrar de
forma asfixiante, sobre todo en la zona desprotegida del puente donde empezaban
los almohadillados. No había sombra donde refugiarse, no había refugio para
Javier. Simplemente avanzaba con la mano tratando de achicar la muerte. El
calor se hacía agobiante por momentos y, sin embargo, él comenzaba a sentir un
frío polar que le producían temblores –quizá espasmos- hasta el punto de sentir
cómo sus dientes chocaban entre sí de forma convulsiva.
Había
sobrepasado prácticamente la mitad del río Manzanares y sentía que podía llegar
a un lugar seguro donde nadie le encontraría.
-Vamos Javier –se decía
para sí mismo- queda muy poco –aunque en el fondo sabía que no era verdad.
Tuvo
que parar un momento y miró hacia un lado y a otro, tratando de ver si los
maderos le seguían. Se giró y apoyó su mano izquierda en el pretil, a
continuación dirigió su mirada al río. Sólo fluía un ridículo hilo de agua
maloliente que corría como podía en dirección sur. Alzó un poco la vista y
reconoció un estadio de fútbol y una hilera de colmenas horrendas de ladrillo
visto que algún arquitecto mal pagado había diseñado, seguramente en un ataque
de creatividad perversa. La vista que tenía ante sus ojos no le aliviaba el
dolor, antes al contrario, sentía una rabia enfermiza por no poder vivir
plácida y tranquilamente –como seguramente lo hacían sus moradores- en uno de
esos edificios tardofranquistas. Ya era tarde, el camino que había emprendido
sólo podía conducirle a tres sitios: a una fuga continua, a la cárcel o a la
muerte. Javier había elegido la primera opción, aunque le costase la cárcel o
la muerte.
Debía
descansar un poco más, de momento vio que nadie le seguía y aguantó de pie, de
forma casi militar, tratando de no llamar la atención. Quería poner un poco de
orden a todos los acontecimientos que habían sucedido esa mañana. Necesitaba
analizar qué había pasado.
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-Llevas
razón –dijo Javier-, las cosas no me han ido muy bien últimamente y algo de
pasta me solucionaría la vida por una temporada.
-¿Estás
loco? –contestó el Francés- Vamos a tocar a cinco millones de pelas. Con eso
tenemos para comprarnos medio Madrid.
-Con
eso podría…
Javier
no terminó la frase; sabía perfectamente que con tanto dinero se podría retirar
de la circulación: ya no habría más robos, ni huidas, ni fonduchas de mala
muerte. Abriría un negocio de cualquier tipo y viviría de su propio esfuerzo,
de su propio trabajo. Por un momento desvió la mirada que tenía clavada en el
Francés y vio que a lo mejor los sueños se podrían convertir en realidad por una
puta vez en la vida.
Sin
embargo, Javier todavía no estaba muy seguro de lo que le estaba ofreciendo el
Francés. Es probable que ante la situación inesperada que se presentó, el moro
quisiera salvar el pellejo –o la cara, tal y como la tenía antes de la birlada
fallida- .
Puede
que valiera la pena arriesgarse, total, la vida que llevaba era misérrima y lo
más que podía pasar es que le enganchara la pasma y tuviera que pasar una
temporada en el talego. Bien pensado, no perdía nada: si salía mal, al trullo,
si salía bien, si salía bien…