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miércoles, 18 de diciembre de 2013

MI PADRE Y MI PRESENTE



Todo lo que nos sucedió en el pasado, tiene su reflejo en el presente. No es una casualidad. Unos lo pueden llamar destino, otros lo llamarán azar o suerte, es igual... la vida es una sucesión de hechos que te conducen a un presente, con la mala leche que si en el pasado no hiciste lo que tenías que hacer, tarde o temprano tendrás que terminar lo inacabado.

Recuerdo que mi infancia era placentera y casi determinada para conseguir cualquier cosa que hubiera querido mi padre. Él tenía los medios y la voluntad. Su pasión eran sus hijos, por ellos lo daba todo, lo dio todo. Todo el tiempo que pudo, todo el tiempo que le permitió la vida.

Me es casi imposible enumerar la cantidad de momentos, de paseos, de lágrimas que pude vivir con él. Me acuerdo sobre todo de los domingos por la mañana, cuando atravesábamos el Manzanares y paseábamos por la ribera. Recuerdo cómo me apretaba fuertemente mi mano. Recuerdo su calor. Recuerdo que me contaba cosas, pero no recuerdo qué cosas eran. Recuerdo su cara de felicidad cuando nos veía abrir los regalos del día de Reyes.

Eran los años sesenta. El turismo se afianzaba en España. Los españoles compraban "seiscientos". Nosotros teníamos un "seiscientos". En el seiscientos cabía toda una familia, aunque el motor se recalentara cada dos por tres. Los viajes eternos. Los viajes llenos de canciones. En esos años yo no oía a los mayores hablar de crisis, sólo de estrecheces.

Mi padre era una mezcla de severidad y ternura. No permitía suspensos y si suspendías mas valía que tuvieras una buena excusa: no había excusas. Ahora le recuerdo y entiendo su afán porque nos formáramos, porque consiguiésemos ser "algo" en la vida. Pero la vida no le dejó ver nuestras vidas. Ni nosotros sabríamos nunca hasta dónde hubiéramos podido llegar.
 

Era contable, de los de "antes". Muchas veces me llevaba a la oficina y le veía cómo y a qué velocidad hacía operaciones matemáticas. Me hipnotizaba el murmullo incomprensible que iba al ritmo del lápiz: sumas kilométricas, donde tenía que "llevarse" treinta, cuarenta, cincuenta. Divisiones con dividendos, divisores, cocientes y restos de dimensiones colosales. Reglas de tres, reglas de meras, libros contables con números preciosos, con hojas limpias, con caligrafía bellísima. Y él quería inculcarnos esa perfección.

El 30 de noviembre de 1970 se acabó todo. En la confluencia de la avenida de Oporto con la avenida de Abrantes se interpuso la muerte. En ese maldito "seiscientos" íbamos mi madre, mi padre y yo. De pronto un fogonazo de luz me deslumbró y un sonido metálico atronó en mi cabeza. Mi madre no se movía, un hilo de sangre se deslizaba por su cara. Mi padre no tenía ninguna herida visible, eran las heridas invisibles las que fueron mortales. Milagrosamente, yo no tuve ni un sólo rasguño (aunque seguramente alguien en estos momentos se alegraría de que no hubiera salido vivo). Mi único afán en esos momentos era "despertar" a mis padres, pero no abrían los ojos, no decían nada, sólo sonaba el silencio de la puta muerte.

Llegó la ruina a la familia. Con doce años me puse a trabajar, ya no había lugar para estudiar, sólo para traer dinero a casa. Y ahora sí, ahora vino la crisis del petróleo: sin estudios, sin trabajo, sin futuro.

La vida es muy extraña: la muerte de mi padre me llevó a un destino inimaginable. En 1976 ingresé en la marina. Harto de dar bandazos, decidí que una buena opción para estudiar una profesión era alistarme de alumno. También podía ganar dinero. Era perfecto, a la fuerza tenía que ser perfecto.

En 1977 llegué a Vigo, a la Etea. Por fin pude reiniciar lo que un día tuve que abandonar. Tenía diecisiete años y los estudios llenaron mi vida. Vigo llenó mi vida, y todavía tendría que llenarla más.

Embarqué un año y volví a la escuela. Más estudios, más compañeros, más disciplina y un poco más de todo. Pero era feliz, de perder toda esperanza sobre mi vida y mi futuro, pasé a tener, aunque fuera inocentemente, un resquicio de luz.

Y ahora viene la paradoja: la muerte de mi padre sirvió para que conociera al amor de mi vida, de toda mi vida.

Eran las vacaciones de Semana Santa del 79. El expreso "Rías Baixas". Departamento de primera clase. Destino Madrid. Toda una noche de viaje por delante. Cuatro pasajeros: un hombre de mediana edad, un chico de unos once o doce años, una chica de quince y yo. La chica y yo quedamos enfrente, nos miramos y apenas hablamos al principio. Pero empezamos a hablar; el chico de lo que le gustaban los coches (sobre todo, grandes) y nosotros hablamos de todo; de nuestra vida, de nuestros padres, de lo que hacíamos y de lo que no hacíamos... Poco a poco algo fue prendiendo en nuestro corazón. La conversación fluía sin necesidad de buscar un tema, hablábamos de todo y hablamos de sentimientos, de nuestro interior, de nuestros miedos y de nuestras ilusiones.

Si al principio del viaje estábamos uno enfrente del otro, a la mitad del mismo ya íbamos uno al lado del otro. Y un poco más tarde nuestros dedos se entrelazaron. Y un poco más tarde nos dijimos todas las palabras de amor de las que éramos capaces de pronunciar. Fue mi primer amor, el que marcó toda mi vida.

La mañana nos trajo Madrid, y también trajo nuestra primera despedida. En ese momento no sabíamos si nos volveríamos a ver de nuevo, pero otra vez el destino insistió con nuestras vidas: días más tarde nos encontramos en una parada de bus, en Pontevedra. El corazón dio un vuelco y esas "mariposas en el estómago" de las que tanto se habla, ese día se volvieron locas, como kamikazes enamoradas.

A la primera despedida le sucedió otra, sin despedida, sin explicación. O la explicación era nuestra puta juventud. Y vino el primer dolor. Un dolor inexplicable que te envuelve y del que no hay remedio para mitigarlo.

Pasó el tiempo, pero no el dolor. Buscaba una pequeña explicación, algo que me hiciera comprender el porqué de esta separación. Ya me había marchado de la marina y me quedé en Vigo. Y sólo quería encontrarla. Sin trabajo, sin dinero y pasando un hambre de mil demonios, deambulaba por su calle: esperaba que algún día apareciera. Todas las noches el mismo recorrido, todas las noches la misma cuesta, todas las noches el mismo frío...pero nunca más la volví a ver. Decidí que ya era hora de acabar con todo. Un día, frente a la ría de Vigo, en un coche y armado con un paquete lleno de muerte cerré los ojos y dormí.

Cuando desperté, estaba en el servicio de urgencias. Un dueño del coche insistía en despertarme, pero no pudo. Sólo acertó a llevarme al hospital.

Volví a Madrid derrotado. Vigo me había derrotado. El amor me había derrotado. Y sólo veía ruina a mi alrededor, la mía.

Dicen que el tiempo cura las heridas, pero es mentira, las heridas del corazón nunca se cierran. Pasó el tiempo y una llamada de teléfono revolucionó el mundo, mi mundo. Era ella, estaba hablando con ella. No podía creerlo, de pronto la memoria y los sentimientos se aceleraron  en mi interior. Lo que hoy era oscuro se había vuelto blanco. Verla de nuevo en 1983, fue una de las mayores alegrías de mi vida. Y volvimos a reencontrarnos, volvimos a nosotros mismos, volvimos a vivir el amor como nadie puede imaginarse ni tan siquiera una mínima parte. Seguíamos siendo jóvenes, éramos fuertes, teníamos todo lo que hubiéramos querido soñar... pero quizá también teníamos miedo.

Un accidente gravísimo ocurrió en 1985. Su hermano me llamó por teléfono y creí en ese mismo instante que me moría. No podía ser, no me lo creía. No estaba preparado para este golpe. La mujer a la que amaba estaba en un hospital de León. Llegué de madrugada a su lado y sólo me dejaron verla escasamente 10 minutos. Le salía un tubo por el pecho, una pierna rota y no sé qué más...me hubiera gustado decirle en ese momento que no se preocupara, que estaba a su lado, que saldríamos adelante, que la amaba como no se puede amar más. Pero no se lo pude decir...

En nuestra última separación, la peor, la más dolorosa, nos perdimos. Nuestros ojos se hablaron de forma equivocada. Interpretamos palabras que en realidad no nos dijimos, porque supongo, que en realidad no queríamos decirnos adiós.
 
Años más tarde supe que me llamó muchas veces y supe también que me ocultaron sus llamadas. Hoy, mi madre no tiene flores en su tumba.
 
Hoy sigue mi corazón con las mismas heridas del pasado. Hoy sigo esperando a que el destino me reparta otras cartas. Aunque bien mirado, el destino soy yo. La lucha no ha acabado, por amor hay que luchar hasta la muerte, no se trata de luchar contra otros, sino de luchar contra nosotros mismos
. Y esto es amor.




jueves, 12 de diciembre de 2013

EMPATÍA DOMINGUERA


Ha llegado el fin de semana. ¡Por fin! La gente se dispone a disfrutar de unas cuantas horas libres, después de una, quizá, agotadora semana de trabajo -para el "privilegiado" que lo tenga-. Planes: alguna cena con los amigos, alguna barbacoa, alguna siesta, algún "no me muevo del sofá", alguna reunión con los colegas, algún "me voy de caza", algún "me voy a jugar un partido", algún "voy a echar una partidita al mus", algún "me voy de pesca"...     
 
Todos los fines semana igual. Pero los fines de semana... ¿Para quién, para él, para ella?
 
Los hombres debemos reconocer que toda la vida hemos sido unos privilegiados, no hemos hecho ni las malas en la casa, no hemos movido un dedo por echar una mano en las tareas del hogar. Ni lo hemos hecho, ni lo hacemos. Es más, hay incluso una raza de hombres que son unos negados hasta para coger un destornillador y hacer una mínima reparación casera a nivel de parvulario. Quizás es porque son "intelectuales de salón" o "progres renuentes a trabajar con las manos" o ni siquiera eso. Cualquier cosa antes que coger un trapo y limpiar el polvo o echar una lavadora.
 
¿Para qué? Si ya tengo a mi pareja que lo hace. Por supuesto, no lo expresan así, pero lo viven así. La justificación siempre es la misma: "así me educaron mis padres, aunque trato de cambiar". ¿De cambiar? ¡Ja! A lo más que llegamos es a dar la vuelta a las pancetas, costillas, chorizos y butifarras que tenemos en la barbacoa. En eso consiste nuestra empatía doméstica. Y para de contar. Eso sí, el polvo -no el que hay que limpiar en la casa- del sabadete no lo perdono.
 
 Pero todavía hay algo más acojonante o alucinante: ¿Qué pasa cuando trabaja el matrimonio fuera de casa? Pues eso, que las cosas siguen sin cambiar. Lo que ocurre es que en este caso es más, si cabe, desesperante -me atrevería a decir humillante- para la mujer. Porque en este caso, y esto en esta sociedad es lo más normal, la mujer tiene que asumir y sufrir dos roles: trabajadora fuera de casa y trabajadora dentro de casa. ¿Y el marido? y el marido ni está, ni se le espera. Porque hay que reconocer que nuestro cerebro no ha asumido el cambio bioquímico que hace interiorizar, sin ni siquiera tenerlo que pensar, que la vida en común no son sólo besos, abrazos y polvos más o menos afortunados. Nosotros no estamos todavía preparados para esto. En esto todavía no nos han sacado de Atapuerca.
 
Creo que hay algo peor que todo esto. Es cuando reconocemos la valía de nuestra pareja, pero somos incapaces de cambiar. Porque en el fondo NO QUEREMOS CAMBIAR. Es tan cómodo ir al armario y coger una camisa extraordinariamente bien planchada, es tan agradable ir a la ducha y no encontrarte un pelo de dudoso rizo, es tan placentero tener la comida preparada, es tanto el placer que produce sentarnos en el sofá y observar que todo está reluciente... Claro, cómo vamos a cambiar.
 
Se nos llena la boca de tantas buenas palabras, de lo majo que dicen que somos, de la simpatía que irradiamos, que en el fondo pensamos que lo estamos haciendo de puta madre. Ése es el problema: nuestra revolución cultural interna no ha permeabilizado en nuestras ideas y por consiguiente, en nuestros hechos. Decimos que mujeres y hombres somos iguales, pero somos tan sumamente desgraciados y aprovechados que enseguida cambiamos de conversación. A otra cosa. Decimos que no somos machistas, pero lo somos. Somos incluso más machistas que nuestros padres, porque ellos vivieron una época que precisamente enseñaba a ser machista, por las buenas o por las malas. Ahora ya no tenemos disculpa, ahora no.
 
Mientras tanto, yo aconsejaría y animaría a las mujeres a hacer una revolución doméstico-sexual: a partir de ahora que se planchen ellos las camisas. Que se queden ellos limpiando en casa. Que cocinen ellos. Y que si quieren follar-hacer el amor-echar un polvo, que espabilen o lo más excitante, sexualmente hablando que van a tener, son sus cinco deditos juguetones "en busca del arca perdida", perdón, quería decir en busca del polvo perdido.

Nos quedan muchísimos años  para empezar a asumir la responsabilidad que nos toca en el ámbito doméstico. No se trata de pensar mucho en lo que tengo que hacer, sino en que tengo que empezar a hacerlo ya, en este mismo momento. Y además, en transmitir este valor a mis hijos. De lo contrario, no tendremos a nuestra pareja a nuestro lado, sino en otra vida en la que piensa que todos los momentos de ausencia, han sido en realidad momentos de servicio pseudomedievales para el señor, perdón, quería decir para el cabronazo explotador del castillo.
 
Esto no es feminismo, esto es ponerse en lugar de la pareja. A esto lo llaman empatía.