CAPÍTULO
VI
Merche
contuvo el aliento: estaba a punto de realizar su último examen de carrera y
por fin se pondría a trabajar. Lo primero que iba a hacer es sacarse unas
oposiciones; no le sería difícil, era buena estudiante y la demanda de
asistentes sociales crecía año tras año en España. Se ofertaban plazas para
todo tipo de instituciones y en gran cantidad. Ella quería trabajar para instituciones penitenciarias, más
concretamente, para recuperar personas. Toda su vida le llamó la atención las
circunstancias que a una persona le llevan a cometer un delito y cómo la
sociedad puede recuperar esa misma persona. Siempre estaba pensando en el bien
y el mal. En ocasiones, y sobre todo, cuando había bebido una copa de más, el
pensamiento lúcido aparecía en forma de una clarividencia absoluta, en esos
momentos tenía claro que no existían ni el bien ni el mal, sino la relatividad
de las circunstancias que acompañaban a una sociedad en el momento de
desajustarse a un tiempo y a un espacio. Siempre era la circunstancia. Siempre
era el momento. Siempre era el lugar.
Por otra parte, estaba obsesionada en cómo el derecho se empeñaba en regular, e incluso, de alimentarse de las “normas” morales para impartir justicia, toda vez que, la lentitud con la que evolucionaba la misma, en raras ocasiones confluían en un presente inmediato y urgente para el que necesitaba de ella. Había otra palabra que le obsesionaba: reinserción. Sabía perfectamente que desde que un preso ingresa en cárcel hasta que sale de ella, tienen que darse una serie de condiciones para que la salida no conlleve el reingreso. Ahí intervenían un montón de profesionales, y ella sería uno de ellos. Estudiaría escrupulosamente todas las circunstancias inherentes que dieron lugar al delito, para que el que cometió el delito se pusiera en el lugar de la víctima. Si lograba que el preso empatizara con su víctima, la mayor parte del objetivo de la reinserción estaría logrado. Sabía que tenía que hurgar en el pasado, en la vida, en las circunstancias, en la educación, en la familia del delincuente, para descubrir los motivos que le indujeron a cometer su delito.
Por otra parte, estaba obsesionada en cómo el derecho se empeñaba en regular, e incluso, de alimentarse de las “normas” morales para impartir justicia, toda vez que, la lentitud con la que evolucionaba la misma, en raras ocasiones confluían en un presente inmediato y urgente para el que necesitaba de ella. Había otra palabra que le obsesionaba: reinserción. Sabía perfectamente que desde que un preso ingresa en cárcel hasta que sale de ella, tienen que darse una serie de condiciones para que la salida no conlleve el reingreso. Ahí intervenían un montón de profesionales, y ella sería uno de ellos. Estudiaría escrupulosamente todas las circunstancias inherentes que dieron lugar al delito, para que el que cometió el delito se pusiera en el lugar de la víctima. Si lograba que el preso empatizara con su víctima, la mayor parte del objetivo de la reinserción estaría logrado. Sabía que tenía que hurgar en el pasado, en la vida, en las circunstancias, en la educación, en la familia del delincuente, para descubrir los motivos que le indujeron a cometer su delito.
Merche
estaba emocionada, sabía que tenía una misión importante en la vida: recuperar
personas. Su humanidad, su bondad y desprendimiento no la podían conducir hacia
otro sitio que no fuera a ayudar al
mundo.
Mientras
pensaba y le daba vueltas a sus ideas sobre la vida, no se había dado cuenta
que vivir también es ocuparse de los aspectos más prosaicos de la misma. En
realidad, sí se había dado cuenta. Para poder hacer frente a todos los gastos
de su carrera –aparte de las lógicas ayudas de su familia-, tuvo que dedicarse
a dar clases particulares de egebe, cosa que le gustaba, pero que a veces le
hacía perder la paciencia, sobre todo cuando tenía que impartir clases a niños
malcriados de familias pudientes, que no se habían preocupado lo más mínimo de
la educación de sus hijos y en el momento en que ella entraba en escena estos
mismos padres se creían que lo que entraba era una hada madrina que con dos
pases mágicos iba a resolver el problema del “Borja” de turno. Muchas veces
pensó que más que dar clases a esos niños, se las tenía que haber dado a los
padres. Pero bueno, esto eran ingresos y los necesitaba para poder conseguir
sus sueños.
Compartía
piso con su amiga del alma: Luisa. Luisa era una gallega recalcitrante, que se
movía entre la necesidad de cambiar la aldea por la capital y refinar sus
modales.
Se
conocieron en la cafetería de la facultad. Merche estaba repasando apuntes en
una mesa mientras se tomaba un cortado.
Vio aparecer a Luisa en la cafetería más despistada que un calvo en una
peluquería. Levantó la mirada y la observó: era una chica con el cabello
pelirrojo, más bien alta, con unos pechos no muy grandes y con una figura muy
estilizada: vamos, una “jaca”. Sin embargo, contrastaba su figura con sus
maneras algo toscas; más tarde sabría el porqué; ella misma se lo diría. Luisa
pidió una Cocacola y cuando se estaba retirando de la barra con el vaso, la
botella, el bolso y los libros, éstos se le escurrieron y quedaron
esparcidos por el suelo hasta llegar a
los pies de Merche uno de ellos. Merche se agachó para ayudar a recoger el
desparrame de folios, cuadernos y libros y se los ofreció a Luisa con una
sonrisa. Por su parte, la gallega agradeció el gesto con un “graciñas” e
inmediatamente Merche le dijo que se sentara con ella.
-¿Cómo
te llamas? –preguntó Merche- No eres de por aquí ¿Verdad?
-Chámome
Luisa e son da Coruña, bo, dunha viliña que se chama Narón –respondió Luisa.
-Pues
chica no te entiendo mucho como sigas hablando en gallego…-casi le recriminó
Merche.
Luisa
se sonrojó por la metedura de pata al hablar en gallego con una desconocida y
en Madrid. Pensó que no había empezado muy bien a relacionarse con los de la
meseta.
-Perdón,
es que acabo de chegar, perdón, de llegar y el gallego me sale por todas partes
–se disculpó la pelirroja.
-No
te preocupes, me hace gracia escucharte hablar así y no me molesta, aunque creo
que algunas cosas no vas a tener más remedio que decírmelas en castellano.
Bueno, cuéntame, ¿qué estudias? ¿dónde vives? ¿tienes novio? Ja ja –Merche
explota con una risa, como siempre-, disculpa era una broma.
Luisa
también se reía, le había caído bien la madrileña; tenía buen sentido del humor
y lo que menos necesitaba ahora eran tristezas, estando tan lejos de su aldea
como estaba.
-Bo,
eu estudo…perdón quería decir que estudio… ¡si es que me sale solo! No sé qué
voy a hacer ni con mi acento, ni con mi gallego recalcitrante, ni con mi
morriña.
-Con
el acento no tienes que hacer nada, poco a poco lo suavizarás, aunque aquí en
Madrid seguirás siendo gallega y en Galicia serás “madrileña”.
-Como
te estaba diciendo –continuó Luisa-, estudio para asistente social, todavía no
tengo piso y no tengo novio.
-Pues
no tienes mucho… Oye, yo vivo cerca de la facultad y necesito otra persona en
mi piso para compartir gastos, ¿qué te parece si te vienes a vivir conmigo? Por
cierto, en lo del novio no te puedo ayudar, ja ja ja ja –otra vez le sale la
risa a Merche.
Merche
se bajó en la estación de Moncloa. Nunca le agradó el olor fétido del metro, ni
el calor agobiante cuando iba hasta arriba, ni los aprovechados que intentaban
tocarle el culo. Eso sí, si pillaba “in fraganti” a algún listo que quería
tocar carne, lo que en realidad sentía era carne en forma de cinco dedos que se
estampaban en su cara y permanecían más tiempo marcados que el tatuaje de un
legionario. Cuando esto ocurría, el vagón estallaba en aplausos para Merche y
en rugidos para el “tocador”. Ya se había acostumbrado a estas situaciones y a
veces hasta se divertía; pero en cualquier caso, el que tocaba, pagaba. Pero
ese día en concreto, al que se hubiera atrevido a hacerlo, a lo mejor, hasta
hubiera salido “indultado”. No era para menos, había aprobado las oposiciones y
ahora sólo tenía que esperar la plaza de destino.
Traspasó
la puerta del piso e inmediatamente los aromas de un caldo gallego que se cocía
en la pequeña cocina le abrieron un apetito feroz. En esos momentos pensaba que
no podía haber elegido mejor compañera de piso que a una gallega que tenía
gracia y además sabía cocinar y, por cierto, muy bien.
-¡Luisa!
¡Luisa! –gritó Merche.
-¿Qué,
qué? ¿Qué pasa? –respondió la cocinera, que había salido con un mandil,
posiblemente de Portugal.
-¡He
aprobado! ¡He aprobado! –saltaba de alegría Merche.
-¡Pues
eso hay que celebrarlo! –respondió Luisa, que ahora también saltaba con Merche.
-Vale,
pero primero tenemos que comer, traigo un hambre que me comería hasta un niño
crudo. Huele muy bien, ummm –salivaba Merche.
-¡Hoy
comemos fuera! –ordenó Luisa.
-Tía,
tengo pocas pelas y…
-Nada,
nada, hoy invito eu, os meus pais, perdón, mis padres me han mandado dinero, no
hay problema –resolvía la gallega.
Merche
se había acostumbrado a oír a Luisa hablar en gallego, en castellano, en
gallego y castellano mezclado y en todas las tonalidades de la lengua de
Rosalía de Castro. Es más, cuando hacía días que Luisa sólo hablaba en castellano,
echaba en falta la calidez de un idioma que poco a poco ella misma estaba
aprendiendo.
Descendieron
en “Latina” y se dispusieron a pasear hasta el restaurante. Ambas iban cogidas
del brazo y no dejaban de parlotear: sobre la universidad, sobre las
oposiciones, sobre Madrid…Tenían esa complicidad de amigas que sólo lo da el
vivir y convivir en una ciudad agresiva, en la cual tienes que estar
continuamente ayudándote, o de lo contrario te devora y te aliena hasta
desposeerte de tus raíces más íntimas y personales. En todos estos años, una y
otra tuvieron que ayudarse, entenderse y hasta ser su pañuelo mutuo de
lágrimas. Merche y Luisa, sin querer, o queriendo, se habían convertido en algo
más que amigas; del terreno más superficial de los inicios de su convivencia,
llegaron a establecer lazos que iba más allá de lo que habitualmente se tiene
que dar entre compañeras de piso.
Habían
decidido ir a comer a Casa Ciriaco, en la calle Mayor. Ya estaban a la altura
de San Isidro y se disponían a atravesar la Plaza Mayor y girar a mano
izquierda para encontrarse en la dirección que querían.
Casa
Ciriaco era un bar y restaurante de toda la vida de Madrid. Allá no ibas a
encontrar una cocina de diseño ni nada por el estilo: lo que encontrabas era
una cocina madrileña a la más vieja usanza, con una carta interminable de
delicias bien preparadas por Conce, la cocinera. Mariano, su marido, era un
poco más “moderno” y siempre estaba pendiente de las innovaciones de la nueva
“hornada” emergente de cocineros que empezaban a triunfar dentro y fuera de
España.
-Conce,
estaba pensando en que quizá deberíamos darle un nuevo aire a la carta, ya son
muchos años los que llevamos dando lo mismo: patatas bravas, calamares,
caracoles, callos, manitas…-le decía Mariano a su mujer.
-¡Otra
vez estás con lo mismo! –regañaba Conce a Mariano- ¿Acaso no nos va bien con lo
que ofrecemos? ¡Si no damos abasto!
-Pero…como
dice el dicho: “Renovarse o morir” –contesta Mariano.
-Pues
muérete tú, pero yo no pienso hacer en mi cocina ninguna estupidez moderna de
ningún cocinerillo que todavía no sabe ni limpiar una “japuta” –contestaba, con
razón, Conce.
-Podíamos
poner, por ejemplo, un “turnedó rosini” o lubina en salsa de manteca negra o…
-Mariano se esforzaba en convencerla.
-¿Un
“turne” qué? Mira Mariano, no empieces: no empieces que suelto el mandil aquí
mismo y me voy a casa a leer el “Lecturas”, que ya está bien de soportarte a ti
y a tus delirios de ganar una estrella de ésas que dan los franchutes ¡Qué
sabrán ellos de preparar unas buenas manitas rebozadas! ¡Pero si cocinan con
mantequilla! -respondía con excesiva contundencia la cocinera.
Un
día más, Mariano se rendía y se disponía a repartir apetitosas raciones de
callos y patatas bravas a su parroquianos de toda la vida.
Merche
y Luisa asomaron la cabeza por la puerta de Casa Ciriaco y Mariano, como si
fuera un lince, las reconoció al momento; les guiñó un ojo y al momento tenían
una mesita con un mantel de ajedrez rojo y blanco, copas impolutas y cubiertos,
sencillos, pero brillantes y bien colocados sobre el mantel. Un canastillo de
pan gallego y una jarra de agua del “Canal”. Como Ciriaco era un tipo agradable
y detallista, siempre le gustaba poner algún clavel en un mini búcaro. Los
claveles, siempre de la gitana Lola.
Esto
detalles son los que les gustaban a las dos amigas: un tipo agradable, un local
con gracia y una comida económica y extraordinaria.
-Han
venido mis clientas más guapas, esto es lo que le da calidad y señorío a Casa
Ciriaco –piropeaba el Mariano adulador.
-Como
vuelvas a ponernos coloradas dejamos de venir –amenazaba Luisa en broma.
-Vale,
vale ¿Qué os apetece comer hoy? Hoy le ha salido el cocido a la parienta que ya
quisiera Lardhy, vamos, como para ir al cielo directamente. También tenemos un
bacalao a la madrileña que vas a necesitar otro canasto de pan para mojar la
salsa y…-a Mariano si no se le paran los pies, sigue y sigue…
-¡Decidido!
Hoy cocidito –dijo Merche.
-Pues
para mí, también –coreó Luisa- ¡Ah! Y ese vino de Arganda que entra tan bien.
-¡Marchando
dos cociditos para las “princesas” de la “nueve”.
Las
dos amigas empezaron a servirse mutuamente el agua y el vino. Merche, como
siempre, pellizcó un poquito de pan y Luisa la imitó. Con cierto aire de
tristeza, Luisa empezó a interrogar a Merche sobre el futuro que les esperaba.
Eran conscientes que su separación era inminente y que sus caminos se iban a
separar definitivamente.
-¿Qué
vas a hacer? –le preguntó Merche a Luisa, mientras seguía comiendo un trocito
de pan.
-Me
lo he estado pensando, ya me he cansado de Madrid. Vine porque necesitaba un
aire nuevo, conocer nuevas personas…Necesitaba alejarme de mi Galicia para
volver a necesitarla. En todo este tiempo he echado en falta los colores, los
aromas, el mar. Madrid en estos años me ha dado mucho, pero también me ha
quitado mucho: ver tanta gente con ideas similares, ropa similar, gente
plastificada, gente dominguera, niños que no saben de dónde sale la leche que
se toman en el desayuno, gente que sólo sabe la programación de la televisión
como si fuera el Padrenuestro ¿Sabes que el otro día me sorprendí a mí misma
porque estaba pensando en castellano? Pues sí, ese día me di cuenta que era
hora de volver, que era hora de reencontrarme conmigo misma, pero allá, donde
el verde de la tierra tiene todas las tonalidades que ningún pintor podrá
plasmar nunca en un cuadro. Donde vas por un camino y nadie te empuja, donde es
probable que sólo te cruces con una mujer y un par de bueyes. Donde, le pese a
quien le pese, las meigas te acompañarán en largos trechos, recordándote que
estás en una tierra mágica. Donde la poesía es triste; donde la lluvia, no te
moja, sino que te acaricia; donde la comida, aunque sea un simple caldo, es un
manjar de dioses. Pertenezco a ese pequeño trozo de paraíso: ya he visto aquí
todo lo que tenía que ver y, definitivamente, me vuelvo a mi casa. Te voy a
echar mucho en falta, has sido para mí, más que una hermana ¡Pero bueno! No me
voy a poner triste. Nos volveremos a ver, y tú vendrás a Galicia y verás qué
bien lo pasaremos de nuevo –remató Luisa.
Merche
asintió con la cabeza y además, le hizo una seña a Luisa para indicar que
Mariano venía con una sopera humeante de cocido. El comedor del restaurante
estaba inundado de olores de buena comida, de comida hecha con amor. Se notaba
que la cocinera realizaba su trabajo con el afán, no sólo de llenar estómagos,
sino de revolucionar los sentidos.
-Pues
yo –continuó Merche-, lo que quiero es empezar ya a trabajar. Sabes que mi mayor
ilusión siempre ha sido el trabajar con personas. Tratar de entender los
porqués de la delincuencia. Tratar de volver a una situación anterior al preso
que, precisamente por ser preso, lo pierde todo en la vida: su familia, sus
amigos, su libertad. Creo que muchísimos de ellos son fruto, precisamente, de
esa sociedad de la que tú te vas a alejar.
-¿Y
cómo piensas cambiar a toda esa gente? ¿No te da miedo trabajar en una cárcel?
–Luisa se esforzaba en entender los proyectos de su amiga.
-Tía,
debe ser como la vocación de los curas: lo sientes y hay algo en tu interior
que te empuja a realizarlo, no sé cómo explicarlo…Además, creo que allí donde
vaya me tiene que ocurrir algo, algo bueno, algo que va a valer la pena .
-Oye,
cambiando de tema, ¿y de tíos cómo andas? –ahora preguntaba la cotilla de
Luisa.
-Bah,
de eso mejor no me hables. Los tíos de la facultad o están con novia, o están
pensando en alguna “manifa” a favor de los derechos de las ranas con pelos… Ni
me acuerdo de cuándo estuve por última vez con un tío. Debo tener telarañas por
ahí abajo –se reía Merche, mirándose el “origen del universo”.
La
comida terminó con un arroz con leche, de ésos que te dejan apoltronado en una
silla y crees que ya no podrás volver a caminar…
Las
dos amigas decidieron tomarse un café en Zahara. Llegaron hasta la Puerta del
Sol y a continuación cruzaron Arenal. La plaza, como siempre, estaba abarrotada
y debían tener precaución de los descuideros que pululaban y “marcaban” a sus
víctimas a distancia. Merche tenía experiencia para esos casos y se aferraba al
bolso como si estuviera cosido a su cuerpo. Subieron por Preciados y al llegar
a los almacenes que tenían el mismo nombre que la calle, se metieron a olisquear y curiosear brevemente, no sin
antes probar los perfumes que se ofrecían a los clientes potenciales y a toda
clase de curiosos . Se echaron un Chanel número cinco y volvieron a salir rumbo
a la Gran Vía.
Perfumadas,
siguieron desgranando intimidades, locuras, sueños, morriñas, proyectos y
promesas de volver a verse: costase lo que costase.