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lunes, 3 de junio de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (CAP. VI)


 

CAPÍTULO VI

 

Merche contuvo el aliento: estaba a punto de realizar su último examen de carrera y por fin se pondría a trabajar. Lo primero que iba a hacer es sacarse unas oposiciones; no le sería difícil, era buena estudiante y la demanda de asistentes sociales crecía año tras año en España. Se ofertaban plazas para todo tipo de instituciones y en gran cantidad. Ella quería trabajar  para instituciones penitenciarias, más concretamente, para recuperar personas. Toda su vida le llamó la atención las circunstancias que a una persona le llevan a cometer un delito y cómo la sociedad puede recuperar esa misma persona. Siempre estaba pensando en el bien y el mal. En ocasiones, y sobre todo, cuando había bebido una copa de más, el pensamiento lúcido aparecía en forma de una clarividencia absoluta, en esos momentos tenía claro que no existían ni el bien ni el mal, sino la relatividad de las circunstancias que acompañaban a una sociedad en el momento de desajustarse a un tiempo y a un espacio. Siempre era la circunstancia. Siempre era el momento. Siempre era el lugar.
Por otra parte, estaba obsesionada en cómo el derecho se empeñaba en regular, e incluso, de alimentarse de las “normas” morales para impartir justicia, toda vez que, la lentitud con la que evolucionaba la misma, en raras ocasiones confluían en un presente inmediato y urgente para el que necesitaba de ella. Había otra palabra que le obsesionaba: reinserción. Sabía perfectamente que desde que un preso ingresa en cárcel hasta que sale de ella, tienen que darse una serie de condiciones para que la salida no conlleve el reingreso. Ahí intervenían un montón de profesionales, y ella sería uno de ellos. Estudiaría escrupulosamente todas las circunstancias inherentes que dieron lugar al delito, para que el que cometió el delito se pusiera en el lugar de la víctima. Si lograba que el preso empatizara con su víctima, la mayor parte del objetivo de la reinserción estaría logrado. Sabía que tenía que hurgar en el pasado, en la vida, en las circunstancias, en la educación, en la familia del delincuente, para descubrir los motivos que le indujeron a cometer su delito.

Merche estaba emocionada, sabía que tenía una misión importante en la vida: recuperar personas. Su humanidad, su bondad y desprendimiento no la podían conducir hacia otro sitio que no fuera a  ayudar al mundo.

Mientras pensaba y le daba vueltas a sus ideas sobre la vida, no se había dado cuenta que vivir también es ocuparse de los aspectos más prosaicos de la misma. En realidad, sí se había dado cuenta. Para poder hacer frente a todos los gastos de su carrera –aparte de las lógicas ayudas de su familia-, tuvo que dedicarse a dar clases particulares de egebe, cosa que le gustaba, pero que a veces le hacía perder la paciencia, sobre todo cuando tenía que impartir clases a niños malcriados de familias pudientes, que no se habían preocupado lo más mínimo de la educación de sus hijos y en el momento en que ella entraba en escena estos mismos padres se creían que lo que entraba era una hada madrina que con dos pases mágicos iba a resolver el problema del “Borja” de turno. Muchas veces pensó que más que dar clases a esos niños, se las tenía que haber dado a los padres. Pero bueno, esto eran ingresos y los necesitaba para poder conseguir sus sueños.

Compartía piso con su amiga del alma: Luisa. Luisa era una gallega recalcitrante, que se movía entre la necesidad de cambiar la aldea por la capital y refinar sus modales.

Se conocieron en la cafetería de la facultad. Merche estaba repasando apuntes en una mesa  mientras se tomaba un cortado. Vio aparecer a Luisa en la cafetería más despistada que un calvo en una peluquería. Levantó la mirada y la observó: era una chica con el cabello pelirrojo, más bien alta, con unos pechos no muy grandes y con una figura muy estilizada: vamos, una “jaca”. Sin embargo, contrastaba su figura con sus maneras algo toscas; más tarde sabría el porqué; ella misma se lo diría. Luisa pidió una Cocacola y cuando se estaba retirando de la barra con el vaso, la botella, el bolso y los libros, éstos se le escurrieron y quedaron esparcidos  por el suelo hasta llegar a los pies de Merche uno de ellos. Merche se agachó para ayudar a recoger el desparrame de folios, cuadernos y libros y se los ofreció a Luisa con una sonrisa. Por su parte, la gallega agradeció el gesto con un “graciñas” e inmediatamente Merche le dijo que se sentara con ella.

-¿Cómo te llamas? –preguntó Merche- No eres de por aquí ¿Verdad?

-Chámome Luisa e son da Coruña, bo, dunha viliña que se chama Narón –respondió Luisa.

-Pues chica no te entiendo mucho como sigas hablando en gallego…-casi le recriminó Merche.

Luisa se sonrojó por la metedura de pata al hablar en gallego con una desconocida y en Madrid. Pensó que no había empezado muy bien a relacionarse con los de la meseta.

-Perdón, es que acabo de chegar, perdón, de llegar y el gallego me sale por todas partes –se disculpó la pelirroja.

-No te preocupes, me hace gracia escucharte hablar así y no me molesta, aunque creo que algunas cosas no vas a tener más remedio que decírmelas en castellano. Bueno, cuéntame, ¿qué estudias? ¿dónde vives? ¿tienes novio? Ja ja –Merche explota con una risa, como siempre-, disculpa era una broma.

Luisa también se reía, le había caído bien la madrileña; tenía buen sentido del humor y lo que menos necesitaba ahora eran tristezas, estando tan lejos de su aldea como estaba.

-Bo, eu estudo…perdón quería decir que estudio… ¡si es que me sale solo! No sé qué voy a hacer ni con mi acento, ni con mi gallego recalcitrante, ni con mi morriña.

-Con el acento no tienes que hacer nada, poco a poco lo suavizarás, aunque aquí en Madrid seguirás siendo gallega y en Galicia serás “madrileña”.

-Como te estaba diciendo –continuó Luisa-, estudio para asistente social, todavía no tengo piso y no tengo novio.

-Pues no tienes mucho… Oye, yo vivo cerca de la facultad y necesito otra persona en mi piso para compartir gastos, ¿qué te parece si te vienes a vivir conmigo? Por cierto, en lo del novio no te puedo ayudar, ja ja ja ja –otra vez le sale la risa a Merche.

Merche se bajó en la estación de Moncloa. Nunca le agradó el olor fétido del metro, ni el calor agobiante cuando iba hasta arriba, ni los aprovechados que intentaban tocarle el culo. Eso sí, si pillaba “in fraganti” a algún listo que quería tocar carne, lo que en realidad sentía era carne en forma de cinco dedos que se estampaban en su cara y permanecían más tiempo marcados que el tatuaje de un legionario. Cuando esto ocurría, el vagón estallaba en aplausos para Merche y en rugidos para el “tocador”. Ya se había acostumbrado a estas situaciones y a veces hasta se divertía; pero en cualquier caso, el que tocaba, pagaba. Pero ese día en concreto, al que se hubiera atrevido a hacerlo, a lo mejor, hasta hubiera salido “indultado”. No era para menos, había aprobado las oposiciones y ahora sólo tenía que esperar la plaza de destino.

Traspasó la puerta del piso e inmediatamente los aromas de un caldo gallego que se cocía en la pequeña cocina le abrieron un apetito feroz. En esos momentos pensaba que no podía haber elegido mejor compañera de piso que a una gallega que tenía gracia y además sabía cocinar y, por cierto, muy bien.

-¡Luisa! ¡Luisa! –gritó Merche.

-¿Qué, qué? ¿Qué pasa? –respondió la cocinera, que había salido con un mandil, posiblemente de Portugal.

-¡He aprobado! ¡He aprobado! –saltaba de alegría Merche.

-¡Pues eso hay que celebrarlo! –respondió Luisa, que ahora también saltaba con Merche.

-Vale, pero primero tenemos que comer, traigo un hambre que me comería hasta un niño crudo. Huele muy bien, ummm –salivaba Merche.

-¡Hoy comemos fuera! –ordenó Luisa.

-Tía, tengo pocas pelas y…

-Nada, nada, hoy invito eu, os meus pais, perdón, mis padres me han mandado dinero, no hay problema –resolvía la gallega.

Merche se había acostumbrado a oír a Luisa hablar en gallego, en castellano, en gallego y castellano mezclado y en todas las tonalidades de la lengua de Rosalía de Castro. Es más, cuando hacía días que Luisa sólo hablaba en castellano, echaba en falta la calidez de un idioma que poco a poco ella misma estaba aprendiendo.

Descendieron en “Latina” y se dispusieron a pasear hasta el restaurante. Ambas iban cogidas del brazo y no dejaban de parlotear: sobre la universidad, sobre las oposiciones, sobre Madrid…Tenían esa complicidad de amigas que sólo lo da el vivir y convivir en una ciudad agresiva, en la cual tienes que estar continuamente ayudándote, o de lo contrario te devora y te aliena hasta desposeerte de tus raíces más íntimas y personales. En todos estos años, una y otra tuvieron que ayudarse, entenderse y hasta ser su pañuelo mutuo de lágrimas. Merche y Luisa, sin querer, o queriendo, se habían convertido en algo más que amigas; del terreno más superficial de los inicios de su convivencia, llegaron a establecer lazos que iba más allá de lo que habitualmente se tiene que dar entre compañeras de piso.

Habían decidido ir a comer a Casa Ciriaco, en la calle Mayor. Ya estaban a la altura de San Isidro y se disponían a atravesar la Plaza Mayor y girar a mano izquierda para encontrarse en la dirección que querían.

Casa Ciriaco era un bar y restaurante de toda la vida de Madrid. Allá no ibas a encontrar una cocina de diseño ni nada por el estilo: lo que encontrabas era una cocina madrileña a la más vieja usanza, con una carta interminable de delicias bien preparadas por Conce, la cocinera. Mariano, su marido, era un poco más “moderno” y siempre estaba pendiente de las innovaciones de la nueva “hornada” emergente de cocineros que empezaban a triunfar dentro y fuera de España.

-Conce, estaba pensando en que quizá deberíamos darle un nuevo aire a la carta, ya son muchos años los que llevamos dando lo mismo: patatas bravas, calamares, caracoles, callos, manitas…-le decía Mariano a su mujer.

-¡Otra vez estás con lo mismo! –regañaba Conce a Mariano- ¿Acaso no nos va bien con lo que ofrecemos? ¡Si no damos abasto!

-Pero…como dice el dicho: “Renovarse o morir” –contesta Mariano.

-Pues muérete tú, pero yo no pienso hacer en mi cocina ninguna estupidez moderna de ningún cocinerillo que todavía no sabe ni limpiar una “japuta” –contestaba, con razón, Conce.

-Podíamos poner, por ejemplo, un “turnedó rosini” o lubina en salsa de manteca negra o… -Mariano se esforzaba en convencerla.

-¿Un “turne” qué? Mira Mariano, no empieces: no empieces que suelto el mandil aquí mismo y me voy a casa a leer el “Lecturas”, que ya está bien de soportarte a ti y a tus delirios de ganar una estrella de ésas que dan los franchutes ¡Qué sabrán ellos de preparar unas buenas manitas rebozadas! ¡Pero si cocinan con mantequilla! -respondía con excesiva contundencia la cocinera.

Un día más, Mariano se rendía y se disponía a repartir apetitosas raciones de callos y patatas bravas a su parroquianos de toda la vida.

Merche y Luisa asomaron la cabeza por la puerta de Casa Ciriaco y Mariano, como si fuera un lince, las reconoció al momento; les guiñó un ojo y al momento tenían una mesita con un mantel de ajedrez rojo y blanco, copas impolutas y cubiertos, sencillos, pero brillantes y bien colocados sobre el mantel. Un canastillo de pan gallego y una jarra de agua del “Canal”. Como Ciriaco era un tipo agradable y detallista, siempre le gustaba poner algún clavel en un mini búcaro. Los claveles, siempre de la gitana Lola.

Esto detalles son los que les gustaban a las dos amigas: un tipo agradable, un local con gracia y una comida económica y extraordinaria.

-Han venido mis clientas más guapas, esto es lo que le da calidad y señorío a Casa Ciriaco –piropeaba el Mariano adulador.

-Como vuelvas a ponernos coloradas dejamos de venir –amenazaba Luisa en broma.

-Vale, vale ¿Qué os apetece comer hoy? Hoy le ha salido el cocido a la parienta que ya quisiera Lardhy, vamos, como para ir al cielo directamente. También tenemos un bacalao a la madrileña que vas a necesitar otro canasto de pan para mojar la salsa y…-a Mariano si no se le paran los pies, sigue y sigue…

-¡Decidido! Hoy cocidito –dijo Merche.

-Pues para mí, también –coreó Luisa- ¡Ah! Y ese vino de Arganda que entra tan bien.

-¡Marchando dos cociditos para las “princesas” de la “nueve”.

Las dos amigas empezaron a servirse mutuamente el agua y el vino. Merche, como siempre, pellizcó un poquito de pan y Luisa la imitó. Con cierto aire de tristeza, Luisa empezó a interrogar a Merche sobre el futuro que les esperaba. Eran conscientes que su separación era inminente y que sus caminos se iban a separar definitivamente.

-¿Qué vas a hacer? –le preguntó Merche a Luisa, mientras seguía comiendo un trocito de pan.

-Me lo he estado pensando, ya me he cansado de Madrid. Vine porque necesitaba un aire nuevo, conocer nuevas personas…Necesitaba alejarme de mi Galicia para volver a necesitarla. En todo este tiempo he echado en falta los colores, los aromas, el mar. Madrid en estos años me ha dado mucho, pero también me ha quitado mucho: ver tanta gente con ideas similares, ropa similar, gente plastificada, gente dominguera, niños que no saben de dónde sale la leche que se toman en el desayuno, gente que sólo sabe la programación de la televisión como si fuera el Padrenuestro ¿Sabes que el otro día me sorprendí a mí misma porque estaba pensando en castellano? Pues sí, ese día me di cuenta que era hora de volver, que era hora de reencontrarme conmigo misma, pero allá, donde el verde de la tierra tiene todas las tonalidades que ningún pintor podrá plasmar nunca en un cuadro. Donde vas por un camino y nadie te empuja, donde es probable que sólo te cruces con una mujer y un par de bueyes. Donde, le pese a quien le pese, las meigas te acompañarán en largos trechos, recordándote que estás en una tierra mágica. Donde la poesía es triste; donde la lluvia, no te moja, sino que te acaricia; donde la comida, aunque sea un simple caldo, es un manjar de dioses. Pertenezco a ese pequeño trozo de paraíso: ya he visto aquí todo lo que tenía que ver y, definitivamente, me vuelvo a mi casa. Te voy a echar mucho en falta, has sido para mí, más que una hermana ¡Pero bueno! No me voy a poner triste. Nos volveremos a ver, y tú vendrás a Galicia y verás qué bien lo pasaremos de nuevo –remató Luisa.

Merche asintió con la cabeza y además, le hizo una seña a Luisa para indicar que Mariano venía con una sopera humeante de cocido. El comedor del restaurante estaba inundado de olores de buena comida, de comida hecha con amor. Se notaba que la cocinera realizaba su trabajo con el afán, no sólo de llenar estómagos, sino de revolucionar los sentidos.

-Pues yo –continuó Merche-, lo que quiero es empezar ya a trabajar. Sabes que mi mayor ilusión siempre ha sido el trabajar con personas. Tratar de entender los porqués de la delincuencia. Tratar de volver a una situación anterior al preso que, precisamente por ser preso, lo pierde todo en la vida: su familia, sus amigos, su libertad. Creo que muchísimos de ellos son fruto, precisamente, de esa sociedad de la que tú te vas a alejar.

-¿Y cómo piensas cambiar a toda esa gente? ¿No te da miedo trabajar en una cárcel? –Luisa se esforzaba en entender los proyectos de su amiga.

-Tía, debe ser como la vocación de los curas: lo sientes y hay algo en tu interior que te empuja a realizarlo, no sé cómo explicarlo…Además, creo que allí donde vaya me tiene que ocurrir algo, algo bueno, algo que va a valer la pena .

-Oye, cambiando de tema, ¿y de tíos cómo andas? –ahora preguntaba la cotilla de Luisa.

-Bah, de eso mejor no me hables. Los tíos de la facultad o están con novia, o están pensando en alguna “manifa” a favor de los derechos de las ranas con pelos… Ni me acuerdo de cuándo estuve por última vez con un tío. Debo tener telarañas por ahí abajo –se reía Merche, mirándose el “origen del universo”.

La comida terminó con un arroz con leche, de ésos que te dejan apoltronado en una silla y crees que ya no podrás volver a caminar…

Las dos amigas decidieron tomarse un café en Zahara. Llegaron hasta la Puerta del Sol y a continuación cruzaron Arenal. La plaza, como siempre, estaba abarrotada y debían tener precaución de los descuideros que pululaban y “marcaban” a sus víctimas a distancia. Merche tenía experiencia para esos casos y se aferraba al bolso como si estuviera cosido a su cuerpo. Subieron por Preciados y al llegar a los almacenes que tenían el mismo nombre que la calle, se metieron  a olisquear y curiosear brevemente, no sin antes probar los perfumes que se ofrecían a los clientes potenciales y a toda clase de curiosos . Se echaron un Chanel número cinco y volvieron a salir rumbo a la Gran Vía.

Perfumadas, siguieron desgranando intimidades, locuras, sueños, morriñas, proyectos y promesas de volver a verse: costase lo que costase.  

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (CAP. V)


 
CAPÍTULO V

 

-Debemos condenar y condenamos a Javier… en concepto de coautor de un delito de robo con violencia, con uso de medio peligroso, previsto y penado en los artículos doscientos treinta y siete, etcétera, etcétera y etcétera –el Juez relataba y desgranaba artículos y penas.

La sala era un espacio que imponía respeto, sobre todo a un muchacho que nunca había estado en esos trances y en esos lugares: las paredes forradas de madera le daban un aspecto entre lujoso y académico; al frente una bandera española con el último pájaro bordado que no volvería a aparecer, salvo para los nostálgicos del régimen de Franco –que eran bastantes-, en ningún otro trapo; más centrado, había un retrato del rey Juan Carlos con cara tristona y en pose de descanso militar. Por delante de los símbolos, una hilera de señores bien alimentados, forrados de negro y con unas ridículas y primorosas bocamangas, que más que impartir justicia parecía que iban a repartir flores. Los mismos, permanecían sentados –o atornillados- en unos amplios sillones tapizados de púrpura y con maderas talladas con algo que parecían bustos de conquistadores o guerreros y rematando la decoración, una balanza parecida a la que usaban los gitanillos para pesarte el clásico melón de Villaconejos. En los laterales, más señores de negro y alguna que otra mujer con cara de no pertenecer al grupito.

Javier, escoltado por dos picoletos, apenas levantaba la mirada, sentía en su nuca todos los ojos de una sala repleta de curiosos, estudiantes de derecho y periodistas que no habían dejado  pasar la ocasión para presenciar el juicio del año. Las miradas eran expectantes, todo el mundo pedía las cabezas de los delincuentes; el resultado del atraco y la violencia gratuita del mismo, había creado cierta alarma social. Y eso Javier lo sabía; dos personas inocentes asesinadas a sangre fría; uno de los atracadores muerto como resultado de la huida y ,él mismo, a punto de diñarla.

El Francés se caía con todo el equipo: veinte años por cada uno de los asesinatos, cuatro por el intento de asesinato ocho por el robo con violencia, dos años por resistencia a la autoridad y así, un rosario de años de condenas interminables que iban a hacer que el Francés sólo pudiera salir de la cárcel directo al paraíso, para ver a las huríes que Mahoma prometía. Esto en teoría; la verdad es que saldría antes de tiempo merced a la justa justicia española. Pero también podía suceder que, intramuros se encontrase con otro tipo de justicia…El tiempo lo diría.

Los dos condenados, al finalizar la sesión cruzaron sus miradas: el Francés rebosaba odio y con sus ojos estaba pronunciando un discurso de maldad y venganza sangrienta hacia Javier; éste no pudo sostener la mirada, en ese momento sentía pavor del lugar, de los policías, de los periodistas e incluso de las moscas que revoloteaban descaradamente en el denso aire que ocupaba toda la sala.

Por fin acabó todo, los dos guardias civiles sujetaron a Javier por los brazos y le condujeron fuera de la sala por una puerta lateral, hasta un oscuro garaje, donde se encontraba la desvencijada y ruidosa furgoneta de traslado de presos. Estaba relativamente aliviado de haberse quitado de en medio de la vista del Francés. Aunque le preocupaba que ambos coincidieran en la cárcel.

Antes de subir al vehículo, se atrevió a preguntar a un guardia.

-¿Sabe usted si el moro va al mismo trullo que yo? –preguntó Javier con temor.

-Así es, vais a Carabanchel los dos. Tenéis unas largas vacaciones pagadas y si por mí fuera, os metía en los chabolos de las damiselas para que supierais las múltiples formas que adopta el placer –respondió con poca gracia el guardia civil.

Javier estaba cada vez más acojonado, pensaba por momentos que, o bien el Francés, o bien algún prenda baboso le iba a hacer la vida imposible durante los próximos años. Sus ojos empezaron a encharcarse y el guardia, arrepentido de la negra exposición que le había hecho al muchacho, trató de calmarlo.

-A ver chaval ¿Cuántos años tienes? –pregunta el guardia arrepentido.

-Veinte –responde Javier.

-No te preocupes, se ha demostrado que no has matado a nadie y eso dentro de Carabanchel tiene valor, al menos para los funcionarios –tranquilizaba el guardia-. Además, lo más seguro es que estés en una galería distinta a la del moromierda, con lo cual, nunca coincidiréis. Aunque te aviso que algunos se dedican a hacer encarguitos: cualquier bocas que tenga necesidad de farlopa te va a vender si con ello consigue una dosis, y no lo dudes, Carabanchel está hasta arriba de hijos de la gran puta. No te preocupes, no estaréis juntos…Eso creo.

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 El furgón policial estaba circulando a una velocidad más bien alta por La Castellana. Las luces y sirenas a todo trapo hacía que la gente se volviera para ver qué pasaba: no pasaba nada, simplemente una furgoneta preñada de delincuentes se dirigía hacia Carabanchel.

Plaza de Cibeles, y coches apartándose de la trayectoria del furgón. A Javier le era imposible orientarse; no había ni una ventanilla por dónde poder admirar por última vez y, en una gran temporada, el Madrid de su infancia. Ni siquiera adivinaba que estaba bordeando Neptuno y enfilaba el Paseo del Prado. Un pequeño ventanuco de no más de veinte por quince centímetros, era la única referencia de luz que entraba al interior del vehículo. Unos cientos de metros más allá conquistaban Santa María de la Cabeza y cada vez quedaba menos para que Javier arribara a un lugar que le marcaría para toda la vida.

Ahora el miedo a lo desconocido se iba apoderando de su corazón. Durante mucho tiempo conoció y trató con carteristas, ladronzuelos, putas y toda clase de gentuza que de alguna manera se habían convertido en una especie de familia postiza. Con ellos no tenía miedo; era gente inofensiva, algunos graciosos y otros –los más-, gente que sobrevivía como podían en un Madrid implacable. Si alguna vez no tenía para comer, siempre había alguna puta agradecida que sentaba a su mesa al grandullón. Y es que se lo debían, porque en más de una ocasión tuvo que defender a alguna de ellas de las palizas y perversiones de algún cabrón degenerado. Cuando la meretriz tenía que hacer algún servicio a algún cliente de esta ralea, llamaba a Javier y le decía que le esperase en el bar Venecia. El bar tenía una especie de luz roja, al lado de un cartel amarillento y anunciador de una corrida toros de Las Ventas, en el que los diestros Antonio Chenel Antoñete, Sebastián Palomo Linares y el mismo dueño del bar iban a lidiar a seis toros de la ganadería de Victorino Martín. Si dicha luz se encendía, significaba que Javier tenía que acudir a toda leche a poner en su sitio al desviado. Cuando el desgraciado de turno se había envalentonado con la mujer, lo que menos se esperaba es que por allí apareciese un tanque de dimensiones muy serias. Al momento, las voces y los gritos cesaban y el maltratador de putas salía como podía de la habitación, eso sí, pagando previamente el polvo –lo hubiera echado o no-, y además con intereses que el cliente gustosamente abonaba, por si acaso se encontraba, no con una hostia, sino con un par de hostias, una patada en los huevos y sin dientes. Las putas le tenían en gran consideración; le compraban ropa, le invitaban a comer en el Venecia y en muchísimas ocasiones, no sólo le lavaban la ropa, además le dejaban dormir con ellas cuando no tenía ni un duro para pagarse una pensión. Era un círculo vicioso de pobreza, de marginación, de escape, de bares malolientes, pero todo ello en un pequeño mundo donde Javier se sentía seguro.

Comenzaban a escalar General Ricardos y el viejo Cinema España ya hacía rato que lo habían sobrepasado. Alcanzaban Marqués de Vadillo, el menda que, por cierto, mandó construir la Ermita de la Virgen del Puerto, aunque por aquel entonces la llamaban La Melonera.

Javier seguía sumido en sus pensamientos y no podía quitarse de la cabeza al Francés. Cuánto hubiera dado por poder dar marcha atrás en el tiempo y en vez de acojonar al moro, haberle dejado seguir su camino. Nada de lo que sucedió tenía que haber pasado. Nadie hubiera muerto. Javier no hubiera estado a punto de diñarla. No tendría que pasar los años que iba a pasar en el trullo.

Las palmas de las manos se las llevó a los ojos, como si tratara de borrar todo los malos acontecimientos y recuerdos.

-¿Qué has hecho colega? –le preguntó su vecino de enfrente-. Pareces preocupado ¿Nunca has estado en el talego? Creo que no, aunque seas demasiado grande, en realidad pareces un niño. No te preocupes, no pasa na, ya verás como a la vuelta de unos añitos ni te acuerdas de esto. Fíjate en mí; con esta, ya me han encalomao tres veces. Y es que tengo mala suerte, la pasma ya me ha echado el ojo y cuando pasa algo en el barrio siempre me cargan el marrón, y que conste que siempre soy inocente…Bueno alguna vez he trincao alguna carterilla a algún paleto, pero poco más, el caso es que…-el vecino se empezaba a enrollar sin tino.

Ante el panorama del discurso de su compañero de lechera, Javier no pudo por menos que cortar por lo sano.

-Tío, no me des la brasa, bastante tengo con lo mío –cortó Javier.

-Okey makey, no volveré a molestar al señorito ¿El señorito desea alguna cosa más? -el vecino ahora se ponía sarcástico- ¿Le sirvo el coñac y el puro en el saloncito chino? –seguían los sarcasmos.

El vecinito de enfrente empezó a abrir la boca para seguir diciendo gilipolleces a Javier y Javier cada vez se iba encendiendo un poco más. En un momento dado, el cantamañanas, que volvía a la carga de su discurso, se encontró con una cabeza entre sus ojos. El cabezazo con el que se encontró le rompió limpiamente la nariz. Bueno, limpiamente es decir mucho: sangraba más que un guarro en plena matanza. Un picoleto se asomó por la trampilla de seguridad para ver quién había gritado. Vio al delincuente con la hemorragia y le preguntó, sin mucho interés, el motivo de estar en esas condiciones.

-¿Qué te pasa? –pregunta el picoleto.

Antes de que respondiera el “orador”, Javier le echo una mirada mortal.

-Na…nada, señor agente, yo sangro muchas veces por las napias, para mí es normal –respondía nervioso el vecinito, no fuera que le cayera otra hostia.

El guardia miró a Javier y no vio nada sospechoso en él. Su aspecto, aunque grande, parecía pacífico. Finalmente determinó que era verdad lo que le pasaba al futuro preso. Cerró la trampilla y dio por concluido el asunto. El resto de los presos sabían de sobra el código del trullo y tenían asumido que no era buena cosa ser un bocas y menos, con el pedazo de humanidad que tenían delante.

La furgoneta seguía avanzando y ya estaba entrando en los límites del barrio de Carabanchel; había abandonado General Ricardos y se disponía a enfilar la avenida de Los Poblados. Quedaba muy poco para hacer parada y fonda…