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miércoles, 18 de diciembre de 2013

MI PADRE Y MI PRESENTE



Todo lo que nos sucedió en el pasado, tiene su reflejo en el presente. No es una casualidad. Unos lo pueden llamar destino, otros lo llamarán azar o suerte, es igual... la vida es una sucesión de hechos que te conducen a un presente, con la mala leche que si en el pasado no hiciste lo que tenías que hacer, tarde o temprano tendrás que terminar lo inacabado.

Recuerdo que mi infancia era placentera y casi determinada para conseguir cualquier cosa que hubiera querido mi padre. Él tenía los medios y la voluntad. Su pasión eran sus hijos, por ellos lo daba todo, lo dio todo. Todo el tiempo que pudo, todo el tiempo que le permitió la vida.

Me es casi imposible enumerar la cantidad de momentos, de paseos, de lágrimas que pude vivir con él. Me acuerdo sobre todo de los domingos por la mañana, cuando atravesábamos el Manzanares y paseábamos por la ribera. Recuerdo cómo me apretaba fuertemente mi mano. Recuerdo su calor. Recuerdo que me contaba cosas, pero no recuerdo qué cosas eran. Recuerdo su cara de felicidad cuando nos veía abrir los regalos del día de Reyes.

Eran los años sesenta. El turismo se afianzaba en España. Los españoles compraban "seiscientos". Nosotros teníamos un "seiscientos". En el seiscientos cabía toda una familia, aunque el motor se recalentara cada dos por tres. Los viajes eternos. Los viajes llenos de canciones. En esos años yo no oía a los mayores hablar de crisis, sólo de estrecheces.

Mi padre era una mezcla de severidad y ternura. No permitía suspensos y si suspendías mas valía que tuvieras una buena excusa: no había excusas. Ahora le recuerdo y entiendo su afán porque nos formáramos, porque consiguiésemos ser "algo" en la vida. Pero la vida no le dejó ver nuestras vidas. Ni nosotros sabríamos nunca hasta dónde hubiéramos podido llegar.
 

Era contable, de los de "antes". Muchas veces me llevaba a la oficina y le veía cómo y a qué velocidad hacía operaciones matemáticas. Me hipnotizaba el murmullo incomprensible que iba al ritmo del lápiz: sumas kilométricas, donde tenía que "llevarse" treinta, cuarenta, cincuenta. Divisiones con dividendos, divisores, cocientes y restos de dimensiones colosales. Reglas de tres, reglas de meras, libros contables con números preciosos, con hojas limpias, con caligrafía bellísima. Y él quería inculcarnos esa perfección.

El 30 de noviembre de 1970 se acabó todo. En la confluencia de la avenida de Oporto con la avenida de Abrantes se interpuso la muerte. En ese maldito "seiscientos" íbamos mi madre, mi padre y yo. De pronto un fogonazo de luz me deslumbró y un sonido metálico atronó en mi cabeza. Mi madre no se movía, un hilo de sangre se deslizaba por su cara. Mi padre no tenía ninguna herida visible, eran las heridas invisibles las que fueron mortales. Milagrosamente, yo no tuve ni un sólo rasguño (aunque seguramente alguien en estos momentos se alegraría de que no hubiera salido vivo). Mi único afán en esos momentos era "despertar" a mis padres, pero no abrían los ojos, no decían nada, sólo sonaba el silencio de la puta muerte.

Llegó la ruina a la familia. Con doce años me puse a trabajar, ya no había lugar para estudiar, sólo para traer dinero a casa. Y ahora sí, ahora vino la crisis del petróleo: sin estudios, sin trabajo, sin futuro.

La vida es muy extraña: la muerte de mi padre me llevó a un destino inimaginable. En 1976 ingresé en la marina. Harto de dar bandazos, decidí que una buena opción para estudiar una profesión era alistarme de alumno. También podía ganar dinero. Era perfecto, a la fuerza tenía que ser perfecto.

En 1977 llegué a Vigo, a la Etea. Por fin pude reiniciar lo que un día tuve que abandonar. Tenía diecisiete años y los estudios llenaron mi vida. Vigo llenó mi vida, y todavía tendría que llenarla más.

Embarqué un año y volví a la escuela. Más estudios, más compañeros, más disciplina y un poco más de todo. Pero era feliz, de perder toda esperanza sobre mi vida y mi futuro, pasé a tener, aunque fuera inocentemente, un resquicio de luz.

Y ahora viene la paradoja: la muerte de mi padre sirvió para que conociera al amor de mi vida, de toda mi vida.

Eran las vacaciones de Semana Santa del 79. El expreso "Rías Baixas". Departamento de primera clase. Destino Madrid. Toda una noche de viaje por delante. Cuatro pasajeros: un hombre de mediana edad, un chico de unos once o doce años, una chica de quince y yo. La chica y yo quedamos enfrente, nos miramos y apenas hablamos al principio. Pero empezamos a hablar; el chico de lo que le gustaban los coches (sobre todo, grandes) y nosotros hablamos de todo; de nuestra vida, de nuestros padres, de lo que hacíamos y de lo que no hacíamos... Poco a poco algo fue prendiendo en nuestro corazón. La conversación fluía sin necesidad de buscar un tema, hablábamos de todo y hablamos de sentimientos, de nuestro interior, de nuestros miedos y de nuestras ilusiones.

Si al principio del viaje estábamos uno enfrente del otro, a la mitad del mismo ya íbamos uno al lado del otro. Y un poco más tarde nuestros dedos se entrelazaron. Y un poco más tarde nos dijimos todas las palabras de amor de las que éramos capaces de pronunciar. Fue mi primer amor, el que marcó toda mi vida.

La mañana nos trajo Madrid, y también trajo nuestra primera despedida. En ese momento no sabíamos si nos volveríamos a ver de nuevo, pero otra vez el destino insistió con nuestras vidas: días más tarde nos encontramos en una parada de bus, en Pontevedra. El corazón dio un vuelco y esas "mariposas en el estómago" de las que tanto se habla, ese día se volvieron locas, como kamikazes enamoradas.

A la primera despedida le sucedió otra, sin despedida, sin explicación. O la explicación era nuestra puta juventud. Y vino el primer dolor. Un dolor inexplicable que te envuelve y del que no hay remedio para mitigarlo.

Pasó el tiempo, pero no el dolor. Buscaba una pequeña explicación, algo que me hiciera comprender el porqué de esta separación. Ya me había marchado de la marina y me quedé en Vigo. Y sólo quería encontrarla. Sin trabajo, sin dinero y pasando un hambre de mil demonios, deambulaba por su calle: esperaba que algún día apareciera. Todas las noches el mismo recorrido, todas las noches la misma cuesta, todas las noches el mismo frío...pero nunca más la volví a ver. Decidí que ya era hora de acabar con todo. Un día, frente a la ría de Vigo, en un coche y armado con un paquete lleno de muerte cerré los ojos y dormí.

Cuando desperté, estaba en el servicio de urgencias. Un dueño del coche insistía en despertarme, pero no pudo. Sólo acertó a llevarme al hospital.

Volví a Madrid derrotado. Vigo me había derrotado. El amor me había derrotado. Y sólo veía ruina a mi alrededor, la mía.

Dicen que el tiempo cura las heridas, pero es mentira, las heridas del corazón nunca se cierran. Pasó el tiempo y una llamada de teléfono revolucionó el mundo, mi mundo. Era ella, estaba hablando con ella. No podía creerlo, de pronto la memoria y los sentimientos se aceleraron  en mi interior. Lo que hoy era oscuro se había vuelto blanco. Verla de nuevo en 1983, fue una de las mayores alegrías de mi vida. Y volvimos a reencontrarnos, volvimos a nosotros mismos, volvimos a vivir el amor como nadie puede imaginarse ni tan siquiera una mínima parte. Seguíamos siendo jóvenes, éramos fuertes, teníamos todo lo que hubiéramos querido soñar... pero quizá también teníamos miedo.

Un accidente gravísimo ocurrió en 1985. Su hermano me llamó por teléfono y creí en ese mismo instante que me moría. No podía ser, no me lo creía. No estaba preparado para este golpe. La mujer a la que amaba estaba en un hospital de León. Llegué de madrugada a su lado y sólo me dejaron verla escasamente 10 minutos. Le salía un tubo por el pecho, una pierna rota y no sé qué más...me hubiera gustado decirle en ese momento que no se preocupara, que estaba a su lado, que saldríamos adelante, que la amaba como no se puede amar más. Pero no se lo pude decir...

En nuestra última separación, la peor, la más dolorosa, nos perdimos. Nuestros ojos se hablaron de forma equivocada. Interpretamos palabras que en realidad no nos dijimos, porque supongo, que en realidad no queríamos decirnos adiós.
 
Años más tarde supe que me llamó muchas veces y supe también que me ocultaron sus llamadas. Hoy, mi madre no tiene flores en su tumba.
 
Hoy sigue mi corazón con las mismas heridas del pasado. Hoy sigo esperando a que el destino me reparta otras cartas. Aunque bien mirado, el destino soy yo. La lucha no ha acabado, por amor hay que luchar hasta la muerte, no se trata de luchar contra otros, sino de luchar contra nosotros mismos
. Y esto es amor.




jueves, 12 de diciembre de 2013

EMPATÍA DOMINGUERA


Ha llegado el fin de semana. ¡Por fin! La gente se dispone a disfrutar de unas cuantas horas libres, después de una, quizá, agotadora semana de trabajo -para el "privilegiado" que lo tenga-. Planes: alguna cena con los amigos, alguna barbacoa, alguna siesta, algún "no me muevo del sofá", alguna reunión con los colegas, algún "me voy de caza", algún "me voy a jugar un partido", algún "voy a echar una partidita al mus", algún "me voy de pesca"...     
 
Todos los fines semana igual. Pero los fines de semana... ¿Para quién, para él, para ella?
 
Los hombres debemos reconocer que toda la vida hemos sido unos privilegiados, no hemos hecho ni las malas en la casa, no hemos movido un dedo por echar una mano en las tareas del hogar. Ni lo hemos hecho, ni lo hacemos. Es más, hay incluso una raza de hombres que son unos negados hasta para coger un destornillador y hacer una mínima reparación casera a nivel de parvulario. Quizás es porque son "intelectuales de salón" o "progres renuentes a trabajar con las manos" o ni siquiera eso. Cualquier cosa antes que coger un trapo y limpiar el polvo o echar una lavadora.
 
¿Para qué? Si ya tengo a mi pareja que lo hace. Por supuesto, no lo expresan así, pero lo viven así. La justificación siempre es la misma: "así me educaron mis padres, aunque trato de cambiar". ¿De cambiar? ¡Ja! A lo más que llegamos es a dar la vuelta a las pancetas, costillas, chorizos y butifarras que tenemos en la barbacoa. En eso consiste nuestra empatía doméstica. Y para de contar. Eso sí, el polvo -no el que hay que limpiar en la casa- del sabadete no lo perdono.
 
 Pero todavía hay algo más acojonante o alucinante: ¿Qué pasa cuando trabaja el matrimonio fuera de casa? Pues eso, que las cosas siguen sin cambiar. Lo que ocurre es que en este caso es más, si cabe, desesperante -me atrevería a decir humillante- para la mujer. Porque en este caso, y esto en esta sociedad es lo más normal, la mujer tiene que asumir y sufrir dos roles: trabajadora fuera de casa y trabajadora dentro de casa. ¿Y el marido? y el marido ni está, ni se le espera. Porque hay que reconocer que nuestro cerebro no ha asumido el cambio bioquímico que hace interiorizar, sin ni siquiera tenerlo que pensar, que la vida en común no son sólo besos, abrazos y polvos más o menos afortunados. Nosotros no estamos todavía preparados para esto. En esto todavía no nos han sacado de Atapuerca.
 
Creo que hay algo peor que todo esto. Es cuando reconocemos la valía de nuestra pareja, pero somos incapaces de cambiar. Porque en el fondo NO QUEREMOS CAMBIAR. Es tan cómodo ir al armario y coger una camisa extraordinariamente bien planchada, es tan agradable ir a la ducha y no encontrarte un pelo de dudoso rizo, es tan placentero tener la comida preparada, es tanto el placer que produce sentarnos en el sofá y observar que todo está reluciente... Claro, cómo vamos a cambiar.
 
Se nos llena la boca de tantas buenas palabras, de lo majo que dicen que somos, de la simpatía que irradiamos, que en el fondo pensamos que lo estamos haciendo de puta madre. Ése es el problema: nuestra revolución cultural interna no ha permeabilizado en nuestras ideas y por consiguiente, en nuestros hechos. Decimos que mujeres y hombres somos iguales, pero somos tan sumamente desgraciados y aprovechados que enseguida cambiamos de conversación. A otra cosa. Decimos que no somos machistas, pero lo somos. Somos incluso más machistas que nuestros padres, porque ellos vivieron una época que precisamente enseñaba a ser machista, por las buenas o por las malas. Ahora ya no tenemos disculpa, ahora no.
 
Mientras tanto, yo aconsejaría y animaría a las mujeres a hacer una revolución doméstico-sexual: a partir de ahora que se planchen ellos las camisas. Que se queden ellos limpiando en casa. Que cocinen ellos. Y que si quieren follar-hacer el amor-echar un polvo, que espabilen o lo más excitante, sexualmente hablando que van a tener, son sus cinco deditos juguetones "en busca del arca perdida", perdón, quería decir en busca del polvo perdido.

Nos quedan muchísimos años  para empezar a asumir la responsabilidad que nos toca en el ámbito doméstico. No se trata de pensar mucho en lo que tengo que hacer, sino en que tengo que empezar a hacerlo ya, en este mismo momento. Y además, en transmitir este valor a mis hijos. De lo contrario, no tendremos a nuestra pareja a nuestro lado, sino en otra vida en la que piensa que todos los momentos de ausencia, han sido en realidad momentos de servicio pseudomedievales para el señor, perdón, quería decir para el cabronazo explotador del castillo.
 
Esto no es feminismo, esto es ponerse en lugar de la pareja. A esto lo llaman empatía.    

miércoles, 13 de noviembre de 2013

VIAJE A ÍTACA




     Alguna vez avisté la costa de Ítaca (casi la toqué con los dedos), y os puedo asegurar que querer adelantar el regreso es lo más terrible que le puede suceder a una persona. Pero cuando tu viaje te ha ennegrecido el alma, cuando crees que el amor te ha olvidado, cuando en tu viaje no has visitado ni una ciudad de Egipto, ni has comprado los perfumes que debías comprar y sólo has tenido la compañía de cíclopes y de Poseidón, el viaje se torna en amargo, lleno de marejadas y malos vientos.
 
 
      Cuando emprendí el viaje, que en principio era una hermosa aventura, no sabía nada de los cielos grises que amenazan los corazones, como si éstos pudieran influir en el camino. Nada más alejado de la verdad: la verdad es que cada una de la inclemencias del cielo perturban la paz de la travesía y del alma.

     Así, cuando recalas en un puerto maravilloso y hallas la felicidad y el amor infinito, sólo deseas realizar el viaje interminable junto al amor de tu vida.

     Hubiéramos podido tocar el coral, ver irisar la madreperla, oler los aromas más excitantes, recalar en Fenicia y admirar el arte de las vidas. Pero hay muchos caminos para llegar a Ítacas y decidimos recorrerlo por separado; supiste realizar el viaje y te despojaste de tu Poseidón, pero no era yo, era nuestra juventud. Tu barco entonces prosiguió el viaje, creyendo que los cielos siempre serían azules.

     El viaje era sencillo, libre de obstáculos, pero quizás demasiado rápido. No habías podido disfrutar en plenitud de los aires de las nuevas ciudades, el alma estaba en paz, pero la memoria se obstinaba en recordarte el aroma imposible que dejaste atrás. Y el viento, que es más rápido que la nave, te recuerda que estás haciendo un viaje incompleto. Suerte. Tienes que volver. Y vuelves. Como si a Homero no le hubiera gustado la estela de tu barco y tuvieras que reescribir otro viaje. Una suerte de realidad paralela.

     Poseidón, vengativo, te engaña y te hace creer que lo tenías todo. Y nada. El alma te avisa de una manera tan sutil, que a veces se confunde de alma, y de puerto, y de mar, y de miradas...

     Viras la nave suavemente porque el viento al pasar entre las rocas recita poemas de poetas antiguos y descubres en ellos otra manera de hacer el viaje.

     Porque el viaje, aunque era importante, no dejaba detenerte por mucho tiempo en algún puerto.
 
   
     Y yo estaba en un puerto con un navío y sin mar. Harto de caminos y sendas. De voluptuosidades baratas y de mañanas caras. Y en cada pecho reconocía el tuyo, en cada mirada veía tus ojos, concadacintura que se aproximaba a la mía, tu cintura me quemaba en el recuerdo. Cada cada copa derramadaen mis entrañas me alejaba de mi mar. Cada beso que no depositaba en tus labios, se perdía en la oscuridad de mi alma. Y la rabia, la condena, la oscuridad me aproximaban a Ítaca.
 
     Cuando Zeus nos separó, creyó haber reparado los errores del pasado: todo en su sitio; son distintos, son iguales, son. En realidad, son.
 
     Largo amarras, izo velas y me sitúo a barlovento. Vientos suaves, entremezclando el aroma nunca olvidado y en pos del viaje perfecto. El pelo encanecido, pero rebelde. Un último aliento para respirar la libertad escondida. Quizá escondida en Fenicia, quizás escondida en la conexión interrumpida de mis axones. No encadenas tu cuerpo, encadenas la idea de ti mismo a la percepción del fracaso de los fracasos. Y te dejas hacer porque no hay nadie que te manumite: pierdes, ganas y vuelves a perder.
 
     Pesa esta cadena y confías en que se disuelva con la espuma de mar de la roda de tu nave. Camino que haces con la esperanza de una tregua que te dé la vida. En el horizonte se dibuja la silueta de Kavafis, acompañado de listrigones, cíclopes y Poseidón. Y una pluma que te ponga en tu sitio y una espada que descabece el olvido.
 
     Ahora sí, ahora quieres que el viaje sea largo, pero no para ti, sino para anular la maldición de Zeus. Se dibuja una sonrisa en las almas; no temen, no lloran, no hay nostalgia, no hay pasado... Zeus está vencido.
 
     No más luchas interiores, no más tiempo malgastado, no más gente dubitativa, no más mediocridad, no más rebaño, no más sangre, no más sensatez, no más Ítacas. En realidad, odio a Ítaca porque es el fin de los sueños.
 
   







miércoles, 2 de octubre de 2013

CARTA A MI HIJA




     Hace ya una semana que te marchaste. Parece una eternidad y, sin embargo, son sólo siete días, ciento sesenta y ocho horas, diez mil ochenta minutos...   
 
     Vuelvo la vista atrás y te veo todavía jugando con tus amigas en la calle. Recuerdo el calor de tu manita apretando la mía. Los pequeños sustos que me daba tu hombro, tus labios manchados de Nesquik, tus triciclos, tus muñecas y recuerdo todo el universo que giraba alrededor de ti. Porque en realidad eras y eres todo.
 
     Recuerdo la primera vez que nos separamos para que fueras a la universidad y pensé que este hecho sería el prólogo lógico de tu vida. Y recuerdo cómo hace unos días te ayudaba  con la maleta para que no tuvieras problemas en el aeropuerto. Una maleta donde guardaste no sólo tu ropa, sino una nueva ilusión por descubrir un mundo nuevo.
 
     Al igual que yo un día muy lejano me marché de casa, hoy te ha tocado a ti. Hay ciertas diferencias, pero básicamente el hecho es el mismo: buscarse la vida.
 
     Te has ido no sólo con una maleta y un poco de ropa, además te has ido con la juventud necesaria y los conocimientos más que suficientes para abrirte camino en un país extranjero, con una lengua conocida pero extraña, con personas que no has visto en la vida y con un horizonte brillante si lo sabes aprovechar.
 
     Desgraciadamente este país de mierda no te ha dado una oportunidad -como a otros muchos jóvenes en tu misma situación-, vas a tener que hacer lo que ya hicieron en los años sesenta tantas personas que estaban sumidas en una miseria estructural. La única diferencia es que en esos años, la mayoría de los emigrantes apenas tenían estudios y en estos tiempos la gente que estamos echando, en su gran mayoría sí los tienen.
 
     Todo el talento de nuestros hijos lo vamos a exportar, todos los esfuerzos que hicimos para que fuerais personas formadas lo van a recibir otros. Otros países van a disfrutar del capital humano que no hemos sabido o podido retener aquí.
 
 
    Sí hija, eres española y ahora no estoy muy seguro si cuando te pregunten tu nacionalidad por ahí debas responder que naciste en España. Ni siquiera te salvaría decir que eres catalana, que se tienen por muy distintos a resto de los españoles, aunque son más parecidos de lo que ellos creen, sobre todo por la corrupción, la mentira, la incompetencia y por sus políticos vomitivos.
 
     Bueno, no me hagas mucho caso, quizá estoy un poco enfadado conmigo mismo por no poder retenerte, por ver cómo te tienes que ganar la vida en tu nuevo país. Porque no lo dudes: acabas de adoptar una nueva nacionalidad. Tu pasaporte seguirá diciendo que eres española, pero en el fondo ya eres de otro sitio.
 
     Y puede que a lo mejor cuando conozcas a otros españoles en tu misma situación: vascos, gallegos, andaluces, catalanes... todos vosotros os deis cuenta en la distancia de que lo que os separa en realidad no es nada, que los políticos en su esfuerzo por tratar de diferenciar y de marcar la diferencia con respecto a otras regiones, lo que han conseguido no es fragmentar un país, sino quebrar una convivencia que ha costado mucha sangre. Cuando veas que te entiendes perfectamente con un gallego, un catalán, un vasco o un inglés, es cuando te darás cuenta de lo insignificantes que son nuestros políticos. Cuando comprendáis lo que han hecho con vosotros, es cuando quizá las cosas cambien en este país.
 
     Mientras tanto, te echo de menos, me siento un poco más vacío y un poco más solo, y no veo llegar el momento para poder hablar contigo. Por saber de ti, por saber si estás comiendo bien, por saber si terminas la jornada extenuada y por si descansas. Por saber cómo te desenvuelves en tu nueva vida. Pero no me hagas caso, a todos los padres nos tiene que pasar algo parecido y lo que más siento ahora es no haber aprovechado todos los momentos en los cuales estabas aquí.
 
     Creo que nunca te he dado muchos consejos, pero hoy quisiera, si me lo permites, darte alguno desde el fondo de mi corazón, algo que lleves siempre contigo y que te sirva para afrontar no sólo tu nueva vida, sino toda tu vida.
 
     Lo primero es que seas responsable y honrada en tu nuevo trabajo. Que nunca te desanimes por tropezar en la vida. Que seas sensata, pero sin llegar al aburrimiento. Que seas valiente -ya lo eres desde el momento que dejaste este país- para afrontar cualquier reto que te propongas y que si te enamoras, lo hagas hasta sus últimas consecuencias. Pero sobre todo, que sigas siendo tú misma.
 
     Por último me gustaría decirte que una posición ganada no te asegura un futuro. Que lo que hoy es perfecto mañana puede convertirse en humo. Que la rutina es un arma de destrucción masiva para nosotros mismos y para los demás. Que sorprender es mejor a que te sorprendan. Que regalar es mejor que recibir. Que no esperes las palabras mágicas: adelántate y dilas tú primero. Pero sobre todo no te rindas nunca, porque lo mejor de la vida está por venir.
 
     Tú y otras muchas personas como tú cambiaréis el mundo, necesitamos que nos lo cambiéis, porque de lo contrario los que aquí se han quedado lo saquearán tarde o temprano.
 
     Un beso de papá.
 
   

miércoles, 25 de septiembre de 2013

ESPAÑA



     La candidatura a los JJ.OO. para 2020 no ha prosperado. Toda España (¿?) se ha sentido
decepcionada, bueno, toda no; un grupo de irreductibles soplagaitas independentistas catalanes (y catalanas, esto lo pongo así porque gusta a más de uno y una) han brindado con champán, perdón quería decir cava, por la eliminación de Madrid. Incluso yo, casi me alegro de que no haya prosperado la candidatura madrileña. Es más, incluso un buen número de españoles han respirado aliviados de que el final de la fiesta haya sido este. Pero también es cierto que otro buen número de españoles se han sentido defraudados con este resultado: y es que, a lo mejor, España necesitaba recuperar un poco de alegría ante la vergonzante crisis que nos han creado (y que también hemos creado).
 
     Lo peor es la interiorización de la desesperanza, la concienciación pesimista (por razonable) de un futuro sin futuro (o muy recortado). Hace días escuché a un economista que nos advertía: "Los años que van desde 2000 a 2006 olvídense de que han existido, simplemente piensen que ha sido un bonito sueño".
 
     "A perro flaco todo se le vuelven pulgas". No me gustan mucho los refranes, mejor dicho, no me gustan nada, pero en este caso, España es ese perro flaco: España, como el perro, era un saco de huesos, que a la primera de cambio, en cuanto tuvo un plato rebosante de desperdicios que echarse a la boca, no tuvo otro remedio que vomitar todo lo que se había zampado. Es como en "Cañas y barro": Sangonera, vagabundo y borracho, muere de un empacho de tres pares de cojones.
 
     Sólo Ana Botella nos ha propiciado unas cuantas risas a cuenta del "relaxing café con leche". Somos imbéciles, o tontos, o gilipollas, o todo a la vez. Nos ha hecho gracia, pero no nos acordamos de que la mayoría de los españoles, incluyendo a los catalanes, no tenemos ni puta idea de inglés (ni de francés, ni de italiano...) y que si se da la catastrófica casualidad de que un turista nos pregunta por la Puerta del Sol o por la Sagrada Familia, lo único que sabemos hacer es dar voces y despistar más a dicho turista, eso sí, criticaremos, como sólo sabemos criticar los españoles, las pintas que me llevaba el guiri.
 
     España es esto y más. Somos una nación mil veces invadida y hemos sido mil veces invasores. Sabemos lo que es llevar cadenas y lo que es ponérselas a otros. A los españoles cuando nacen, en vez de un kit de recién nacidos (que no sé si con esto de la crisis los seguirán dando), nos tenían que dar un libro de historia universal (y alguno más) y cada vez que algún salvapatrias nos quisiera engañar con un compendio de victimismos, falacias, falsos héroes, falsos territorios históricos, falsos argumentos económico-fiscales y todo aquello que nos entra por donde amargan los pepinos, tendríamos que liarnos a hostia limpia hasta hacer comprender al "prenda" (que suele coincidir con la figura de un político) de que ya está bien de tomarnos por imbéciles.
 
     Estamos sumidos no sólo en una crisis económica, nuestra crisis es más profunda que la simplemente económica: es una crisis constantemente política, es una crisis de nacionalidad, es una crisis cultural y es, finalmente, una crisis de identidad. Tenemos inoculado en nuestro ADN el guerracivilismo y el odio hacia quien no piensa como nosotros. Por eso triunfa una cadena humana en Cataluña y puede triunfar en el País Vasco, en Extremadura y hasta en Dos Hermanas. Incluso
podríamos llegar a la paradoja de que el único estado europeo dentro de la Península Ibérica fuera Madrid, con el logotipo del Mahou por bandera. Cadenas, siempre las cadenas, pero ahora nos las dejamos poner. Es curioso. Y si no son cadenas, son banderas, el caso es arrancar el sentimiento nacionalista para odiar y erradicar todo lo que supuestamente es el origen del mal (Hitler VS judíos).
 
     Soy sincero, me importan tres cojones la independencia de Cataluña, su dictadura lingüística, sus políticos corruptos y millonarios, las mentiras que utilizan para medrar y para manipular la economía y a las personas y de que quieran que me sienta culpable por ser español. Soy sincero, me importan tres cojones las personas que piensan que lo español es lo mejor y lo del otro es basura.
 
     Vivimos en un gran país, pero a la vez vivimos en un país de mierda. Y esto es así porque la confluencia histórica de todas las culturas que han pasado por aquí se empeñaron en hacernos mano de obra barata e indocumentada, que interesaba que no supiéramos hacer la "o" con un canuto. Se empeñaron en que en este país se temiera más a una sotana que a una espada. Han procurado que nuestro vecino odie a nuestro vecino. Nos han inculcado que lo importante son las "30 monedas" y no lo que significaban. Podemos vanagloriarnos de toda la cultura que nos han dejado, pero no hemos comprendido esa cultura. Ni siquiera sabemos protegerla para que los planes de estudios evolucionen al ritmo del desarrollo del conocimiento, sino al ritmo político de las legislaturas. Por eso se pide la independencia en Cataluña y en Valladolid, por eso estamos en crisis, por eso tenemos los políticos que tenemos, por eso existe la corrupción estructural... por eso estamos y somos de  un país al que se tiene que poner en cuarentena.

     Aunque parezca que la crisis y la independencia sean dos cosas diferentes, lo cierto es que las dos están relacionadas. Si hace unos años no se pedía con la vehemencia que se pide ahora la independencia, no era más que porque el territorio que pretende separarse no cumplía con todos los requisitos necesarios para armar el entramado completo de una nación: tenían una lengua, una historia manipulada, una conciencia política de nación y las tradiciones singulares, es decir, existía un hecho diferencial (como en cualquier región española), pero les faltaba la disculpa económica del supuesto saqueo fiscal (pagamos al opresor más de lo que recibimos). Y la crisis les vino a los políticos como anillo al dedo: el estado centralista no sabe manejar una crisis (lo que casi es cierto) en la que si nosotros tuviéramos los recursos económicos que generamos (lo que no es cierto) hace tiempo estaríamos en una situación de crecimiento económico (aquí sólo cabe aguantarse la risa). Pero entonces hay que preguntarse si en una comunidad autónoma donde desde tiempo inmemorial no se ha perseguido a nadie por hacer uso de su propia lengua, donde las mejores obras de la literatura se dieron en los tiempos de Franco (¿a que parece mentira?), donde se impulsó la industria como no se ha hecho en ningún otro sitio de España, donde existen costumbres gemelas con otros territorios, ¿por qué quieren independizarse con esa prisa y urgencia? Porque el rédito político se acaba. Porque se acaba la confianza. Porque cada día suena un nuevo escándalo, mientras que al pueblo se le recorta y se le roba las cuatro migajas (si es que tiene la suerte de tenerlas) que se echa a la boca.

     España siempre se me representa con el "Duelo a garrotazos" de Goya. Como si este país hubiera estado enfrentado secularmente por la confrontación cainita de los "unos y los otros". Siempre dos bandos. Y es mentira, pero es muy rentable políticamente hablando. Izquierdas y derechas. También es mentira porque ya no existen. Ahora lo que hay son corporaciones, bancos, multinacionales que desde la sombra y en la comodidad del anonimato dirigen países, naciones, estados, gobiernos, jueces, presidentes y reyes. Los partidos políticos son garabatos de diseño y sus integrantes, en su gran mayoría, personajillos sin ninguna talla política comparable a la de otros dirigentes.

     Y nos tenemos que callar, porque hemos sido nosotros los que los hemos elegido. Y hemos elegido escoria, sinvergüenzas, gentuza sin escrúpulos. O a lo mejor no nos tenemos que callar, simplemente lo que tenemos que hacer es echarlos a patadas.

     Hemos necesitado una crisis para despertar del atontamiento que teníamos encima: ahora nos damos cuenta de lo que es España, de cómo son nuestros políticos, cómo todas las instituciones están copadas por ineptos e inútiles medrosos de los principales partidos, de cómo manipulan a nuestros hijos con planes de estudios para borregos y de cómo salen borregos.

     A veces pienso que he tenido mucha suerte de ser español, pero otras pienso que para esto que estamos viviendo, lo mejor sería que hubiera nacido en la tribu de los Sioux. Por lo menos no me echaría ningún catalán en cara de que soy un saqueador. O a lo mejor sí...







 
 
    

viernes, 13 de septiembre de 2013

VIGO, AYER Y HOY

         ¿Cómo describir una de las ciudades, probablemente, más bellas del mundo? ¿Cómo explicar el amor más bello del mundo? ¿Cómo explicar el sufrimiento que has vivido allí? Puede parecer una contradicción, pero no lo es: lo mejor y lo peor lo he vivido allí; lo peor es la pérdida, lo mejor es el hallazgo.

         Y entre pérdidas y hallazgos vives la vida que tú has elegido, porque en realidad no hay destino ni nada a lo que puedas echar la culpa cuando las cosas no salen todo lo razonablemente bien que tú hubieras querido. Sencillamente, tus decisiones y la coyuntura del momento te empujan por un camino que no siempre es el mejor.

         Claro que esto es fácil decirlo ahora, cuando tu perspectiva por la retaguardia se ha ampliado y la de la vanguardia se empieza a estrechar. Lo cierto es que daría cualquier cosa por tener la juventud que tuve en Vigo, -mi Vigo- con parte de la experiencia que tengo ahora -tampoco toda-.
 
 
         Debería empezar por la llegada a Vigo, en concreto a la ETEA, pero eso ya lo he hecho en alguna ocasión (ver post "La ETEA, Vigo y Galicia")  y además los compañeros han añadido sus propias experiencias, con lo que las circunstancias de todos ya han quedado suficientemente explicadas de cómo fueron nuestros inicios en esa ciudad. Sin embargo, creo que subyace un sentimiento más profundo en nuestro paso por Vigo. No todo era estudiar: además vivíamos una vida al margen de la escuela. Creo que no me equivoco si digo que muchos encontramos el amor allí, y que también muchos lo perdimos...

        Muchos llegamos con dieciséis años ¡dieciséis años! Niños. La palabra democracia, en el mejor de los casos, nos sonaba a cosas de viejos griegos, en otros a subversión masónica. El No-Do daba sus últimas noticias aunque fueran en color. Nacía una revista política llamada Diario 16, que estaba prohibida en la escuela -a mí me la requisaron dos veces-. Nacían revistas eróticas como las gallinas ponen huevos. Marisol enseñaba sus pechos en Interviú. Todavía existían pantalones con campana. Todavía resonaba en nuestros oídos el atentado de Carrero Blanco. Todavía resonaba en nuestros oídos los ecos de una España vacía de contenido, una España que estaba descolgada del resto del mundo, por mucho Plan Marshall que se empeñara en modernizarnos. Todavía sin darnos tiempo para recuperarnos de la visión de bikinis, se nos abre el panorama del top-less. Una España fría. Con una crisis, la del petróleo, que no terminaba nunca. Con mucho paro y pocas expectativas de futuro (los españoles somos un crack con esto de las crisis económicas). Pita da Veiga estaba a punto de cogerse un cabreo monumental por la legalización del PCE. La UMD hablaba por lo bajini. Apenas se inauguraban pantanos. Un señor bien parecido y admirado por señoras con collar de perlas y asiduas de las tiendas de Serrano, empezaba a resonar liderando la UCD. Gracias a Dios no existían tertulianos contaminantes con nómina en partidos políticos. Tampoco sabíamos nada sobre la corrupción, aunque creo que en aquella época estaba permitida y no denunciada, bajo pena de aplicación de la ley de "vagos y maleantes". Gibraltar español, pero creo que ya no volverá a ser español. En Cataluña todavía no se había pedido la independencia, pero será independiente. Aunque no lo será porque caerán misiles áureos que impedirán una verbena de sangre como en Yugoslavia. El Estado y la Generalitat impedirán que nadie se ponga  una sola tirita, aunque esté decorada con la estelada (customizada o sin customizar). Nuestros submarinos se hunden sin necesidad de que les torpedeen. Una escuela que fue un ejemplo para la formación profesional, se cierra y se deja caer a pedazos porque los políticos no saben gestionar un entorno privilegiado para generaciones futuras. Aunque las generaciones futuras emigran y dejan a esta España de los cojones, en un cuadro esperpéntico de políticos tramposos con buchaca amplia. La regiones ya no son regiones, son comunidades autónomas. A Galicia de momento le va bien con sus meigas, que haberla hailas.
 
          Nunca terminaría de enumerar las "cosillas" de nuestra España. A España le quedan un par de hervores -a nuestros políticos les quedan tres y un poco de vergüenza torera-. Y cultura, y ganas de servir al pueblo que les ha votado, y voluntad para arreglar lo que no merece un rédito electoral. No nos engañemos, España con sus pinchos, playas, turismo y la sombra permanente del "Lazarillo de Tormes", no es más que un país a medio hacer. Y entonces llegamos nosotros a Vigo con un petate, apenas unas monedas, algunos con mucho miedo y otros con la ilusión de comenzar una nueva vida.

        Estoy seguro de que esta página de la cual formamos parte, es un clavo ardiendo al que nos queremos aferrar, al que nos aferramos, para tener presente un período de nuestra vida que nunca podremos olvidar. Lo mejor, lo peor, la anécdota, el desengaño, el olvido, la lucha, la soledad, el compañerismo, el honor -sí, el honor-. Cosas que algunos echamos en falta ahora. En la era de las telecomunicaciones, no podemos hablar de nuestras batallitas porque nos tomarían por tipos caducos o románticos que se niegan a dejar atrás un pasado que nunca volverá. Probablemente sea difícil explicar a alguien que no ha pasado por nuestras circunstancias, lo que ha significado Vigo y la ETEA para nuestras vidas.
 
      ¿Qué significó para mí Vigo y la ETEA? Significó el comienzo de una nueva vida donde encontré el amor y donde lo perdí. Encontré amigos, compañeros, cabrones e hijos de puta. Pero sobre todo me encontré a mí mismo. Entendí la vida -estuviera equivocado o no- y aún hoy los sentimientos que se despertaron en esa ciudad siguen vivos. El amor y la amistad son los sentimientos más importantes con los que una persona puede vivir. Por eso es muy fácil entender a un buen militar: cuando interiorizas esos sentimientos, entiendes de una forma plena lo que es el verdadero patriotismo, lo que es formar parte de un espacio geográfico, que con todos sus defectos y todos los políticos de mierda que se empeñan en jodernos la vida. Nada tiene que ver con el odio artificial que tratan de inocular a los ciudadanos mediante victimismos, falsos saqueos y kechup que pretenden convertir en una sangre, que por contra, sí han derramado verdaderos patriotas, que defendieron el verdadero amor y amistad.
 
       Ya no soy militar, cambié de vida por amor, creo que es la única justificación posible para dar un vuelco tan trascendental en tu vida. Lo malo, es que perdí a mi amor y perdí mi vocación. No todo es malo, a veces ocurren milagros y lo que has buscado durante toda tu vida, lo encuentras. Ahora no sé qué pasará, a lo mejor resulta que se ha olvidado de mí, pero y si...¿no se hubiera olvidado?
 
       Hoy Vigo está tan bella como entonces - a pesar de los políticos-. La ETEA se cae a pedazos -ojalá que algún trozo le caiga a algún edil- y yo soy un tipo odiado por alguien en algún lugar de esta península que está separada del resto del mundo por un istmo de ideas, aunque a lo mejor también soy amado...

       









miércoles, 24 de julio de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (CAP. XXIX)

 
CAPÍTULO XXIX
 
Javier había conseguido el “tercer grado”, seguramente con una pequeña ayuda de Merche. Pero él no iba a defraudarla; por nada del mundo iba a comprometer su carrera y su honor. Así que tomó todas las precauciones, dentro y fuera de Carabanchel para que bajo ninguna circunstancia relacionaran a Merche con un interno.
El primer día que salió a la calle sintió una extraña sensación de inseguridad, como si temiera que algo o alguien le pudiera agredir. Se sentía un poco desnudo, solo y con una dirección escrita en una servilleta: “avenida de Oporto, 20 - 3º”. Hacia allí se encaminaba. Andaba tranquilo, sin prisas, disfrutando de unas calles que le eran familiares. En General Ricardos cruzaba de una acera a otra para ver los diferentes escaparates y las maravillas que exponían, pensaba que algún día podría darse un capricho y entrar en una de esas tiendas y comprarse una ropa un poco más elegante que la que llevaba. En Carabanchel, pudo tirar los cuatro harapos que traía cuando ingresó, pero el escaso vestuario que ahora tenía no era nada comparado con las cosas que estaba viendo en las elegantes tiendas. Llegó a la confluencia de la avenida de Oporto y giró a la derecha para dirigirse a la dirección de la servilleta. Tenía hambre, esa mañana, con los nervios, no había sido capaz de tomar ni un bocado. Se encontró con una pastelería y paró en seco: los pasteles que estaba viendo le estaban haciendo salivar. Podía permitirse el lujo de comprarse algo. Eligió una “cristina”, como la que le compraba su padre los domingos por la mañana. Esas mañanas que salían temprano y recorrían la calle Segovia para después desviarse por la escalinata del Cristo de la Vega, hasta que llegaban a la calle Bailén, una vez allí, giraban hacia el Palacio de Oriente y todo era perfecto…El sabor y el aroma del pequeño dulce le había producido una gran tristeza: sentía que le faltaba la fuerte y cálida mano de su padre.
Casi sin darse cuenta llegó al número veinte, traspasó el portal y se dispuso a subir hasta el tercero. Los olores que fluían por la estrecha escalera los identificó sin lugar a dudas: en el primero alguien estaba preparando una lentejas, se preguntaba si el guiso llevaría su chorizo correspondiente; en el segundo el olor era un poco más desagradable, era de alguien con prisa, estaba friendo lo que fuera y este olor no lo pudo identificar; llegó al tercero y aquí el olor era claramente de un cocido madrileño. Le gustaba, quizá Merche se había decidido por este plato para homenajear a Javier a sabiendas de que uno de sus platos preferidos era precisamente el cocido.
Llamó al timbre y enseguida se oyeron pasos que se dirigían claramente hacia la puerta.
-¡Hola! ¿Qué tal? –Merche plantó dos besos en las mejillas sonrosadas de Javier.
Javier, que todavía no había tenido ningún contacto con Merche, se sintió un poco avergonzado y nervioso. Sus labios besando sus mejillas le habían ruborizado y notaba que su cara ardía.
-Pasa, no te quedes ahí como un pasmarote. Supongo que tendrás hambre, he hecho un cocidito que te vas a chupar hasta los dedos de los pies –bromeaba Merche, mientras se quitaba el delantal.
-La verdad es que acabo de comerme una cristina y se me ha ido un poco el apetito, pero no te preocupes, mi hambre no me abandona nunca –mientras Javier hablaba, también olía el aroma que inundaba toda la casa a comida preparada con mucho cariño.
-Si quieres, podemos salir a dar un paseo, a lo mejor así recobras el apetito –Merche hizo ademán de salir a la calle, pero Javier negó con la mano, quería estar tranquilo en un sitio que le recordase un hogar.
            Merche en realidad no quería salir a ningún sitio, quería estar a solas con la persona que dejó marcado su corazón para siempre. Recordaba la sensación de seguridad y protección que sintió a su lado, y eso dio paso a una atracción por la autenticidad de su mirada. Esa mirada la llevaba siempre consigo: nunca la olvidó; era el alma reflejada de una triste historia personal, era la mirada del amor, de lo esencial de las personas. Nunca más volvió a ver ese tipo de mirada en la cantidad de gente que conoció en su vida…hasta que la destinaron a Carabanchel. Ahora había vuelto esa mirada y también había vuelto el sentimiento infinito del amor que sintió cuando conoció a Javier.
            Sabía lo que quería: necesitaba abrazarlo y sentir sus abrazos, sus besos cálidos, sus caricias, sus palabras susurradas al oído. Necesitaba volver a sentir el placer que un día, ya lejano, dejó pegado a su memoria.
            Javier estaba muy nervioso, hacía mucho tiempo que no tenía contacto con una mujer, para ser exactos, el único contacto que recordaba era el de Merche, sus otros encuentros sexuales se habían limitado a un puro acto animal: siempre eran iguales; una mirada obscena y un acto sexual que hacía que se le quitaran las ganas de volver a follarse a una tía. Nunca más volvió a encontrar la ternura, la complicidad, el amor y todas las sensaciones eróticas y placenteras que experimentó con Merche. Ahora su corazón estaba al límite de pulsaciones, había olido su aroma, su fragancia; aquélla que se quedó grabada en su memoria. Cuando Merche beso en la puerta a Javier, éste tuvo que reprimirse para no abalanzarse sobre ella y envolverla del amor que tenía preso en su corazón; necesitaba tocarla, acariciarla, darle las gracias por existir.
-Pues si no quieres que salgamos, podemos tomarnos una cerveza aquí, en casa –Merche sacó un par de cervezas del frigorífico.
-Sí, tengo sed, una birrita –este plan le gustaba más a Javier.
            Se sentaron en la mesa de la cocina y abrieron dos botellines del Mahou quedándose frente a frente, en silencio. El silencio llenaba el espacio que distaba entre Merche y Javier, sin embargo, no era el típico silencio incómodo de las parejas que ya no tienen nada que decirse, no, era el silencio de un preludio de amor que iba a producirse de manera inmediata.
            Merche no pudo reprimirse y saltó por encima de la mesa, rodeó con sus brazos el cuello de Javier y beso sus labios como el sediento que descubre un oasis en medio del desierto. Percibió su caliente aliento y trató de conocer su sabor; tímidamente, su lengua lamía los sensuales labios y se abría paso en un medio húmedo, explorando una de las fuentes del placer. Javier correspondió al embate de Merche tomándola por la cintura y acariciando longitudinalmente toda su espalda. Notaba cómo las vértebras dibujaban figuras sinuosas producidas por el estremecimiento del contacto. Sus manos se deslizaron por debajo de la blusa de Merche hasta alcanzar su hermoso cuello. Con los antebrazos había empujado la prenda hasta la altura de sus pechos y éstos se transparentaban a través del sujetador negro; sus pezones se endurecieron y marcaban un ritmo acompasado en consonancia con las caricias que recibía en su espalda. Javier la levantó y ahora la sujetaba por las nalgas y ella, con sus piernas, se aferraba a la cintura de Javier: en esta postura se dirigieron a la habitación.
Cayeron en la cama de lado y eso hizo que por un momento se volvieran a cruzar sus miradas. Merche notó que algunas lágrimas se deslizaban por la mejilla de Javier y trató de secarlas, de beberlas; necesitaba su sabor. Javier se puso de espaldas y Merche quedó encima, a la altura de sus caderas; sus pechos hacía rato que eran libres y buscaban la humedad de unos labios; Javier se incorporó un poco y se encontró con un océano de terciopelo, de suavidad, de sensualidad. Besó sus pechos milímetro a milímetro, porque no quería desperdiciar ni un ápice de amor y de placer. Sus labios ahora se encaramaron a su cuello y Merche notó un escalofrío que le atravesó todo su cuerpo.
Merche desabotonó, casi arranco, la camisa de Javier y ahora él era el que recibía toda la carga eléctrica acumulada de la pasión de Merche; sintió sus pechos contra sus pechos, sus pezones se rozaban y él volvía a besar los labios con la rabia acumulada de la pasión desmedida. Sus lenguas, ocultas, chocaban, se entrelazaban, se acariciaban. Merche se levantó un momento para quitarse los pantalones, momento que Javier aprovechó para quitarse los suyos. Ahora los dos cuerpos estaban casi a merced del éxtasis implacable. El roce de la ropa interior de ambos elevaba el erotismo romántico que estaban viviendo. Se levantaron por un momento de la cama y Javier abrazó por detrás a Merche; su mano se deslizó por debajo de la última prenda que poseía Merche y alcanzó el nexo de unión de sus piernas; lo acarició con suavidad, tratando de comprender el origen del universo. Merche se estremecía con cada caricia y trataba de responder al fuego con fuego; sus manos alcanzaron el pubis de Javier y mientras acariciaba el pelo tenaz y suave, notaba que una de las extensiones del amor estaba fortalecida y erecta, preparada para suministrar la magia del amor convertida en placer.
Volvieron a la cama, el sudor de ambos había creado una atmósfera pasional y sus cuerpos desnudos se deslizaban entre sí con una facilidad propiciada por el sudor. Ahora Javier se había situado encima de ella y sus labios estaban explorando otra piel, otras sensaciones; sus pechos ahora no eran desconocidos, sus labios se despedían momentáneamente porque necesitaban viajar al punto donde Merche descubriera que hasta las sensaciones tienen color, allá, donde el paraíso está escondido, donde la certeza de la vida se muestra con todo sus esplendor. Su boca se detuvo a la entrada de un túnel embellecido por la naturaleza y entonces su lengua se atrevió a deslizarse por lo desconocido; una y otra vez. Merche agarraba con fuerza las sábanas, no sabía qué ocurría: no entendía que su cuerpo pudiera contener y sentir tanto placer, cerró los ojos y por primera vez en su vida comprendió cómo el amor cabalga a lomos de la pasión…
Merche también lloraba de emoción, de felicidad, de amor. Y ahora ella se disponía a enseñar a Javier cómo se cruza la línea del placer y del amor: Javier cerró sus ojos, estaba abandonado a las hermosas sensaciones que estaba viviendo y Merche empezó a acariciar su cuerpo tembloroso, necesitado de amor. Sus labios llegaron hasta el suave pene de Javier y lo besó, primero con ternura y al poco con la pasión necesaria para extraer el jugo de toda una vida. En ese momento la vida se estaba mostrando en todo su esplendor, con toda su verdad. No hacía falta preguntarse ni contestarse preguntas metafísicas: en esa habitación estaba toda la explicación de sus existencias…en esa habitación se había explicado el sentido de la vida.         

miércoles, 19 de junio de 2013

UN VIAJE HACIA DENTRO


No podía dormir, daba vueltas y más vueltas en la cama, y vueltas y más vueltas a los acontecimientos: una llamada, un reencuentro –una vez más- y el mundo que volvía a resurgir. Al día siguiente me reuniría con ella y el miedo me volvía a recordar un pasado insistente que llamaba a mi corazón. Miedo y esas supuestas mariposas que se empeñan en descolocarte el estómago.

Fue curioso, habían pasado 3 años y sin embargo parecía que había pasado una sola tarde, como aquéllas tardes que pasaban tras mis permisos reglamentarios, como aquéllas en la que ya no hubo más tardes. Como aquélla tarde que comenzó en Vigo y terminó en Madrid. Esa tarde daba inicio a una vida nueva, a algo que no conocía, a algo que no sabía expresar con palabras, pero que mi corazón había identificado inequívocamente. El amor surge de la forma más inesperada: dicen que el amor surge de las palabras que se pronuncian, de las miradas que dicen todo sin necesidad de que tus cuerdas vocales vibren en frecuencias innecesarias. Al final del trayecto habíamos creado una nueva vida, un universo completo; un pasado, un presente y un futuro. Cuando los sentimientos se desbocan, tu vida ya no volverá a tener descanso hasta volver al inicio y resolver la latencia que te ha acompañado durante la oxidación de tus células, pero no de tu alma.

La juventud te separa, te muerde, te eclipsa y te hace ver realidades ficticias –y necesarias- para volver al punto de origen. Sin saberlo, “la caverna” te devuelve una sombra irreal y por ella te guías hasta tocar la realidad alternativa que nunca quisiste tener.

El eterno retorno, la realidad insistente, la memoria superpuesta. Y más vueltas en mi cama, una expectativa: nervios, miedo –otra vez-, esperanza, pero amor, sobre todo, amor.

La carretera era muy estrecha, llena de curvas; serpenteaba y de pronto te mostraba un mar azul como un campo perfectamente verde. Puede que no fuera nuestro destino, puede que sólo quisiéramos nuestro viaje; pero destino y viaje se confundían con la verdad irrefutable del amor romántico, con nuestra verdad. Sabíamos que Zeus no nos había podido separar. Nos bastábamos para nuestro amor, sabíamos que nuestro amor lo podía todo, aunque desconocíamos que nosotros éramos nuestros propios enemigos. No importaba: si el miedo nos separaba, nuestro amor nos unía.

Llegamos en un vehículo que más tarde se manifestaría como siniestro. Descalzamos nuestros pies y caminamos por una arena que nos acariciaba, una arena que ha marcado nuestra vida, porque se hizo testigo indiscutible y permanente, de la pasión necesaria para mantener y dar sentido a la vida. Nos desnudamos y nuestros cuerpos, lejos de preguntarse preguntas innecesarias, se apoyaron, se oyeron, se amaron, se acariciaron y comprendieron todo el sentido de la vida: era nuestra vida.

Nuestros cuerpos se separaron, y ganó Zeus, aunque fuera momentáneamente, porque las almas son inseparables. Y si creyéramos que hablamos de cosas ficticias; alma, corazón, sentimientos, existe algo real y recurrente: la memoria. La memoria que te recuerda insistentemente que no puedes dejar de ser quien eres y que amas a quien amas.

Puede que en el fondo, todos tengamos en nuestro corazón una estación de tren que nos haga arrancar nuestra verdadera vida y un eterno viaje que aunque pase por túneles, más o menos largos y oscuros, al final te devuelven a la realidad del paisaje, al lado de la persona que te hace sentir persona, y al amor que nunca nadie consiguió extinguir…

martes, 18 de junio de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (CAP. VIII)


 
 
CAPÍTULO VIII

 

El Francés ya llevaba varios días enchironado en Carabanchel. Ya tenía asignado su chabolo compartido y ya era conocido en la sexta galería. Incluso antes de llegar. Se movía con soltura entre los corrillos y aunque no caía bien del todo, el hecho de tener las manos llenas de sangre, infundía cierto respeto que se percibía en el silencio de las tertulias cuando pasaba a la altura de los que las protagonizaban. A esto, se añadía un pequeño murmullo sobre si había dado matarile a dos o a dos mil julais en su vida pasada. El Francés era consciente de que la única manera de sobrevivir en el talego era produciendo, creando miedo –real o imaginado-. Y con esos pocos días de vida en el módulo, pocos colegas eran los que no sabían a qué carta quedarse: hacerse amigo o enemigo del moromierda.


En realidad, el trullo no tenía que ser una mala cosa para el moro en principio; dentro y fuera se pueden hacer negocios muy golosos a poco que te trabajes a un par de acojonados y caigas simpático a algún funcionario arrastrado y resentido por el trabajo seguro y mal pagado que algún día disolverá su vida sin que nadie le recuerde.

Pero la prueba de fuego tenía que pasarse en el patio, ahí era donde tendría que demostrar su poder y su furia. Era el lugar donde a poco que te hagas de respetar, sin moverte y con una camarilla de incondicionales a tu alrededor, todos los negocios vendrían a ti y decidirías sobre la vida y la muerte.

Ya había enganchado a dos julais como machacas: los había reclutado a uno en la propia celda; a otro en el comedor. Los “convenció” nada más verlos: al compañero de chabolo, la primera noche le tiró de la litera al suelo y, de momento, con el hostión que se dio contra el suelo se rompió las napias. Acto seguido, y sin haberse recuperado de la sorpresa, recibió otra hostia en los huevos. El Francés permanecía de pie sonriendo y dispuesto a continuar con el repaso del compañero. El machaca en ciernes se protegió la cara con los antebrazos y le pidió, le suplicó, que no siguiera.

-Por favor, para, haré lo que me pidas –casi lloraba el colega.

-Creo que nos vamos a entender: a partir de ahora, si te digo que te tires por un barranco, vas y te tiras. Si te digo que mates a tu madre, la rajas de arriba abajo ¿Te ha quedado claro?

Por supuesto que le había quedado claro al “Pajalarga”. Hacía tiempo que ya había tenido otro encontronazo con otro compañero de celda y en esa ocasión estuvo a punto de palmarla. Esta vez sería distinto, primero se doblegaría y después…ya veríamos. Pero lo primero era sobrevivir.

El “Pajalarga” era un yoncarra que había entrado en el talego por varios atracos con violencia. En el último se le fue la mano e hirió a la cajera de un supermercado. Ni él mismo se creía que hubiera podido hacer daño a una chavala que no tenía culpa de nada. Pero ese día iba muy pasado y con una selva de monos en la sangre que hubiera dado matarile a su hermana si se hubiera puesto delante. El encargado del supermercado llamó a los maderos y en cinco minutos resolvieron la chapuza del drogata, no sin antes darle un balazo en el culo, el cual le dejó una cicatriz bastante llamativa en forma de estrella.

Con todo, tuvo suerte, pues se pudo desintoxicar en Carabanchel y poco a poco se fue rehabilitando, al menos en cuanto a salud se refiere. Sin embargo, lo que por una parte fue positivo, por otra lo convirtió en un menda calculador, frío y traicionero. Esto no lo sabía el Francés y aunque éste pensaba que lo tenía atrapado en sus redes, lo cierto es que el Pajalarga se tomaría las cosas con tranquilidad y le ajustaría las cuentas cuando menos se lo esperase.

-Sí, me ha quedado claro, no te preocupes, conmigo vas a tener un amigo hasta la muerte –el Pajalarga sabía por qué decía eso.

El otro pipiolo que se buscó por compañero, era el “Vinilos”. El alias se lo puso el personal del talego porque antes de entrar era propietario de una discoteca: “Disco Golden”. Sí, había mucha decoración dorada y hortera, pero era lo que pegaba fuerte en Madrid a finales de los setenta. De todas formas, el éxito le duró poco. Al año de la inauguración, el negocio empezó a flojear. Además, debido a las grandes cajas de pasta que hacía todas las noches, el Vinilos empezó a chulearse de toda la peña; ahora se compraba un buga de millonada, después armaba unos saraos donde corrían todo tipo de sustancias prohibidas y prohibitivas, etcétera. El resultado que le auguraba su contable, fue que iba de cabeza a la quiebra más absoluta si no empezaba a reconducir el negocio y sus caprichos. Así que a Olegario Cienfuegos –que así era como se llamaba en realidad el Vinilos-, no se le ocurrió otra cosa que trapichear con farlopa, tripis y toda clase de venenos que caía en sus manos para ponerlos a la venta en la Golden. La discoteca resurgió, y volvía a llenarse por las noches, pero ahora la gente no iba a bailar, ahora a lo que iba el personal era a por la dosis de lo que se fuera a meter en el cuerpo. La cosa no pintaba mal, hasta que un día Luis pasó unas papelinas a quien no se las tenía que haber pasado.

-¿Será buena? ¿No estará muy cortada, tío?

-Aquí sólo se vende buena calidad.

-A ver, dame cuatro chutes.

-Mira, hoy tengo un buen día y además te voy a hacer un precio especial por un par de chinas.

-¿Sí? ¿Por cuánto me la pasas?

-Precio de amigo: cinco mil pelas.

De pronto, el par de colegas que acompañaban al que estaba haciendo la supuesta compra, se pusieron al lado, muy apretados, contra el Vinilos y el comprador desenfundó una placa brillante, que todavía era más brillante por los rayos de luz que se reflejaban de los focos de la discoteca. Le habían pillado in fraganti. La discoteca se clausuró y así termino la historia de Olegario y empezaba la historia del Vinilos.

El Vinilos se había adaptado bastante bien al trullo y su vida transcurría plácidamente en Carabanchel. El menda, mientras pasaban los días, los meses y los años se había “colocado” en la biblioteca. Era un destino tranquilo y sin sobresaltos. Además el contacto que tenía con la peña solía ser bastante pacífico, ya que él se limitaba a una actividad que dentro del módulo no tenía ningún interés para nadie. Pasaba desapercibido. Menos para el Francés.

El moromierda sabía perfectamente que para tener un par de machacas, éstos debían ser un par de acojonados y que tuvieran mucho que jugarse; de esa forma, con el miedo en el cuerpo podía manejarlos a su antojo.

Reclutar al Vinilos fue muy fácil: un día en la ducha le dijo que si quería formar parte de su equipo; el Vinilos le respondió que estaba bien como estaba y que no quería líos. Cuando se quiso dar cuenta tenía un pincho en la garganta a punto de atravesarle la yugular. No hizo falta más; se puso a sus órdenes, o a sus pies, como se quiera interpretar.

El Francés ya había conseguido lo que quería, pero también era consciente que la lealtad de los dos julais se la tenía que trabajar y por eso les hizo partícipes de las ganancias futuras que pronto iban a sacar. Sin embargo, y esto lo descubriría después, lo que no sabía el Francés es que no tenía dos machacas a su servicio, sino dos enemigos que podían complicarle mucho la vida entre rejas.

Al patio se salía por un lateral de la galería, el Francés y sus consortes estaban en la primera planta y desde arriba se veía el pasillo de la planta baja protegido por una malla metálica que impedía que cualquier objeto tirado, o cualquier julai, cayera y se estampara los sesos contra el suelo. Descendieron la escalera y salieron al exterior. El patio tenía una planta triangular, donde en su base había una canasta, desvencijada y oxidada. En un lado del triángulo había una especie de grada con dos filas de asientos. En el vértice del triángulo había una portería de fútbol sin red.

Algunos internos jugaban a baloncesto, otros a fútbol y otros jugaban al mus en las gradas. Otros, recorrían todos los lados del patio con el afán de llegar a ninguna parte.

Si se alzaba la vista, se podía ver cómo de todos los ventanucos de los chabolos que daban al patio colgaban calzoncillos, camisetas, etcétera, a la manera y modo de cualquier casa del extrarradio de Madrid. La vista era deprimente y, de hecho, cada vez que había alguna visita de algún alto cargo se ordenaba a todos que retirasen la ropa que se había puesto a secar.

Situándose desde el vértice del triángulo se veía la torre de vigilancia y un bulto de color verde que no paraba de dar vueltas alrededor de ella. En el lado opuesto, bajo la torre de vigilancia, se veía la cúpula panóptica desde la que los funcionarios veían toda la explanada del patio. Los lados opuestos lo cerraban los módulos quinto y  sexto.

Ya no había más aire libre, eso era todo: un pequeño espacio donde huir de los olores y del raquitismo de las celdas. Aquí los internos tenían su dosis de espejismo de libertad. Aquí se decidía quién podía vivir y quién iba a morir. Y las personas que decidían eso, estaban sentadas en la grada, tomando el sol de un Madrid apedreado por la delincuencia, un Madrid que era punto de reunión de sueños y de desengaños.

El Francés iba flanqueado a su izquierda por el Pajalarga y a su derecha por el Vinilos. Parecía como si llevaran uniforme: los tres vestían pantalón vaquero y camiseta de hombreras. Los tres atravesaron el campo de fútbol para dirigirse a la grada, allí había varios internos esparramados, menos uno, que parecía que era el que manejaba ese cotarro. Como si se tratara de una corriente eléctrica que hubiera atravesado sus cuerpos, los que estaban tirados por los asientos se incorporaron y saltaron a la arena, interponiéndose entre el trío recién llegado y aquél que parecía el jefe de la tribu de la grada.

-¿Qué cojones queréis? –interpeló un machaca macizo.

-Nada, charlar con tu jefe de negocios –respondió el Francés.

-¡Aparta, Negro, que quiero ver a estos pisamierdas! –resonó una voz desde atrás.

El Negro, que así era como se llamaba la muralla interpuesta entre el Francés y el menda de la grada, se apartó a un lado, mirando de reojo y con desprecio a los tres recién llegados.

-Bien, ¿qué me ofreces?

-Quiero que hagamos negocios juntos.

-¿Y…?

-Te puedo proporcionar la mejor farlopa y al mejor precio que tú puedas conseguir.

-¿Cuáles son tus condiciones?

-Mis condiciones…¡Ah! Sí, te dejaré vivir a ti y a los maricones que tienes a tu lado.

      Los dos hombretones y otros dos mendas, que hasta ahora no habían movido una ceja, se levantaron con muy mala hostia y el final dramático del trío se veía venir.

-¡Esperad!, todavía no...Me parece que no sabes con quién estás hablando. Tiene que ser muy interesante lo que me vas a ofrecer, es más, reza, si es que sabes, porque si no me gusta lo que oigo, tú y los dos maricones que tienes por consortes vais a salir de esta puta trena, no con los pies por delante, sino sin pies ni cabeza.

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Cuando el Francés entró en Carabanchel, tenía muy claro que debía granjearse las simpatías y complicidad de algún funcionario que tuviera dificultades para llegar a final de mes. Las necesidades abren las puertas del ingenio y de la delincuencia –esto lo sabía por experiencia-. La cuestión era saber quién pasaba por apuros económicos. Así que, en los primeros días tuvo que poner las orejas bien tiesas para enterarse del panoli que las estaba pasando putas. No era fácil, el contacto con los funcionarios era mínimo y se limitaba a órdenes e instrucciones. Pero un día, durante la comida, escuchó a un par de funcionarios que vigilaban el comedor y que en ese preciso instante mantenían la siguiente conversación:

-¡Me importa una mierda que no tengas ni un duro! La pasta la quiero mañana sin falta, de lo contrario hablaré con tu mujer y le contaré el encoñamiento que tienes con la fulana del puticlub de la carretera de Andalucía –espetó el funcionario número uno.

El funcionario número dos –el pringao- se quedó blanco y mudo, no sabía qué responder y, menos, de dónde iba a sacar los cinco mil duros que debía al funcionario número uno.

-Dame sólo una semana más, te juro por mis muertos que te devolveré la guita, pediré un anticipo o ya encontraré la manera de conseguirte el dinero, pero te lo devolveré la semana que viene.

-Estoy hasta los cojones de aguantar tus deudas y tus putas. Te aseguro que como no tenga la pasta el próximo lunes, todas tus historias las va a conocer hasta tu puta madre. Avisado quedas.

El moro se quedó con la copla y lo único que necesitaba era forzar una conversación con el funcionario. La ocasión llegó y el Francés no la iba a desperdiciar. El encuentro se produjo junto al ventanuco del economato. El funcionario se disponía a comprar una cajetilla de Winston -¿por qué será que todos los chuloputas fuman el mismo tabaco?- y en ese momento, se acercó por detrás el moro y le dijo al que despachaba que no le cobrara ni un duro al guardia.

-¡Qué cojones te crees que estás haciendo gilipollas!

-Nada, señor guardia, sólo quería invitarle. Me he dado cuenta que es usted muy buena persona y que se merecía una invitación. Mire usted, no conozco a nadie y creo que nadie me quiere hablar –casi lloriqueaba el Francés.

-Pues si te ven hablando conmigo, no sólo no te van a hablar tus compañeros, sino que además te vas a encontrar con un pinchazo y medio desangrado por algún pasillo.

-Lleva usted razón señor guardia, ¿podríamos hablar en un lugar más discreto?

-¿Qué quieres contarme?

-Por favor, lo que tengo que decirle sólo puedo contárselo en otro sitio fuera de los oídos de esta gentuza.

-¡Ja! ¿Y tú qué eres?, pedazo de cabrón.

-Puedo ser el cabrón que le soluciones sus problemas…

El funcionario miró de arriba abajo al Francés con curiosidad, y pensó que no tenía nada que perder por oír a un moro desgraciado.

-Está bien, sígueme. Vamos a hablar en mi oficina, ahora mismo mi colega está de ronda en la sexta y tenemos quince minutos de tranquilidad.

El guardia sabía de la prohibición de hablar con internos, y menos aún de hacerlo en sitios reservados para funcionarios. Pero su desesperación por tratar de encontrar una solución a sus problemas era lo que en ese momento más le preocupaba y no toda la lista de prohibiciones que imperaban en la trena.

El Francés seguía al guardia a cuatro o cinco pasos de distancia. Salieron por una puerta lateral y tomaron un estrecho pasillo que les condujo a una zona más iluminada y limpia. El funcionario pulsó un botón y una cerradura eléctrica chirrió dejando paso a otra zona que parecía más una oficina que un penal. Estaban en el módulo administrativo. El funcionario sacó una llave y abrió otra puerta que condujo a una especie de sala de descanso para funcionarios. Cuatro pequeñas taquillas en un lateral; una mesa redonda en el centro y al fondo un pequeño mostrador con un hornillo y una cafetera de aluminio que tenía la base quemada de tantos cafés que se habían hecho en ella. En un rincón, una televisión en blanco y negro que en ese momento escupía imágenes del enésimo atentado de la Eta contra cuatro guardias civiles en el País Vasco. Se oía a los políticos de turno dar las consabidas explicaciones sobre el atentado y se rebozaban en los manidos clichés para condenar –y no cagarse en los muertos de los putos terroristas- la acción de los separatistas. Todas las crónicas de los informativos sonaban igual, hasta el punto que parecía que si un día no había ningún atentado, las noticias del telediario parecían una cosa extraña. El funcionario bajó el volumen de la tele y ordenó al Francés que se sentase.

-¿Y bien?

El Francés sabía muy bien lo que tenía que decir.

-Lo primero, debe usted perdonarme porque el otro día en el comedor le oí a usted y a un compañero discutir sobre una deuda.

El guardia miraba con desprecio a su interlocutor, pero en vez de soltarle la hostia que le tenía preparada por si la cosa se salía de madre, aguardó un poco más a que terminara su discurso.

-Quiero decirle señor guardia que yo puedo ayudarle con sus deudas.

-A ver ¿cómo?

-Oí a su colega que usted le debía cinco mil duros, yo se los puedo dar, ¡Ojo! Le he dicho dar, no prestar ni devolver, simplemente se los quiero dar.

Ahora el funcionario se rascaba la cabeza incrédulo.

-¿Me quieres tomar el pelo? Mira, no sé lo que pretendes, ni en lo que estás pensando, pero yo no te voy a facilitar ni la fuga ni nada. Lo único que faltaba en mi puta vida es que además de los marrones que tengo encima me enchironasen por ayudar a un moromierda como tú.

-Le aseguro que no voy a pedirle que me facilite una fuga, sé que es casi imposible salir de aquí. En cambio aquí, también sé que se pueden hacer buenos negocios y usted se beneficiaría de ellos sin ponerle nunca en ningún aprieto.

El guardia se relajó y por fin vio que sus problemas podían tener solución. El Francés sacó de su bolsillo un paquete envuelto en papel de periódico y se lo ofreció al guardia, éste lo agarró y lo desenvolvió; había veinticinco mil pelas en billetes verdes.

-Eso es para usted y habrá más, mucho más…  

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 -¡Pues claro que es interesante! Fíjate, te voy a perdonar la vida: hoy es tu día de suerte, si te largas ahora mismo de aquí, me olvidaré de tu cara y ya nunca tendrás que volver a temerte –le dijo el Francés al capo sentado en la grada.

El capo enfurecido dio un salto y se plantó a escasos centímetros del moro: esto parecía que no iba a tener un buen final. Sin embargo, varios funcionarios ya estaban en marcha al encuentro del grupo. En ese momento sonó por los altavoces la orden de evacuación del patio para un recuento extra. Todos los internos, como si se trataran de autómatas dejaron lo que estaban haciendo y se fueron maldiciendo hacia sus respectivos chabolos. El capo espetó al Francés: “eres carnaza de patio hijoputa”.

Durante varios días el Francés tuvo que refugiarse en la enfermería. Él sabía que esto tenía que pasar, pero no había problema, todo estaba estudiado al detalle para no tener que arriesgarse a un enfrentamiento con el preso que había desafiado. A la semana, un funcionario le anunció que ya podía trasladarse a su celda.

Precisamente, a la semana llegó una orden de traslado para el capo y sus consortes; hacia el penal del Puerto, el capo; y los otros a la Modelo de Barcelona. El dinero obraba milagros y doblegaba “férreas” voluntades en Carabanchel…