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miércoles, 24 de julio de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (CAP. XXIX)

 
CAPÍTULO XXIX
 
Javier había conseguido el “tercer grado”, seguramente con una pequeña ayuda de Merche. Pero él no iba a defraudarla; por nada del mundo iba a comprometer su carrera y su honor. Así que tomó todas las precauciones, dentro y fuera de Carabanchel para que bajo ninguna circunstancia relacionaran a Merche con un interno.
El primer día que salió a la calle sintió una extraña sensación de inseguridad, como si temiera que algo o alguien le pudiera agredir. Se sentía un poco desnudo, solo y con una dirección escrita en una servilleta: “avenida de Oporto, 20 - 3º”. Hacia allí se encaminaba. Andaba tranquilo, sin prisas, disfrutando de unas calles que le eran familiares. En General Ricardos cruzaba de una acera a otra para ver los diferentes escaparates y las maravillas que exponían, pensaba que algún día podría darse un capricho y entrar en una de esas tiendas y comprarse una ropa un poco más elegante que la que llevaba. En Carabanchel, pudo tirar los cuatro harapos que traía cuando ingresó, pero el escaso vestuario que ahora tenía no era nada comparado con las cosas que estaba viendo en las elegantes tiendas. Llegó a la confluencia de la avenida de Oporto y giró a la derecha para dirigirse a la dirección de la servilleta. Tenía hambre, esa mañana, con los nervios, no había sido capaz de tomar ni un bocado. Se encontró con una pastelería y paró en seco: los pasteles que estaba viendo le estaban haciendo salivar. Podía permitirse el lujo de comprarse algo. Eligió una “cristina”, como la que le compraba su padre los domingos por la mañana. Esas mañanas que salían temprano y recorrían la calle Segovia para después desviarse por la escalinata del Cristo de la Vega, hasta que llegaban a la calle Bailén, una vez allí, giraban hacia el Palacio de Oriente y todo era perfecto…El sabor y el aroma del pequeño dulce le había producido una gran tristeza: sentía que le faltaba la fuerte y cálida mano de su padre.
Casi sin darse cuenta llegó al número veinte, traspasó el portal y se dispuso a subir hasta el tercero. Los olores que fluían por la estrecha escalera los identificó sin lugar a dudas: en el primero alguien estaba preparando una lentejas, se preguntaba si el guiso llevaría su chorizo correspondiente; en el segundo el olor era un poco más desagradable, era de alguien con prisa, estaba friendo lo que fuera y este olor no lo pudo identificar; llegó al tercero y aquí el olor era claramente de un cocido madrileño. Le gustaba, quizá Merche se había decidido por este plato para homenajear a Javier a sabiendas de que uno de sus platos preferidos era precisamente el cocido.
Llamó al timbre y enseguida se oyeron pasos que se dirigían claramente hacia la puerta.
-¡Hola! ¿Qué tal? –Merche plantó dos besos en las mejillas sonrosadas de Javier.
Javier, que todavía no había tenido ningún contacto con Merche, se sintió un poco avergonzado y nervioso. Sus labios besando sus mejillas le habían ruborizado y notaba que su cara ardía.
-Pasa, no te quedes ahí como un pasmarote. Supongo que tendrás hambre, he hecho un cocidito que te vas a chupar hasta los dedos de los pies –bromeaba Merche, mientras se quitaba el delantal.
-La verdad es que acabo de comerme una cristina y se me ha ido un poco el apetito, pero no te preocupes, mi hambre no me abandona nunca –mientras Javier hablaba, también olía el aroma que inundaba toda la casa a comida preparada con mucho cariño.
-Si quieres, podemos salir a dar un paseo, a lo mejor así recobras el apetito –Merche hizo ademán de salir a la calle, pero Javier negó con la mano, quería estar tranquilo en un sitio que le recordase un hogar.
            Merche en realidad no quería salir a ningún sitio, quería estar a solas con la persona que dejó marcado su corazón para siempre. Recordaba la sensación de seguridad y protección que sintió a su lado, y eso dio paso a una atracción por la autenticidad de su mirada. Esa mirada la llevaba siempre consigo: nunca la olvidó; era el alma reflejada de una triste historia personal, era la mirada del amor, de lo esencial de las personas. Nunca más volvió a ver ese tipo de mirada en la cantidad de gente que conoció en su vida…hasta que la destinaron a Carabanchel. Ahora había vuelto esa mirada y también había vuelto el sentimiento infinito del amor que sintió cuando conoció a Javier.
            Sabía lo que quería: necesitaba abrazarlo y sentir sus abrazos, sus besos cálidos, sus caricias, sus palabras susurradas al oído. Necesitaba volver a sentir el placer que un día, ya lejano, dejó pegado a su memoria.
            Javier estaba muy nervioso, hacía mucho tiempo que no tenía contacto con una mujer, para ser exactos, el único contacto que recordaba era el de Merche, sus otros encuentros sexuales se habían limitado a un puro acto animal: siempre eran iguales; una mirada obscena y un acto sexual que hacía que se le quitaran las ganas de volver a follarse a una tía. Nunca más volvió a encontrar la ternura, la complicidad, el amor y todas las sensaciones eróticas y placenteras que experimentó con Merche. Ahora su corazón estaba al límite de pulsaciones, había olido su aroma, su fragancia; aquélla que se quedó grabada en su memoria. Cuando Merche beso en la puerta a Javier, éste tuvo que reprimirse para no abalanzarse sobre ella y envolverla del amor que tenía preso en su corazón; necesitaba tocarla, acariciarla, darle las gracias por existir.
-Pues si no quieres que salgamos, podemos tomarnos una cerveza aquí, en casa –Merche sacó un par de cervezas del frigorífico.
-Sí, tengo sed, una birrita –este plan le gustaba más a Javier.
            Se sentaron en la mesa de la cocina y abrieron dos botellines del Mahou quedándose frente a frente, en silencio. El silencio llenaba el espacio que distaba entre Merche y Javier, sin embargo, no era el típico silencio incómodo de las parejas que ya no tienen nada que decirse, no, era el silencio de un preludio de amor que iba a producirse de manera inmediata.
            Merche no pudo reprimirse y saltó por encima de la mesa, rodeó con sus brazos el cuello de Javier y beso sus labios como el sediento que descubre un oasis en medio del desierto. Percibió su caliente aliento y trató de conocer su sabor; tímidamente, su lengua lamía los sensuales labios y se abría paso en un medio húmedo, explorando una de las fuentes del placer. Javier correspondió al embate de Merche tomándola por la cintura y acariciando longitudinalmente toda su espalda. Notaba cómo las vértebras dibujaban figuras sinuosas producidas por el estremecimiento del contacto. Sus manos se deslizaron por debajo de la blusa de Merche hasta alcanzar su hermoso cuello. Con los antebrazos había empujado la prenda hasta la altura de sus pechos y éstos se transparentaban a través del sujetador negro; sus pezones se endurecieron y marcaban un ritmo acompasado en consonancia con las caricias que recibía en su espalda. Javier la levantó y ahora la sujetaba por las nalgas y ella, con sus piernas, se aferraba a la cintura de Javier: en esta postura se dirigieron a la habitación.
Cayeron en la cama de lado y eso hizo que por un momento se volvieran a cruzar sus miradas. Merche notó que algunas lágrimas se deslizaban por la mejilla de Javier y trató de secarlas, de beberlas; necesitaba su sabor. Javier se puso de espaldas y Merche quedó encima, a la altura de sus caderas; sus pechos hacía rato que eran libres y buscaban la humedad de unos labios; Javier se incorporó un poco y se encontró con un océano de terciopelo, de suavidad, de sensualidad. Besó sus pechos milímetro a milímetro, porque no quería desperdiciar ni un ápice de amor y de placer. Sus labios ahora se encaramaron a su cuello y Merche notó un escalofrío que le atravesó todo su cuerpo.
Merche desabotonó, casi arranco, la camisa de Javier y ahora él era el que recibía toda la carga eléctrica acumulada de la pasión de Merche; sintió sus pechos contra sus pechos, sus pezones se rozaban y él volvía a besar los labios con la rabia acumulada de la pasión desmedida. Sus lenguas, ocultas, chocaban, se entrelazaban, se acariciaban. Merche se levantó un momento para quitarse los pantalones, momento que Javier aprovechó para quitarse los suyos. Ahora los dos cuerpos estaban casi a merced del éxtasis implacable. El roce de la ropa interior de ambos elevaba el erotismo romántico que estaban viviendo. Se levantaron por un momento de la cama y Javier abrazó por detrás a Merche; su mano se deslizó por debajo de la última prenda que poseía Merche y alcanzó el nexo de unión de sus piernas; lo acarició con suavidad, tratando de comprender el origen del universo. Merche se estremecía con cada caricia y trataba de responder al fuego con fuego; sus manos alcanzaron el pubis de Javier y mientras acariciaba el pelo tenaz y suave, notaba que una de las extensiones del amor estaba fortalecida y erecta, preparada para suministrar la magia del amor convertida en placer.
Volvieron a la cama, el sudor de ambos había creado una atmósfera pasional y sus cuerpos desnudos se deslizaban entre sí con una facilidad propiciada por el sudor. Ahora Javier se había situado encima de ella y sus labios estaban explorando otra piel, otras sensaciones; sus pechos ahora no eran desconocidos, sus labios se despedían momentáneamente porque necesitaban viajar al punto donde Merche descubriera que hasta las sensaciones tienen color, allá, donde el paraíso está escondido, donde la certeza de la vida se muestra con todo sus esplendor. Su boca se detuvo a la entrada de un túnel embellecido por la naturaleza y entonces su lengua se atrevió a deslizarse por lo desconocido; una y otra vez. Merche agarraba con fuerza las sábanas, no sabía qué ocurría: no entendía que su cuerpo pudiera contener y sentir tanto placer, cerró los ojos y por primera vez en su vida comprendió cómo el amor cabalga a lomos de la pasión…
Merche también lloraba de emoción, de felicidad, de amor. Y ahora ella se disponía a enseñar a Javier cómo se cruza la línea del placer y del amor: Javier cerró sus ojos, estaba abandonado a las hermosas sensaciones que estaba viviendo y Merche empezó a acariciar su cuerpo tembloroso, necesitado de amor. Sus labios llegaron hasta el suave pene de Javier y lo besó, primero con ternura y al poco con la pasión necesaria para extraer el jugo de toda una vida. En ese momento la vida se estaba mostrando en todo su esplendor, con toda su verdad. No hacía falta preguntarse ni contestarse preguntas metafísicas: en esa habitación estaba toda la explicación de sus existencias…en esa habitación se había explicado el sentido de la vida.