Vistas de página en total

miércoles, 19 de junio de 2013

UN VIAJE HACIA DENTRO


No podía dormir, daba vueltas y más vueltas en la cama, y vueltas y más vueltas a los acontecimientos: una llamada, un reencuentro –una vez más- y el mundo que volvía a resurgir. Al día siguiente me reuniría con ella y el miedo me volvía a recordar un pasado insistente que llamaba a mi corazón. Miedo y esas supuestas mariposas que se empeñan en descolocarte el estómago.

Fue curioso, habían pasado 3 años y sin embargo parecía que había pasado una sola tarde, como aquéllas tardes que pasaban tras mis permisos reglamentarios, como aquéllas en la que ya no hubo más tardes. Como aquélla tarde que comenzó en Vigo y terminó en Madrid. Esa tarde daba inicio a una vida nueva, a algo que no conocía, a algo que no sabía expresar con palabras, pero que mi corazón había identificado inequívocamente. El amor surge de la forma más inesperada: dicen que el amor surge de las palabras que se pronuncian, de las miradas que dicen todo sin necesidad de que tus cuerdas vocales vibren en frecuencias innecesarias. Al final del trayecto habíamos creado una nueva vida, un universo completo; un pasado, un presente y un futuro. Cuando los sentimientos se desbocan, tu vida ya no volverá a tener descanso hasta volver al inicio y resolver la latencia que te ha acompañado durante la oxidación de tus células, pero no de tu alma.

La juventud te separa, te muerde, te eclipsa y te hace ver realidades ficticias –y necesarias- para volver al punto de origen. Sin saberlo, “la caverna” te devuelve una sombra irreal y por ella te guías hasta tocar la realidad alternativa que nunca quisiste tener.

El eterno retorno, la realidad insistente, la memoria superpuesta. Y más vueltas en mi cama, una expectativa: nervios, miedo –otra vez-, esperanza, pero amor, sobre todo, amor.

La carretera era muy estrecha, llena de curvas; serpenteaba y de pronto te mostraba un mar azul como un campo perfectamente verde. Puede que no fuera nuestro destino, puede que sólo quisiéramos nuestro viaje; pero destino y viaje se confundían con la verdad irrefutable del amor romántico, con nuestra verdad. Sabíamos que Zeus no nos había podido separar. Nos bastábamos para nuestro amor, sabíamos que nuestro amor lo podía todo, aunque desconocíamos que nosotros éramos nuestros propios enemigos. No importaba: si el miedo nos separaba, nuestro amor nos unía.

Llegamos en un vehículo que más tarde se manifestaría como siniestro. Descalzamos nuestros pies y caminamos por una arena que nos acariciaba, una arena que ha marcado nuestra vida, porque se hizo testigo indiscutible y permanente, de la pasión necesaria para mantener y dar sentido a la vida. Nos desnudamos y nuestros cuerpos, lejos de preguntarse preguntas innecesarias, se apoyaron, se oyeron, se amaron, se acariciaron y comprendieron todo el sentido de la vida: era nuestra vida.

Nuestros cuerpos se separaron, y ganó Zeus, aunque fuera momentáneamente, porque las almas son inseparables. Y si creyéramos que hablamos de cosas ficticias; alma, corazón, sentimientos, existe algo real y recurrente: la memoria. La memoria que te recuerda insistentemente que no puedes dejar de ser quien eres y que amas a quien amas.

Puede que en el fondo, todos tengamos en nuestro corazón una estación de tren que nos haga arrancar nuestra verdadera vida y un eterno viaje que aunque pase por túneles, más o menos largos y oscuros, al final te devuelven a la realidad del paisaje, al lado de la persona que te hace sentir persona, y al amor que nunca nadie consiguió extinguir…