No podía dormir, daba vueltas y
más vueltas en la cama, y vueltas y más vueltas a los acontecimientos: una
llamada, un reencuentro –una vez más- y el mundo que volvía a resurgir. Al día
siguiente me reuniría con ella y el miedo me volvía a recordar un pasado
insistente que llamaba a mi corazón. Miedo y esas supuestas mariposas que se
empeñan en descolocarte el estómago.
Fue curioso, habían pasado 3
años y sin embargo parecía que había pasado una sola tarde, como aquéllas tardes
que pasaban tras mis permisos reglamentarios, como aquéllas en la que ya no
hubo más tardes. Como aquélla tarde que comenzó en Vigo y terminó en Madrid.
Esa tarde daba inicio a una vida nueva, a algo que no conocía, a algo que no
sabía expresar con palabras, pero que mi corazón había identificado
inequívocamente. El amor surge de la forma más inesperada: dicen que el amor
surge de las palabras que se pronuncian, de las miradas que dicen todo sin
necesidad de que tus cuerdas vocales vibren en frecuencias innecesarias. Al
final del trayecto habíamos creado una nueva vida, un universo completo; un
pasado, un presente y un futuro. Cuando los sentimientos se desbocan, tu vida
ya no volverá a tener descanso hasta volver al inicio y resolver la latencia
que te ha acompañado durante la oxidación de tus células, pero no de tu alma.
La juventud te separa, te
muerde, te eclipsa y te hace ver realidades ficticias –y necesarias- para
volver al punto de origen. Sin saberlo, “la caverna” te devuelve una sombra
irreal y por ella te guías hasta tocar la realidad alternativa que nunca
quisiste tener.
El eterno retorno, la realidad
insistente, la memoria superpuesta. Y más vueltas en mi cama, una expectativa:
nervios, miedo –otra vez-, esperanza, pero amor, sobre todo, amor.
La carretera era muy estrecha,
llena de curvas; serpenteaba y de pronto te mostraba un mar azul como un campo
perfectamente verde. Puede que no fuera nuestro destino, puede que sólo
quisiéramos nuestro viaje; pero destino y viaje se confundían con la verdad irrefutable
del amor romántico, con nuestra verdad. Sabíamos que Zeus no nos había podido
separar. Nos bastábamos para nuestro amor, sabíamos que nuestro amor lo podía
todo, aunque desconocíamos que nosotros éramos nuestros propios enemigos. No
importaba: si el miedo nos separaba, nuestro amor nos unía.
Llegamos en un vehículo que más
tarde se manifestaría como siniestro. Descalzamos nuestros pies y caminamos por
una arena que nos acariciaba, una arena que ha marcado nuestra vida, porque se
hizo testigo indiscutible y permanente, de la pasión necesaria para mantener y
dar sentido a la vida. Nos desnudamos y nuestros cuerpos, lejos de preguntarse
preguntas innecesarias, se apoyaron, se oyeron, se amaron, se acariciaron y
comprendieron todo el sentido de la vida: era nuestra vida.
Nuestros cuerpos se separaron, y
ganó Zeus, aunque fuera momentáneamente, porque las almas son inseparables. Y
si creyéramos que hablamos de cosas ficticias; alma, corazón, sentimientos,
existe algo real y recurrente: la memoria. La memoria que te recuerda
insistentemente que no puedes dejar de ser quien eres y que amas a quien amas.
Puede que en el fondo, todos
tengamos en nuestro corazón una estación de tren que nos haga arrancar nuestra
verdadera vida y un eterno viaje que aunque pase por túneles, más o menos
largos y oscuros, al final te devuelven a la realidad del paisaje, al lado de
la persona que te hace sentir persona, y al amor que nunca nadie consiguió
extinguir…