Vistas de página en total

domingo, 29 de marzo de 2015

VIGO

 
 

Nací en Madrid, pero soy de Vigo.

Con eso está dicho todo y no está dicho nada. Yo mismo lo terminé de entender cuando una bella mujer me susurró al oído esta poesía:

Ondas do mar de Vigo,
se vistes meu amigo?
E ai Deus!, se verra cedo?

Ondas do mar levado,
se vistes meu amado?
E ai Deus!, se verra cedo?

Se vistes meu amigo,
o por que eu sospiro?
E ai Deus!, se verra cedo?

Se vistes meu amado,
por que ei gran coidado?
E ai Deus!, se verra cedo?


En alguna otra ocasión he contado que llegué a Vigo por primera vez con dieciséis años. Un enero de un año remoto. Al bajar del tren lo primero que noté es que Vigo huele distinto y que los colores son distintos a los de mi querido Madrid (Madriz). También sentí miedo a lo desconocido, miedo a una nueva ciudad, miedo a que todo el viaje fuera una decepción o un fracaso. Pero tus piernas se ponen en movimiento y entonces empiezas a percibir un nuevo mundo.

Llegué hasta el cruce de Gran Vía y miré la fea estampa de una calle elevada sobre pilares de hormigón forrados de mil carteles anunciadores que estaban en fase de descomposición. La calle serpenteaba a la altura de los primeros pisos de las viviendas. Inmediatamente recordé el “scalextric” de Atocha. Los dos han desaparecido: uno tuvo un uso intensivo, el otro ni siquiera llegó a inaugurarse. Mal comienzo para mi primer paseo-tránsito por Vigo.

Tenía una cita con la Marina y una hora a la que tenía que encontrarme con ella. Tiempo suficiente para dar una vuelta por la ciudad y empezar a descubrir rincones, calles, avenidas y gente. Pero lo curioso del paseo es que siempre llegabas al mar. Y en la otra orilla la imagen de un pueblo que pareciera que estaba sacado de una lánguida postal de colores desvaídos. Ahí empecé a ver la belleza y a comprender Vigo. Bueno, comprenderlo no es totalmente cierto, es posible que ahora haya empezado a comprenderlo. Comprender el porqué de la nostalgia que tiene un gallego por su tierra, comprender esa aparente tristeza del habla que nunca termina de ser gallego ni castellano. Comprender el olvido de una tierra que no es comprendida por todos y que a la mínima le hacen un chiste sobre una supuesta incultura y lejanía secular. Pero a veces sí es lejana, antes, porque llegar a Galicia era un tormento y casi una aventura, pero ahora porque Galicia se ha hecho mayor y se ha sacudido muchos tópicos hirientes, cosa que era totalmente necesario. También percibo ahora un espíritu más celta, si es que se puede llamar así al arrojo, a su extraño humor y a la capacidad de resistir todos los temporales del mundo, y de eso entienden un poco. También entienden de muchas pérdidas en la mar, del frío que se te mete en los huesos cuando vas a bordo de cuatro tablas y luchas por arrancar un fruto que a veces cuesta la vida. Estos gallegos entienden mucho. Saben que la vida no se la va a regalar nadie, y que, a veces, lo poco que traen a casa no da ni para encender la calefacción.

Bajé por Carral, otra calle empinada en la que confluían otras calles todavía más empinadas. Veía algún barco a lo lejos. Y los olores-aromas de la infinidad de bares y restaurantes me recordaron que tenía que comer algo. ¿Qué comer con las pocas pesetas que tenía? Empanada, juro que no me acuerdo de qué estaba rellena, pero ese sabor me viene acompañando durante muchos años. Coincidí con otros alumnos de la escuela y me uní a ellos. Alguno repetía curso y conocía la ciudad. Nos dejamos guiar por el “veterano”. Como no podía ser de otra manera,  nos condujo hacia la calle de los vinos (Rúa Real). Entramos en un antro donde era habitual el tomar un licor de guindas, que por cierto, era fortísimo. No contentos con el lingotazo nos llevó a otro super-antro. Allí lo que había que tomar era un brebaje que hubiera resucitado a todo el coro de zombies del Thriller de Michael Jackson y los hubiera vuelto a matar de una vez por todas. El licor del infierno se llamaba “tumba”, no sé si porque tumbaba o porque te mandaba a la tumba directamente. O las dos cosas a la vez. En fin, pequeñas anécdotas que seguramente más de un compañero recordará.

Me fui. O me iba o no llegaría nunca a la escuela. Pero en realidad seguía deambulando por las calles, un poco perdido, pero pensando en que me tenía que enfrentar a una realidad que más tarde comprendería que iba a marcar el resto de mi vida.
 
Cogí un autobús -el Vitrasa-, que me dejó cerca de una avenida con árboles. Una avenida que me llevaba directamente a la ETEA. Además me llevaba a un nuevo mundo que no tardaría en descubrir.
 
Bajé y subí muchísimas veces esa avenida. A veces andando, otras corriendo -ya me comprendéis los lectores que habéis estado en la escuela-, pero siempre con la idea de vivir un nuevo día, un día distinto. Pero mi idea no era hablar de la ETEA en esta ocasión, sino de Vigo.
 
A veces creo que Vigo, más que una ciudad, es una idea. Ha sido el telón de fondo de mi vida. Un paisaje y una ciudad que ha visto cómo una persona se transforma poco a poco y en cada transformación ha percibido la ciudad de distinta manera. A veces fue el lugar traicionero donde la amistad se acababa y si esto era así, Vigo se transmutaba en una especie de basurero despreciable. Otras veces encontrabas el paisaje cambiado, como trastocado, como si alguien hubiera pintado un nuevo lienzo encima de otro. Las caras ocultas de Vigo. Pero lo que más retocaba, o añadía, o modificaba el Vigo que conocí fue el amor. Con el amor las calles se modificaban, los trazados de las mismas cambiaban, los rincones ocultos y sombríos se transformaban en sitios de culto. Con el amor el tiempo también se modifica. La percepción de las horas, los minutos y los segundos están a merced de la ley de la relatividad: esperas que alguien aparezca y pasan los minutos convertidos en horas, para que a continuación se conviertan en milisegundos. Hasta que ya no vuelve a aparecer y te preguntas el porqué. Y vives con esto una vida entera.
 
En este punto te das cuenta que tienes que volver a la ETEA, que tienes que volver a tu rutina y piensas que en esas calles empedradas, llenas de musgo y húmedas has dejado algo de ti mismo que no sabes si volverás a recuperar. Entonces te das cuenta que subes y bajas esa cuesta con el objetivo de buscar una respuesta en Vigo. Recorres la ciudad buscando una explicación y las calles te devuelven el silencio, a veces roto por el lamento mudo de marineros sin rumbo.