CAPÍTULO
VII
La
cárcel de Carabanchel, vista desde el aire, se asemejaba a un cangrejo de ocho
patas -para los optimistas era una estrella-. En realidad era el instrumento
que Franco había ordenado construir en sustitución de otra cárcel, la “Modelo”,
que había quedado en ruinas tras la guerra civil, ya que ésta estaba situada en
la línea del frente.
Su
construcción la realizaron, al igual que el Valle de los Caídos, los prisioneros
de la guerra. No hubo tantos muertos “laborales” como en el valle, pero también
se cobró su parte de vidas inocentes.
Como
otros tantos proyectos del régimen, su construcción era chapucera -además de
boicoteada, lógicamente por la mano de obra- y ni siquiera se completó todo el
proyecto original: las prisas por enchironar a todos aquéllos no afectos al
régimen aceleraron su apertura.
Iba
a ser una cárcel diferente y moderna: módulos para distintos tipos de delitos y
reclusos, un diseño panóptico (aunque esto era más viejo que beber en bota),
hospital, zona residencial y un largo etcétera de innovaciones. Todo quedó
resumido en un feo edificio, lleno de vicios ocultos y con la misma filosofía
que había en todos los penales de España: encerrar a todo bicho viviente que no
estuviera de acuerdo con las ideas de Franco y a todo aquél que se le ocurriera
robar, aunque sólo fuera una gallina para comer. Ni que decir tiene que
maricones y sarasas también estaban incluidos en el menú esperpéntico del sistema
carcelario español, que al fin y al cabo, era el reflejo de una sociedad cautiva
y desarmada.
El
deterioro de Carabanchel en los años ochenta ya era público y notorio:
servicios que no funcionaban, funcionarios franquistas enquistados, paredes
garabateadas con consignas de “Copel”, tejados pisoteados por los distintos
motines, goteras nunca reparadas, ventanas rotas, ventanas llenas de
calzoncillos puestos a secar.
Cuando
llegó la democracia, los presos políticos que allí estuvieron encerrados y que
más tarde llegaron al poder, quisieron cambiar la legislación para mejorar las
condiciones de la población reclusa. Pero como siempre ha pasado en España, las
mejoras y los indultos no llegaron a todos los presos políticos -es más, muchos
se quedaron encerrados entre sus cuatro paredes sin esperanza alguna de salir a
corto plazo-, y mucho menos a los presos comunes. Se perdieron muchas energías
y sólo ganaron los de toda la vida: los medrosos y apesebrados de una casta
política que llegó a gobernar, olvidando a muchos compañeros de celda y de
lucha política.
En
realidad, la democracia nunca existió en Carabanchel para nadie; así debía ser
y así fue hasta el final de sus días.
La
vida intramuros era un pequeño universo dentro otro universo más grande. La
vida estaba detenida y sólo se tenía constancia de que había vida, por las
horas que marcaban el “biorritmo” del penal: recuento, desayuno, visita a la
enfermería, educador, la hora del patio, más recuentos, comida, siesta, más
patio, la cena, televisión, chabolo, “pico”, “raya”, enculada, “pinchos”,
colillas, julais enfilados…
El
patio, o mejor dicho, los patios eran los lugares preferidos de los presos más
peligrosos: aquí se decidía la vida y la muerte; aquí se chanchulleaba, se
hacían negocios, se establecían jerarquías, aquí se “fichaban” a los “cabos de
varas”, se nombraban machacas, y se ordenaba a quién le tocaba chinarse. Todo
pasaba en el patio, todo pasaba por el patio. Y si el patio tenía que traspasar
fronteras o se quedaba pequeño, entonces se recurría a los “tiradores”, que no
era otra cosa que reclusos expertos en tirar toda clase de objetos o lo que se
terciase para intercomunicar diferentes módulos. De esta forma, la supuesta incomunicación
que debía existir entre diferentes módulos, quedaba deshecha y con ella, la
protección que algunos presos creían tener por estar simplemente incomunicados
por una pared. A más de un violador se lo encontraron “suicidado” en su celda
por orden de algún capo con instrucciones –bien pagadas- del exterior o
simplemente porque un “viola” en la cárcel era lo peor visto por todos sus
compañeros de hazañas.
La
vida en Carabanchel de un preso común podía valer lo que una cajetilla de
tabaco o una mirada mal echada. Nadie valía nada y si habías entrado inocente
saldrías culpable irremediablemente. Carabanchel no reformaba a nadie, sólo
fagocitaba y expulsaba mierda en forma de reclusos prisionizados desde el
primer día de ingreso: en cuanto entrabas, te convertías en uno más de ellos y
si no lo hacías, tu vida podía ser más corta de lo esperado. Todo en el módulo
estaba controlado por el “kie” y sus machacas. Éstos se encargaban de realizar
y ejecutar todas las órdenes que se le pudieran ocurrir a su kie. Solían ser
implacables y si podían, se aprovechaban
de cualquier oportunidad para atraparte entre sus tentáculos. Tú vida no sólo
era controlada por funcionarios, guardias, educadores, etcétera, sino que
además, los diferentes sinvergüenzas que controlaban la cárcel querían
controlarte a ti mismo y a todo aquello que pudieras poseer, incluso tu propia
mierda.
Todo
era público: si dormías arriba o abajo de la litera, quién era tu compañero de
chabolo, si tenías televisión, si sabias leer y escribir, por qué estabas
encalomao, si eras maricón o te gustaba la “carne” y el “pescado” a partes
iguales…
Javier
descendió de la “lechera” y la luz le cegó por un momento. Respiró un nuevo
aire que estaba cargado de aromas de judías con chorizo –o casi- y caldera de
gasoil mal quemado, además de otros olores de difícil y extraño bouquet.
Le
dirigieron al módulo de ingresos, donde una fila de funcionarios de prisiones
con el colmillo más retorcido que un anzuelo para lucios, le esperaban con las
manos enfundadas en unos guantes de látex. Le entintaron los dedos para la
ficha y le identificaron alfabéticamente. A continuación le cachearon sin
miramientos y le hicieron abrir la bolsa de deportes donde guardaba la mísera
historia de su vida: un par de camisas, unas playeras de dedo, un pantalón
vaquero, una foto cuarteada –por sobada- de alguna chica que quedó atascada en
su memoria y poco más. Los funcionarios se sorprendieron de las escasas
pertenencias del bigardo y sólo tuvieron que confiscarle un cortauñas, que si
lo ves en el suelo, ni te agachas a recogerlo. A continuación lo pasaron a una
pequeña habitación donde le hicieron desnudarse; le ordenaron que separase las
piernas y se apoyara en una mesa que parecía sacada de alguna clase de
párvulos. Un funcionario separó sus glúteos hasta que comprobó que no había
ningún objeto extraño introducido en su culo: Javier entendió desde ese día lo
que era la dignidad.
Volvió
a vestirse y se encamino a una de las celdas del módulo, donde pasaría los dos
días siguientes, a la espera del reconocimiento médico y de las distintas
entrevistas que el asistente social, psicólogo y otros trabajadores de
Carabanchel iban a hacerle con el objeto de clasificarlo y enchironarlo
definitivamente en la cárcel.
La
puerta se cerró a su espalda con un sonido chirriante y peliculero, pero que no
tenía nada que ver con la ficción; esto era real; esto era una celda y la
libertad se había acabado, al menos durante unos cuantos años. Javier se sentó
en la litera y con un pequeño giro de cabeza reconoció el exiguo espacio que
habitaba: nueve metros cuadrados donde la única opción a la decoración de
interiores se basaba en una mesa de mampostería, un retrete de cualquier color
menos blanco y una litera con un viejo colchón enrollado con un estampado
amarillento que hacía volar la imaginación…
Era
curioso, Javier era consciente de su situación y sin embargo, una sensación de
tranquilidad y de paz le envolvió en esa celda. No tenía que correr, no tenía
que escapar, no tenía que engañar, no tenía que trapichear; simplemente, sólo
tenía que estar. Tumbado sobre el jergón, su cabeza empezó a dar vueltas a los
últimos acontecimientos vividos; cómo desde una venganza había llegado a una
estación, que sin saberlo en ese momento, le iba a cambiar la vida
definitivamente. La única duda que tenía era si la persistencia del Francés en
su resentimiento le iba a ocasionar algún problema: y sí, tendría problemas con
él.
La
mañana se había adueñado de la celda y no había ni un sólo rincón ajeno a la
luz. Javier se había despertado y llevaba puesta la misma ropa del día
anterior: olía mal y su aliento era escandalosamente fétido. Echaba en falta un
simple peine y un poco de dentífrico para sentirse mínimamente aseado. La
puerta se abrió y un funcionario le hizo entrega de una pequeña bolsa de
plástico gris.
-Aquí
tienes, para lavarte –le indicó con desdén el funcionario-. Aséate que ahora
irás a desayunar y después tienes que hablar con la asistente social ¡Venga,
deprisita!
Hasta
ahora no se había dado cuenta de que tenía un hambre feroz y el sólo hecho de
pensar en un café con leche le hizo salivar y espabilar en el aseo para acudir
sin dilación al encuentro de algo de papeo. Se sorprendió del desayuno que
estaba recogiendo en la línea de reparto: un tazón hasta arriba de chocolate
–se olvidó del café por completo-, dos madalenas y un trozo de pan con
mantequilla. Casi no le dio tiempo a llegar a la mesa de bancos corridos; por
el camino estaba dando buena cuenta de las madalenas y los colegas que habían
llegado antes que él estaban comiendo-devorando con asquerosa mala educación:
parloteaban entre sí, masticando y soltando “perdigones”.
-Tú
qué has hecho –le preguntó un prenda a otro prenda que tenía enfrente.
-Na,
le pegué unas hostias a mi “santa”. La muy puta se estaba tirando al pescadero
y éste devolvía el favor de los calentones con gambas de Huelva y merluza. La
verdad es que últimamente comíamos más pescado de lo normal y las pelas que
entraban en casa no eran como para degustar esos manjares ¡Tío, hasta angulas
de Aguinaga! –el interpelado, en ese momento, parecía como si estuviera pelando
langostinos con la madalena en la mano.
-Entonces
se te fue la mano –concluyó el cotilla.
-Un
día la seguí hasta la pescadería. El pescadero estaba a punto de cerrar y ella
pasó por detrás del mostrador con una soltura…Vi que echaba la llave y yo que
tengo un buen “abrelatas” no tardé ni un minuto en abrir la puerta. Entré con
cuidado de no hacer ruido, pero el ruido lo hacían ellos ¡la muy puta
disfrutaba de lo lindo! Me encendí, me volví loco y agarré lo primero que tenía
a mano: una merluza de cinco kilos que se la estampé, primero en su puto culo,
después en la cara y así hasta que sólo me quedé con la cola del pescado en la
mano. A continuación empezaron las hostias de verdad y ahí me perdí. Por
cierto, el pescadero no creo que pueda tener hijos, porque la hostia que le
metí en los huevos…-concluyó orgulloso el maltratador.
Javier
escuchaba con curiosidad y conteniendo la risa, mientras trataba de echar un
trago del intragable potingue que decían chocolate. Entonces, el de la merluza,
se volvió hacia él y le dijo: “de qué cojones te ríes, hijoputa”. Hizo ademán
de levantarse, pero Javier posó su mano sobre su hombro impidiendo cualquier
movimiento.
-Tranqui,
colega. No me río, pero me hace gracia los usos que pueden llegar a tener las
merluzas: nunca supuse que pudieran servir como arma –tranquilizó Javier al
merluzo.
-¿Y
tú qué has hecho? –interrogó el del pescado.
Javier
comenzó a contar, inocentemente, sus aventuras y desventuras que le habían
llevado a Carabanchel. En su inocencia, no cayó en la cuenta de que no se debe
hablar más de lo necesario en esos sitios, pues, y esto lo sabría más adelante,
las informaciones vuelan y llegan a los oídos más insospechados. Y su relato
iba a llegar a una persona muy conocida por él.
Todos
los presos desalojaron el pequeño comedor y los funcionarios los dirigieron a
un largo pasillo que tenía puertas a ambos lados del mismo. Tocaba entrevistas
y de ahí no saldrían hasta casi la hora de comer.
El
primero en pasar fue Javier, escoltado por el funcionario de turno. Le tocaba
la entrevista con la asistente social.