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lunes, 10 de junio de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (Cap. VII)


 
CAPÍTULO VII

 

La cárcel de Carabanchel, vista desde el aire, se asemejaba a un cangrejo de ocho patas -para los optimistas era una estrella-. En realidad era el instrumento que Franco había ordenado construir en sustitución de otra cárcel, la “Modelo”, que había quedado en ruinas tras la guerra civil, ya que ésta estaba situada en la línea del frente.

Su construcción la realizaron, al igual que el Valle de los Caídos, los prisioneros de la guerra. No hubo tantos muertos “laborales” como en el valle, pero también se cobró su parte de vidas inocentes.

Como otros tantos proyectos del régimen, su construcción era chapucera -además de boicoteada, lógicamente por la mano de obra- y ni siquiera se completó todo el proyecto original: las prisas por enchironar a todos aquéllos no afectos al régimen aceleraron su apertura.

Iba a ser una cárcel diferente y moderna: módulos para distintos tipos de delitos y reclusos, un diseño panóptico (aunque esto era más viejo que beber en bota), hospital, zona residencial y un largo etcétera de innovaciones. Todo quedó resumido en un feo edificio, lleno de vicios ocultos y con la misma filosofía que había en todos los penales de España: encerrar a todo bicho viviente que no estuviera de acuerdo con las ideas de Franco y a todo aquél que se le ocurriera robar, aunque sólo fuera una gallina para comer. Ni que decir tiene que maricones y sarasas también estaban incluidos en el menú esperpéntico del sistema carcelario español, que al fin y al cabo, era el reflejo de una sociedad cautiva y desarmada.

El deterioro de Carabanchel en los años ochenta ya era público y notorio: servicios que no funcionaban, funcionarios franquistas enquistados, paredes garabateadas con consignas de “Copel”, tejados pisoteados por los distintos motines, goteras nunca reparadas, ventanas rotas, ventanas llenas de calzoncillos puestos a secar.

Cuando llegó la democracia, los presos políticos que allí estuvieron encerrados y que más tarde llegaron al poder, quisieron cambiar la legislación para mejorar las condiciones de la población reclusa. Pero como siempre ha pasado en España, las mejoras y los indultos no llegaron a todos los presos políticos -es más, muchos se quedaron encerrados entre sus cuatro paredes sin esperanza alguna de salir a corto plazo-, y mucho menos a los presos comunes. Se perdieron muchas energías y sólo ganaron los de toda la vida: los medrosos y apesebrados de una casta política que llegó a gobernar, olvidando a muchos compañeros de celda y de lucha política.

En realidad, la democracia nunca existió en Carabanchel para nadie; así debía ser y así fue hasta el final de sus días.

La vida intramuros era un pequeño universo dentro otro universo más grande. La vida estaba detenida y sólo se tenía constancia de que había vida, por las horas que marcaban el “biorritmo” del penal: recuento, desayuno, visita a la enfermería, educador, la hora del patio, más recuentos, comida, siesta, más patio, la cena, televisión, chabolo, “pico”, “raya”, enculada, “pinchos”, colillas, julais enfilados…

El patio, o mejor dicho, los patios eran los lugares preferidos de los presos más peligrosos: aquí se decidía la vida y la muerte; aquí se chanchulleaba, se hacían negocios, se establecían jerarquías, aquí se “fichaban” a los “cabos de varas”, se nombraban machacas, y se ordenaba a quién le tocaba chinarse. Todo pasaba en el patio, todo pasaba por el patio. Y si el patio tenía que traspasar fronteras o se quedaba pequeño, entonces se recurría a los “tiradores”, que no era otra cosa que reclusos expertos en tirar toda clase de objetos o lo que se terciase para intercomunicar diferentes módulos. De esta forma, la supuesta incomunicación que debía existir entre diferentes módulos, quedaba deshecha y con ella, la protección que algunos presos creían tener por estar simplemente incomunicados por una pared. A más de un violador se lo encontraron “suicidado” en su celda por orden de algún capo con instrucciones –bien pagadas- del exterior o simplemente porque un “viola” en la cárcel era lo peor visto por todos sus compañeros de hazañas.

La vida en Carabanchel de un preso común podía valer lo que una cajetilla de tabaco o una mirada mal echada. Nadie valía nada y si habías entrado inocente saldrías culpable irremediablemente. Carabanchel no reformaba a nadie, sólo fagocitaba y expulsaba mierda en forma de reclusos prisionizados desde el primer día de ingreso: en cuanto entrabas, te convertías en uno más de ellos y si no lo hacías, tu vida podía ser más corta de lo esperado. Todo en el módulo estaba controlado por el “kie” y sus machacas. Éstos se encargaban de realizar y ejecutar todas las órdenes que se le pudieran ocurrir a su kie. Solían ser implacables y si podían, se  aprovechaban de cualquier oportunidad para atraparte entre sus tentáculos. Tú vida no sólo era controlada por funcionarios, guardias, educadores, etcétera, sino que además, los diferentes sinvergüenzas que controlaban la cárcel querían controlarte a ti mismo y a todo aquello que pudieras poseer, incluso tu propia mierda.

Todo era público: si dormías arriba o abajo de la litera, quién era tu compañero de chabolo, si tenías televisión, si sabias leer y escribir, por qué estabas encalomao, si eras maricón o te gustaba la “carne” y el “pescado” a partes iguales…       

Javier descendió de la “lechera” y la luz le cegó por un momento. Respiró un nuevo aire que estaba cargado de aromas de judías con chorizo –o casi- y caldera de gasoil mal quemado, además de otros olores de difícil y extraño bouquet.

Le dirigieron al módulo de ingresos, donde una fila de funcionarios de prisiones con el colmillo más retorcido que un anzuelo para lucios, le esperaban con las manos enfundadas en unos guantes de látex. Le entintaron los dedos para la ficha y le identificaron alfabéticamente. A continuación le cachearon sin miramientos y le hicieron abrir la bolsa de deportes donde guardaba la mísera historia de su vida: un par de camisas, unas playeras de dedo, un pantalón vaquero, una foto cuarteada –por sobada- de alguna chica que quedó atascada en su memoria y poco más. Los funcionarios se sorprendieron de las escasas pertenencias del bigardo y sólo tuvieron que confiscarle un cortauñas, que si lo ves en el suelo, ni te agachas a recogerlo. A continuación lo pasaron a una pequeña habitación donde le hicieron desnudarse; le ordenaron que separase las piernas y se apoyara en una mesa que parecía sacada de alguna clase de párvulos. Un funcionario separó sus glúteos hasta que comprobó que no había ningún objeto extraño introducido en su culo: Javier entendió desde ese día lo que era la dignidad.  

Volvió a vestirse y se encamino a una de las celdas del módulo, donde pasaría los dos días siguientes, a la espera del reconocimiento médico y de las distintas entrevistas que el asistente social, psicólogo y otros trabajadores de Carabanchel iban a hacerle con el objeto de clasificarlo y enchironarlo definitivamente en la cárcel.

La puerta se cerró a su espalda con un sonido chirriante y peliculero, pero que no tenía nada que ver con la ficción; esto era real; esto era una celda y la libertad se había acabado, al menos durante unos cuantos años. Javier se sentó en la litera y con un pequeño giro de cabeza reconoció el exiguo espacio que habitaba: nueve metros cuadrados donde la única opción a la decoración de interiores se basaba en una mesa de mampostería, un retrete de cualquier color menos blanco y una litera con un viejo colchón enrollado con un estampado amarillento que hacía volar la imaginación…

Era curioso, Javier era consciente de su situación y sin embargo, una sensación de tranquilidad y de paz le envolvió en esa celda. No tenía que correr, no tenía que escapar, no tenía que engañar, no tenía que trapichear; simplemente, sólo tenía que estar. Tumbado sobre el jergón, su cabeza empezó a dar vueltas a los últimos acontecimientos vividos; cómo desde una venganza había llegado a una estación, que sin saberlo en ese momento, le iba a cambiar la vida definitivamente. La única duda que tenía era si la persistencia del Francés en su resentimiento le iba a ocasionar algún problema: y sí, tendría problemas con él.

La mañana se había adueñado de la celda y no había ni un sólo rincón ajeno a la luz. Javier se había despertado y llevaba puesta la misma ropa del día anterior: olía mal y su aliento era escandalosamente fétido. Echaba en falta un simple peine y un poco de dentífrico para sentirse mínimamente aseado. La puerta se abrió y un funcionario le hizo entrega de una pequeña bolsa de plástico gris.

-Aquí tienes, para lavarte –le indicó con desdén el funcionario-. Aséate que ahora irás a desayunar y después tienes que hablar con la asistente social ¡Venga, deprisita!

Hasta ahora no se había dado cuenta de que tenía un hambre feroz y el sólo hecho de pensar en un café con leche le hizo salivar y espabilar en el aseo para acudir sin dilación al encuentro de algo de papeo. Se sorprendió del desayuno que estaba recogiendo en la línea de reparto: un tazón hasta arriba de chocolate –se olvidó del café por completo-, dos madalenas y un trozo de pan con mantequilla. Casi no le dio tiempo a llegar a la mesa de bancos corridos; por el camino estaba dando buena cuenta de las madalenas y los colegas que habían llegado antes que él estaban comiendo-devorando con asquerosa mala educación: parloteaban entre sí, masticando y soltando “perdigones”.

-Tú qué has hecho –le preguntó un prenda a otro prenda que tenía enfrente.

-Na, le pegué unas hostias a mi “santa”. La muy puta se estaba tirando al pescadero y éste devolvía el favor de los calentones con gambas de Huelva y merluza. La verdad es que últimamente comíamos más pescado de lo normal y las pelas que entraban en casa no eran como para degustar esos manjares ¡Tío, hasta angulas de Aguinaga! –el interpelado, en ese momento, parecía como si estuviera pelando langostinos con la madalena en la mano.

-Entonces se te fue la mano –concluyó el cotilla.

-Un día la seguí hasta la pescadería. El pescadero estaba a punto de cerrar y ella pasó por detrás del mostrador con una soltura…Vi que echaba la llave y yo que tengo un buen “abrelatas” no tardé ni un minuto en abrir la puerta. Entré con cuidado de no hacer ruido, pero el ruido lo hacían ellos ¡la muy puta disfrutaba de lo lindo! Me encendí, me volví loco y agarré lo primero que tenía a mano: una merluza de cinco kilos que se la estampé, primero en su puto culo, después en la cara y así hasta que sólo me quedé con la cola del pescado en la mano. A continuación empezaron las hostias de verdad y ahí me perdí. Por cierto, el pescadero no creo que pueda tener hijos, porque la hostia que le metí en los huevos…-concluyó orgulloso el maltratador.

Javier escuchaba con curiosidad y conteniendo la risa, mientras trataba de echar un trago del intragable potingue que decían chocolate. Entonces, el de la merluza, se volvió hacia él y le dijo: “de qué cojones te ríes, hijoputa”. Hizo ademán de levantarse, pero Javier posó su mano sobre su hombro impidiendo cualquier movimiento.

-Tranqui, colega. No me río, pero me hace gracia los usos que pueden llegar a tener las merluzas: nunca supuse que pudieran servir como arma –tranquilizó Javier al merluzo.

-¿Y tú qué has hecho? –interrogó el del pescado.

Javier comenzó a contar, inocentemente, sus aventuras y desventuras que le habían llevado a Carabanchel. En su inocencia, no cayó en la cuenta de que no se debe hablar más de lo necesario en esos sitios, pues, y esto lo sabría más adelante, las informaciones vuelan y llegan a los oídos más insospechados. Y su relato iba a llegar a una persona muy conocida por él.

Todos los presos desalojaron el pequeño comedor y los funcionarios los dirigieron a un largo pasillo que tenía puertas a ambos lados del mismo. Tocaba entrevistas y de ahí no saldrían hasta casi la hora de comer.

El primero en pasar fue Javier, escoltado por el funcionario de turno. Le tocaba la entrevista con la asistente social.