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miércoles, 21 de marzo de 2012

UNA BODA CELTA

Eran unos niños, se conocieron en un bosque cercano a su aldea en la fiesta del solsticio de verano. El sol ya caía directamente sobre el Trópico de Cáncer y los días habían llegado al cénit de su duración, era el apogeo de la vida y de la luz. Las noches tenían una temperatura amable y hasta la luna, a la que tanto pedían –y ésta parece que concedía- hacía esfuerzos para no sentirse arrinconada por los rayos que inminentemente la atravesarían. Otro día iba a surgir; de nuevo la luz vencía a la oscuridad y la vida era rescatada de las sombras.

Sólo hizo falta una mirada para que sus corazones ya no pudieran separarse jamás. Sloan tenía quince años; Kenyon, dieciocho. Lo habían decidido: sus vidas estarían unidas para siempre.

Sloan siguió el ritual celta de la elección de su amado y de entre los hombres surgió la figura de Kenyon. El resultado se sabía de antemano y él sonrió al resto de sus compañeros congregados en el círculo. Nunca había sorpresas: la mujer elegía y los hombres sabían quien iba a ser elegido, pero el pueblo Celta se empeñaba en mostrar al mundo que era la mujer el principio y el final de la naturaleza, del universo y de la armonía.

El druida comenzó los preparativos de la boda e insto a los novios a hacer partícipe al pueblo de la decisión de unir sus almas para toda la eternidad.

Ella bordaría un pañuelo con una simple flor, que entregaría a su esposo y éste debía pensar en sus votos. Lo que dijera en esa ceremonia no quedaría escrito, pero sí quedaría en la memoria de todos los asistentes, en especial de Sloan. Era el valor de la palabra pronunciada con el corazón. Aquí no existían razones, eso quedaba para la guerra, aquí sólo había amor.

En el día fijado se dirigieron al lugar donde se celebraría la ceremonia. Era costumbre realizarla en algún castro donde la naturaleza envolviera de magia a los contrayentes, pero en esta ocasión ellos pidieron realizarla en una playa de finísima arena, flanqueada a un lado por verdes bosques y al otro por la inmensidad del océano. El druida no puso ninguna objeción, bendijo el sitio y comprendió que el amor de ambos jóvenes sólo podría forjarse en un atardecer donde antes Belenos había difuminado de luz la vida, las almas y la tierra.          

Se dirigieron directos a un círculo bordeado de pétalos de rosas, les esperaba el anciano de barba poderosa y ojos brillantes. Cruzaron el círculo y cruzaron sus miradas. El druida les indicó que durante el rito no podrían desviar la mirada el uno del otro, pues sólo así sabrían que las palabras que iban a surgir en ese acto eran producto del amor de sus corazones o de la razón de su mente y justo en ese momento tendrían que decidir si caminarían eternamente, o allí mismo se darían la espalda.

Con energía pero con la dulzura que da la experiencia de la vida, el druida pidió (casi ordenó) a Sloan y a Kenyon que entrelazaran sus manos. Acto seguido el viejo ató con una cuerda tejida de mil hilos procedentes de otras tantas cuerdas, las muñecas de ambos.  

El viejo de barba blanca empezó a hablar, y les dijo que nada de esto tenía sentido si esta boda no la presidía el amor. Que su boda no era sólo la unión de dos personas, que era la unión del hombre con la naturaleza, a la cual se le debe todo y todo nos da.

A los jóvenes les indicó que era el momento de decir sus votos. Empezó Kenyon:

“Es en nuestra juventud donde los dioses han querido que compartamos una nueva vida, pero ellos no son nada comparados con el amor que deseo darte, con la felicidad que necesito que sientas, con la ilusión de que nuestro símbolo infinito lo sobrepasemos y podamos despertar en un mundo donde nuestro amor se haga imprescindible como el aire que ahora respiramos. Y seguro que vendrán días oscuros, pero dos corazones es lo único que necesitamos para vencer a la tristeza si es que ésta se atreve siquiera ensombrecer nuestras vidas. Te amo Sloan, y juro que defenderé con mi vida el amor que siento por ti”

Prosiguió Sloan:

“Es ante la inmensidad del mar y ante la grandiosidad de la naturaleza que juro que te amaré hasta que sientas que parte de mí misma está fundida en ti. Que mi amor va más allá de lo que los hombres puedan imaginar, que mi vida la pongo en tus manos, las mismas que ahora me estrechan y de las que no quiero separarme jamás. Seremos felices incluso en los días grises y daremos un nuevo significado al amor. Necesito sentirte, amarte más allá de la comprensión de las personas”.

Entonces el druida desató la cuerda que ataba a los jóvenes y les hizo intercambiar sus anillos con el símbolo del infinito grabado y que significaba que su amor era interminable.



Se besaron largamente y aunque ya habían experimentado y rozado sus labios, para ellos era su primer beso de una serie interminable de primeros besos.   

Los asistentes entraron en el círculo y la noche los envolvió de luz. Miles de estrellas fugaces surcaban el cielo y todos pronunciaban sus deseos. Sloan y Kenyon también pidieron un deseo: Que nuestro amor vaya más allá de la eternidad.