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jueves, 23 de mayo de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (Cap. IV)






CAPÍTULO IV

 

Cuando Javier conoció a Merche, este era un hombre-niño que descubrió lo que era el amor en toda su extensión. Él era cuatro años menor que ella, aunque su corpulencia le hacía aparentar unos cuantos años más. Sin embargo, su cara delataba unas facciones que no tenían nada que ver con su cuerpo.

Merche, en esos tiempos, se disponía a comenzar una carrera. Su personalidad parecía que no podría encajar nunca con Javier, sin embargo, una tarde de primavera conoció al que sería su primer amor y su primer dolor –como diría Martín Vigil-

Se encontraron en un autobús, en dirección a Sol. Ella subió, pagó al conductor y se encaminó por el pasillo hasta la parte central. Se sentó al lado del grandullón y éste se quedó mirándola un buen rato de reojo. Merche se dio cuenta de las miraditas y no se cortó un pelo en devolverlas. La cara de Javier pasó de un color rosa a un rojo tremebundo en un microsegundo. Merche se divertía con la situación y pasó al ataque.

-¿Cómo te llamas? –le preguntó Merche.

-¿Quién, yo? –contestó Javier.

-No, le pregunto al conductor –y a Merche le sale una carcajada.

-Ja… Javier –tartamudeó Ja…Javier.

-No te pongas nervioso que no me como a nadie –le tranquilizó Merche.

-Perdona, es que me ha sorprendido que te sentaras a mi lado cuando el autobús está medio vacío.

-Ya, pero si me siento sola y hablo sola, me van a tomar por una pirada, ¿no crees?

-Llevas razón. ¿De qué quieres hablar? –pregunta Javier.

-Del tiempo ¡no te jode! A ver: ¿Adónde vas?

-A Sol, a hacer algún trabajo.

-No me hagas reír, ¿cuántos años tienes? A mí no me engañas por muy grandullón que seas.

-Tengo dieciséis, bueno, estoy a punto de cumplirlos…

-¿No crees que deberías estar estudiando en vez de ir a trabajar?

-¿Hablamos del tiempo? –Javier quería cambiar de tema.

-¿Todavía no me has preguntado cómo me llamo? ¿Te lo digo o no te interesa?

-¿Cómo te llamas?

-Me…Merche –de nuevo se reía Merche.

Javier sonrió por la broma, tenía un buen sentido del humor y no le importaba que se riera su acompañante. Le empezaba a caer bien. Era simpática y muy guapa.

-¡Coño, esta tía mola! –pensó Javier-. Le voy a pedir el teléfono para quedar otro día.

Cuando estaba a punto de pedírselo, Merche salto del asiento disparada como un cohete y se despidió de Javier con un “ya nos veremos”

Merche era así: un torbellino que no sabías por dónde podía salir. Pero era mucho más, era un espíritu triste que buscaba remedios para su soledad. Necesitaba el amor como el sediento necesita el agua. Y buscaba y buscaba porque estaba convencida de que algún día encontraría el amor de su vida.

Pasional, romántica, profunda, espiritual, alegre, juerguista; buenos calificativos para una mujer a la que la vida se obstinaba en entristecer. Pero ella no cedía ante la adversidad, de lo malo sacaba lo mejor y de lo mejor lo excelente. Esto asustaba a los hombres, pero se sorprendió que el grandullón le siguiera la corriente. Eso le gustaba. Lo malo –o lo bueno- era que tenía quince años.

En el pasado tuvo algún escarceo con algún chaval, nada importante, nada que conmoviera su corazón, nada que agitase su alma. Sabía perfectamente que su cuerpo le indicaba cuándo alguien le estaba haciendo “tilín”. Eran mariposas o burbujas alborotadas en su estómago. Eso hasta ahora no había pasado, si acaso algún calentón sexual y poco más. A esto no le daba más importancia que una mera cuestión fisiológica, algo animal, algo que no dejaba huella. Pero con Javier se había quedó descolocada; puede que fuera su mirada inocente, la verdad que proyectaban sus ojos, o que el amor había hecho escala en su corazón.

Se asustó de sus pensamientos, pero a la vez sentía un cosquilleo como de satisfacción y placidez ¿Y si se había enamorado? Era imposible, él con quince años, o sea un niño, y ella con diecinueve y a punto de entrar en la universidad. No podía permitirse ahora enamorarse. Lo que no sabía Merche es que el amor no entiende de proyectos, de razones, de edades, de…

El amor es analfabeto, sólo entiende lo que le interesa, que es entrar en el corazón de las personas y saquearlo hasta llegar al delirio. Y si no lo logra a la primera, se reubica en algún lugar de nuestra mente para volver con más fuerza, crees que te has librado de él, pero en realidad sólo está esperando la mínima oportunidad para desalojar al intruso que se ha hecho pasar por amor. Y en todo este tiempo te engaña con fuegos de artificio, te manipula para que niegues la evidencia de la realidad del amor. Piensas que lo que has logrado no te da motivo para pensar que te has equivocado. Entonces, cuando más tranquilo estás, se presenta de nuevo ante el alma y te demuestra que al amor nunca se le puede engañar.

Merche tenía decidido que este encuentro no podía llegar a más.

Javier recordaba perfectamente dónde se había bajado Merche del autobús donde la vio por primera vez: en La Latina y al pie del Mercado de la Cebada. Allí la esperaría, un día u otro tenía que volver y entonces podrían verse y quedar para salir.

Pasaron dos, tres, cuatro días y al quinto, Merche apareció en el autobús. Entre el torbellino de gente que se apeaba, sobresalía su figura encantadora; irradiaba esa magia que sólo unas pocas personas tienen. Magnetismo, magia, belleza. Javier había quedado atrapado en una fina red de seda, que se tupía con las oscilaciones de la voz de Merche, con sus ademanes y con la bondad que se le adivinaba.

Llevaba el pelo recogido con una goma negra. Gafas a la moda, con una fina montura de imitación a carey, poco maquillaje que dejaba su ovalada cara al descubierto y una sonrisa dibujada en los labios. Pantalón vaquero, un poco acampanado y una fina blusa de color tierra que transparentaba un sujetador del mismo color. El bolso lo llevaba en bandolera –sabía perfectamente el “ganado” que por ese barrio transitaba- y era de un color cuero claro. Sus zapatos hacían juego con la blusa y tenían un pequeño tacón de no más de dos dedos.

El pie de Merche había tocado el asfalto y su estómago se empeñaba en cosquillearla desde que le quedaban pocas calles para llegar a destino. Había visto al grandullón bastante antes de que el autobús parara –¡para no ver a un armario ropero que descolocaba la media española de altura!-. Dicen que son traviesas mariposas que revolotean por dentro de tu cuerpo, otros dicen que son como burbujas que explotan incesantemente. La realidad es que tu cuerpo y tu mente se ponen de acuerdo para que sientas las formas indescriptibles e indefinibles que tiene el amor. Eso es lo que sintió Merche cuando vio de nuevo a Javier. No sirvió de nada la promesa que se había hecho a sí misma de no llegar a más con este chico; sencillamente, ahora no mandaba ella, ahora mandaba el tirano de su corazón.

Javier estaba al pie de la parada y a sus espaldas –digo espaldas porque la suya tiene la envergadura de dos normales-, las puertas del mercado, de donde salían olores mezclados de verduras, pescados, carnes y pastelería. No es que le molestasen los olores, no, es que tenía más hambre que Carpanta y eso le distraía de su encuentro con Merche. Pero el mercado se empeñaba en echarle el aliento que contenía y no pudo por menos recordar que cuando acompañaba a su madre para hacer la compra semanal, siempre salía comiendo algo de algún puesto donde ésta compraba.

Él llevaba una camisa de manga corta con el cuello abotonado, estilo yanqui de los sesenta, y con cuadros más bien pequeños, de color azul y un poco raída por el borde interior del cuello. Se notaba que el fondo de armario de Javier estaba más bien escaso, porque era la enésima vez que acudía a la cita, que no era cita, más bien encontronazo, con la misma camisa. Así que la prenda en cuestión tenía que ir a lavar más veces de lo aconsejado, entre otras cosas, porque sólo tenía una más y esto conllevaba a que un día se iba a deshacer como se deshace una momia que se expone al aire después de estar oculta miles de años. Pantalón correcto, si no fuera porque los bajos tenían más hilos sueltos que pelos tenía Javier. Los zapatos, negros y con ventilación inferior y los calcetines blancos con paso libre para la ventilación pedestre. En fin, un modelito.

Y el hambre seguía, y los maricones del mercado no cerraban las puertas para encerrar aromas, y Merche a la vista, y los pies matándole, y el bolsillo con telarañas –ahora se daba cuenta de que no podría invitarla ni a una bolsa de pipas- ¡Se había olvidado de birlar una cartera a cualquier guiri atontado!

Merche enfiló pies y mirada hacia Javier con dos cojones o con dos coños.

Por fin, los ojos de Merche y de Javier se saludaron y en ésas estaban cuando una Derbi de ciento veinticinco empezó a pertardear por la calle. La moto se acercó por la espalda de Merche cuando estaba a punto de alcanzar la acera y el tironero de la Derbi, con una destreza casi quirúrgica, le desenganchó el bolso por encima de la cabeza y se hizo con el morral en un abrir y cerrar de ojos. Lo malo es que la escena la estaba viendo Javier y, precisamente, éste no es muy dado a acojonarse ante nadie. El maravilloso público también estaba viendo la escena –casi la película- pero, éstos sí, acojonados. Merche cayó al asfalto, su blusa se rasgó por una manga, dejando al descubierto su sensual hombro arañado. Javier se acercó a ella y comprobó que no tenía daños, sólo lágrimas del susto y de la impotencia. La Derbi seguía petardeando y se alejaba del lugar derrapando y con un público tan español como acojonado, que no hizo absolutamente nada por detener al hijo de puta de la burra. Javier se levantó y echó a correr tras la moto, era difícil alcanzarla, pero en su camino encontró unos adoquines de una obra y agarró un par de ellos. Tiró el primero y sólo atinó al retrovisor de un mil quinientos. Tiró el segundo y atinó en toda la cabeza del Ángel Nieto de la Derbi. Piloto en tierra –conmocionado y con una brecha de diez centímetros-, moto en tierra espatarrada contra otro coche. Y ahora Javier andaba, como a cámara lenta, saboreando el futuro del motero. La primera patada en la frente –mejor dicho, en las napias-, nariz rota y hemorragia escandalosa. La segunda en los huevos, nada de sangre, pero un alarido de dolor recorrió toda La Latina. Ahora sí: se acercan los españoles valientes junto a la moto y se ponen a discutir si hay que llamar a una ambulancia o a la policía…

Javier se reúne con Merche, y éste le devuelve el bolso.

-¿Te duele mucho? –le pregunta Javier.

-No, nada. Muchas gracias por lo que has hecho –agradece Merche.

-No es nada tonta, lo que pasa es que me jode que trabajen así. Ya no hay técnica ni nada de nada, sólo hijos de puta haciendo hijoputadas –explica Javier.

-Vaya, parece que entiendes de ciertos trabajos –respondió con ironía Merche.

-Esto…no, lo que pasa…es que…-trataba de dar una explicación el grandullón.

-¡Calla! –concluyó Merche.

Merche se recompuso y cuando terminó de arreglarse lo que pudo de su ropa, agarró la mano de Javier y lo atrajo para sí. Un beso en los labios, otro y unos cuantos más. Javier flotaba –Merche también-.

Pasearon cogidos de la mano hasta la Cava Baja, después de pasar por Casa Lucio, llegaron a la pensión de Merche. Subieron la escalera hasta el primer piso y ante la puerta vieja de cuarterones y con un letrero ovalado de porcelana que indicaba “Pensión la Eibarresa, viajeros y estables”, Merche presionó el timbre y al minuto se abrió la repintada puerta. La dueña de la pensión ni siquiera reparó en Merche, sus ojos bordeados de una pintura verdosa, sus labios de un carmín reventón y sus pómulos escandalosamente rojizos, dejaban adivinar un pasado de putiferio y largas noches con las piernas abiertas de par en par, como la puerta de La Eibarresa.

-Nena, te he dicho que aquí no pueden subir hombres –regañaba la madame.

-Ya, doña Paca, pero es que tenemos un examen muy importante y tenemos que estudiar. Si cateo, no vea cómo se va a poner mi madre –respondió Merche.

-Vale, pero cuidado; como oiga algo sospechoso te echo a ti y al mocetón –advirtió la Paca.

Merche se hizo seguir por Javier a lo largo del interminable y oscuro pasillo de la pensión hasta llegar a su habitación. Abrió la puerta y rápidamente se introdujo en el cuartucho, Javier la imitó y cerró de un portazo. Ahora estaban solos, sólo ellos y un proyecto de caricias por resolver.

Las manos de Merche fueron desabotonando la camisa de Javier y, simultáneamente, sus labios se encontraban una y otra vez por diferentes geografías del cuerpo humano; notaba como la respuesta física era inmediata ante tanto amor. Las sensaciones se mezclaban; el deseo, el sexo, el amor. Todo eran variaciones sobre la misma canción y en cada interpretación, sus cuerpos se sincronizaban para satisfacer tantos años de sed de amor.

Los primeros rayos de sol hicieron su aparición en la habitación de la pensión. Javier estaba dormido y Merche, miraba fijamente a Javier tratando de desentrañar algún misterio oculto, acaso, entender cómo había sido posible enamorarse tan perdidamente del chico que tenía a su lado. Le miraba y con sus dedos acariciaba su cabello y terminaba en sus labios, tratando de resolver con su sentido común, lo que su alma ya tenía resuelto desde hacía días.

Ese día la batalla la ganaría la sensatez; Merche desapareció de la vida de Javier y Javier no volvería a saber nada de ella…