CAPÍTULO
IV
Cuando
Javier conoció a Merche, este era un hombre-niño que descubrió lo que era el
amor en toda su extensión. Él era cuatro años menor que ella, aunque su
corpulencia le hacía aparentar unos cuantos años más. Sin embargo, su cara
delataba unas facciones que no tenían nada que ver con su cuerpo.
Merche,
en esos tiempos, se disponía a comenzar una carrera. Su personalidad parecía
que no podría encajar nunca con Javier, sin embargo, una tarde de primavera
conoció al que sería su primer amor y su primer dolor –como diría Martín Vigil-
Se
encontraron en un autobús, en dirección a Sol. Ella subió, pagó al conductor y
se encaminó por el pasillo hasta la parte central. Se sentó al lado del
grandullón y éste se quedó mirándola un buen rato de reojo. Merche se dio
cuenta de las miraditas y no se cortó un pelo en devolverlas. La cara de Javier
pasó de un color rosa a un rojo tremebundo en un microsegundo. Merche se
divertía con la situación y pasó al ataque.
-¿Cómo
te llamas? –le preguntó Merche.
-¿Quién,
yo? –contestó Javier.
-No,
le pregunto al conductor –y a Merche le sale una carcajada.
-Ja…
Javier –tartamudeó Ja…Javier.
-No
te pongas nervioso que no me como a nadie –le tranquilizó Merche.
-Perdona,
es que me ha sorprendido que te sentaras a mi lado cuando el autobús está medio
vacío.
-Ya,
pero si me siento sola y hablo sola, me van a tomar por una pirada, ¿no crees?
-Llevas
razón. ¿De qué quieres hablar? –pregunta Javier.
-Del
tiempo ¡no te jode! A ver: ¿Adónde vas?
-A
Sol, a hacer algún trabajo.
-No
me hagas reír, ¿cuántos años tienes? A mí no me engañas por muy grandullón que
seas.
-Tengo
dieciséis, bueno, estoy a punto de cumplirlos…
-¿No
crees que deberías estar estudiando en vez de ir a trabajar?
-¿Hablamos
del tiempo? –Javier quería cambiar de tema.
-¿Todavía
no me has preguntado cómo me llamo? ¿Te lo digo o no te interesa?
-¿Cómo
te llamas?
-Me…Merche
–de nuevo se reía Merche.
Javier
sonrió por la broma, tenía un buen sentido del humor y no le importaba que se
riera su acompañante. Le empezaba a caer bien. Era simpática y muy guapa.
-¡Coño,
esta tía mola! –pensó Javier-. Le voy a pedir el teléfono para quedar otro día.
Cuando
estaba a punto de pedírselo, Merche salto del asiento disparada como un cohete
y se despidió de Javier con un “ya nos veremos”
Merche
era así: un torbellino que no sabías por dónde podía salir. Pero era mucho más,
era un espíritu triste que buscaba remedios para su soledad. Necesitaba el amor
como el sediento necesita el agua. Y buscaba y buscaba porque estaba convencida
de que algún día encontraría el amor de su vida.
Pasional,
romántica, profunda, espiritual, alegre, juerguista; buenos calificativos para
una mujer a la que la vida se obstinaba en entristecer. Pero ella no cedía ante
la adversidad, de lo malo sacaba lo mejor y de lo mejor lo excelente. Esto
asustaba a los hombres, pero se sorprendió que el grandullón le siguiera la
corriente. Eso le gustaba. Lo malo –o lo bueno- era que tenía quince años.
En
el pasado tuvo algún escarceo con algún chaval, nada importante, nada que
conmoviera su corazón, nada que agitase su alma. Sabía perfectamente que su
cuerpo le indicaba cuándo alguien le estaba haciendo “tilín”. Eran mariposas o
burbujas alborotadas en su estómago. Eso hasta ahora no había pasado, si acaso
algún calentón sexual y poco más. A esto no le daba más importancia que una
mera cuestión fisiológica, algo animal, algo que no dejaba huella. Pero con
Javier se había quedó descolocada; puede que fuera su mirada inocente, la
verdad que proyectaban sus ojos, o que el amor había hecho escala en su
corazón.
Se
asustó de sus pensamientos, pero a la vez sentía un cosquilleo como de
satisfacción y placidez ¿Y si se había enamorado? Era imposible, él con quince
años, o sea un niño, y ella con diecinueve y a punto de entrar en la
universidad. No podía permitirse ahora enamorarse. Lo que no sabía Merche es
que el amor no entiende de proyectos, de razones, de edades, de…
El
amor es analfabeto, sólo entiende lo que le interesa, que es entrar en el
corazón de las personas y saquearlo hasta llegar al delirio. Y si no lo logra a
la primera, se reubica en algún lugar de nuestra mente para volver con más
fuerza, crees que te has librado de él, pero en realidad sólo está esperando la
mínima oportunidad para desalojar al intruso que se ha hecho pasar por amor. Y
en todo este tiempo te engaña con fuegos de artificio, te manipula para que
niegues la evidencia de la realidad del amor. Piensas que lo que has logrado no
te da motivo para pensar que te has equivocado. Entonces, cuando más tranquilo
estás, se presenta de nuevo ante el alma y te demuestra que al amor nunca se le
puede engañar.
Merche
tenía decidido que este encuentro no podía llegar a más.
Javier
recordaba perfectamente dónde se había bajado Merche del autobús donde la vio
por primera vez: en La Latina y al pie del Mercado de la Cebada. Allí la
esperaría, un día u otro tenía que volver y entonces podrían verse y quedar
para salir.
Pasaron
dos, tres, cuatro días y al quinto, Merche apareció en el autobús. Entre el
torbellino de gente que se apeaba, sobresalía su figura encantadora; irradiaba
esa magia que sólo unas pocas personas tienen. Magnetismo, magia, belleza.
Javier había quedado atrapado en una fina red de seda, que se tupía con las
oscilaciones de la voz de Merche, con sus ademanes y con la bondad que se le
adivinaba.
Llevaba
el pelo recogido con una goma negra. Gafas a la moda, con una fina montura de
imitación a carey, poco maquillaje que dejaba su ovalada cara al descubierto y
una sonrisa dibujada en los labios. Pantalón vaquero, un poco acampanado y una
fina blusa de color tierra que transparentaba un sujetador del mismo color. El
bolso lo llevaba en bandolera –sabía perfectamente el “ganado” que por ese
barrio transitaba- y era de un color cuero claro. Sus zapatos hacían juego con
la blusa y tenían un pequeño tacón de no más de dos dedos.
El
pie de Merche había tocado el asfalto y su estómago se empeñaba en
cosquillearla desde que le quedaban pocas calles para llegar a destino. Había
visto al grandullón bastante antes de que el autobús parara –¡para no ver a un armario
ropero que descolocaba la media española de altura!-. Dicen que son traviesas
mariposas que revolotean por dentro de tu cuerpo, otros dicen que son como
burbujas que explotan incesantemente. La realidad es que tu cuerpo y tu mente
se ponen de acuerdo para que sientas las formas indescriptibles e indefinibles
que tiene el amor. Eso es lo que sintió Merche cuando vio de nuevo a Javier. No
sirvió de nada la promesa que se había hecho a sí misma de no llegar a más con
este chico; sencillamente, ahora no mandaba ella, ahora mandaba el tirano de su
corazón.
Javier
estaba al pie de la parada y a sus espaldas –digo espaldas porque la suya tiene
la envergadura de dos normales-, las puertas del mercado, de donde salían
olores mezclados de verduras, pescados, carnes y pastelería. No es que le
molestasen los olores, no, es que tenía más hambre que Carpanta y eso le
distraía de su encuentro con Merche. Pero el mercado se empeñaba en echarle el
aliento que contenía y no pudo por menos recordar que cuando acompañaba a su
madre para hacer la compra semanal, siempre salía comiendo algo de algún puesto
donde ésta compraba.
Él
llevaba una camisa de manga corta con el cuello abotonado, estilo yanqui de los
sesenta, y con cuadros más bien pequeños, de color azul y un poco raída por el
borde interior del cuello. Se notaba que el fondo de armario de Javier estaba
más bien escaso, porque era la enésima vez que acudía a la cita, que no era
cita, más bien encontronazo, con la misma camisa. Así que la prenda en cuestión
tenía que ir a lavar más veces de lo aconsejado, entre otras cosas, porque sólo
tenía una más y esto conllevaba a que un día se iba a deshacer como se deshace
una momia que se expone al aire después de estar oculta miles de años. Pantalón
correcto, si no fuera porque los bajos tenían más hilos sueltos que pelos tenía
Javier. Los zapatos, negros y con ventilación inferior y los calcetines blancos
con paso libre para la ventilación pedestre. En fin, un modelito.
Y
el hambre seguía, y los maricones del mercado no cerraban las puertas para
encerrar aromas, y Merche a la vista, y los pies matándole, y el bolsillo con
telarañas –ahora se daba cuenta de que no podría invitarla ni a una bolsa de
pipas- ¡Se había olvidado de birlar una cartera a cualquier guiri atontado!
Merche
enfiló pies y mirada hacia Javier con dos cojones o con dos coños.
Por
fin, los ojos de Merche y de Javier se saludaron y en ésas estaban cuando una
Derbi de ciento veinticinco empezó a pertardear por la calle. La moto se acercó
por la espalda de Merche cuando estaba a punto de alcanzar la acera y el
tironero de la Derbi, con una destreza casi quirúrgica, le desenganchó el bolso
por encima de la cabeza y se hizo con el morral en un abrir y cerrar de ojos.
Lo malo es que la escena la estaba viendo Javier y, precisamente, éste no es
muy dado a acojonarse ante nadie. El maravilloso público también estaba viendo
la escena –casi la película- pero, éstos sí, acojonados. Merche cayó al
asfalto, su blusa se rasgó por una manga, dejando al descubierto su sensual
hombro arañado. Javier se acercó a ella y comprobó que no tenía daños, sólo
lágrimas del susto y de la impotencia. La Derbi seguía petardeando y se alejaba
del lugar derrapando y con un público tan español como acojonado, que no hizo
absolutamente nada por detener al hijo de puta de la burra. Javier se levantó y
echó a correr tras la moto, era difícil alcanzarla, pero en su camino encontró
unos adoquines de una obra y agarró un par de ellos. Tiró el primero y sólo
atinó al retrovisor de un mil quinientos. Tiró el segundo y atinó en toda la
cabeza del Ángel Nieto de la Derbi. Piloto en tierra –conmocionado y con una
brecha de diez centímetros-, moto en tierra espatarrada contra otro coche. Y
ahora Javier andaba, como a cámara lenta, saboreando el futuro del motero. La
primera patada en la frente –mejor dicho, en las napias-, nariz rota y
hemorragia escandalosa. La segunda en los huevos, nada de sangre, pero un
alarido de dolor recorrió toda La Latina. Ahora sí: se acercan los españoles
valientes junto a la moto y se ponen a discutir si hay que llamar a una
ambulancia o a la policía…
Javier
se reúne con Merche, y éste le devuelve el bolso.
-¿Te
duele mucho? –le pregunta Javier.
-No,
nada. Muchas gracias por lo que has hecho –agradece Merche.
-No
es nada tonta, lo que pasa es que me jode que trabajen así. Ya no hay técnica
ni nada de nada, sólo hijos de puta haciendo hijoputadas –explica Javier.
-Vaya,
parece que entiendes de ciertos trabajos –respondió con ironía Merche.
-Esto…no,
lo que pasa…es que…-trataba de dar una explicación el grandullón.
-¡Calla!
–concluyó Merche.
Merche
se recompuso y cuando terminó de arreglarse lo que pudo de su ropa, agarró la
mano de Javier y lo atrajo para sí. Un beso en los labios, otro y unos cuantos
más. Javier flotaba –Merche también-.
Pasearon
cogidos de la mano hasta la Cava Baja, después de pasar por Casa Lucio,
llegaron a la pensión de Merche. Subieron la escalera hasta el primer piso y
ante la puerta vieja de cuarterones y con un letrero ovalado de porcelana que
indicaba “Pensión la Eibarresa, viajeros y estables”, Merche presionó el timbre
y al minuto se abrió la repintada puerta. La dueña de la pensión ni siquiera
reparó en Merche, sus ojos bordeados de una pintura verdosa, sus labios de un
carmín reventón y sus pómulos escandalosamente rojizos, dejaban adivinar un
pasado de putiferio y largas noches con las piernas abiertas de par en par,
como la puerta de La Eibarresa.
-Nena,
te he dicho que aquí no pueden subir hombres –regañaba la madame.
-Ya,
doña Paca, pero es que tenemos un examen muy importante y tenemos que estudiar.
Si cateo, no vea cómo se va a poner mi madre –respondió Merche.
-Vale,
pero cuidado; como oiga algo sospechoso te echo a ti y al mocetón –advirtió la
Paca.
Merche
se hizo seguir por Javier a lo largo del interminable y oscuro pasillo de la pensión
hasta llegar a su habitación. Abrió la puerta y rápidamente se introdujo en el
cuartucho, Javier la imitó y cerró de un portazo. Ahora estaban solos, sólo
ellos y un proyecto de caricias por resolver.
Las
manos de Merche fueron desabotonando la camisa de Javier y, simultáneamente,
sus labios se encontraban una y otra vez por diferentes geografías del cuerpo
humano; notaba como la respuesta física era inmediata ante tanto amor. Las
sensaciones se mezclaban; el deseo, el sexo, el amor. Todo eran variaciones
sobre la misma canción y en cada interpretación, sus cuerpos se sincronizaban
para satisfacer tantos años de sed de amor.
Los
primeros rayos de sol hicieron su aparición en la habitación de la pensión.
Javier estaba dormido y Merche, miraba fijamente a Javier tratando de
desentrañar algún misterio oculto, acaso, entender cómo había sido posible
enamorarse tan perdidamente del chico que tenía a su lado. Le miraba y con sus
dedos acariciaba su cabello y terminaba en sus labios, tratando de resolver con
su sentido común, lo que su alma ya tenía resuelto desde hacía días.
Ese
día la batalla la ganaría la sensatez; Merche desapareció de la vida de Javier
y Javier no volvería a saber nada de ella…