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martes, 18 de junio de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (CAP. VIII)


 
 
CAPÍTULO VIII

 

El Francés ya llevaba varios días enchironado en Carabanchel. Ya tenía asignado su chabolo compartido y ya era conocido en la sexta galería. Incluso antes de llegar. Se movía con soltura entre los corrillos y aunque no caía bien del todo, el hecho de tener las manos llenas de sangre, infundía cierto respeto que se percibía en el silencio de las tertulias cuando pasaba a la altura de los que las protagonizaban. A esto, se añadía un pequeño murmullo sobre si había dado matarile a dos o a dos mil julais en su vida pasada. El Francés era consciente de que la única manera de sobrevivir en el talego era produciendo, creando miedo –real o imaginado-. Y con esos pocos días de vida en el módulo, pocos colegas eran los que no sabían a qué carta quedarse: hacerse amigo o enemigo del moromierda.


En realidad, el trullo no tenía que ser una mala cosa para el moro en principio; dentro y fuera se pueden hacer negocios muy golosos a poco que te trabajes a un par de acojonados y caigas simpático a algún funcionario arrastrado y resentido por el trabajo seguro y mal pagado que algún día disolverá su vida sin que nadie le recuerde.

Pero la prueba de fuego tenía que pasarse en el patio, ahí era donde tendría que demostrar su poder y su furia. Era el lugar donde a poco que te hagas de respetar, sin moverte y con una camarilla de incondicionales a tu alrededor, todos los negocios vendrían a ti y decidirías sobre la vida y la muerte.

Ya había enganchado a dos julais como machacas: los había reclutado a uno en la propia celda; a otro en el comedor. Los “convenció” nada más verlos: al compañero de chabolo, la primera noche le tiró de la litera al suelo y, de momento, con el hostión que se dio contra el suelo se rompió las napias. Acto seguido, y sin haberse recuperado de la sorpresa, recibió otra hostia en los huevos. El Francés permanecía de pie sonriendo y dispuesto a continuar con el repaso del compañero. El machaca en ciernes se protegió la cara con los antebrazos y le pidió, le suplicó, que no siguiera.

-Por favor, para, haré lo que me pidas –casi lloraba el colega.

-Creo que nos vamos a entender: a partir de ahora, si te digo que te tires por un barranco, vas y te tiras. Si te digo que mates a tu madre, la rajas de arriba abajo ¿Te ha quedado claro?

Por supuesto que le había quedado claro al “Pajalarga”. Hacía tiempo que ya había tenido otro encontronazo con otro compañero de celda y en esa ocasión estuvo a punto de palmarla. Esta vez sería distinto, primero se doblegaría y después…ya veríamos. Pero lo primero era sobrevivir.

El “Pajalarga” era un yoncarra que había entrado en el talego por varios atracos con violencia. En el último se le fue la mano e hirió a la cajera de un supermercado. Ni él mismo se creía que hubiera podido hacer daño a una chavala que no tenía culpa de nada. Pero ese día iba muy pasado y con una selva de monos en la sangre que hubiera dado matarile a su hermana si se hubiera puesto delante. El encargado del supermercado llamó a los maderos y en cinco minutos resolvieron la chapuza del drogata, no sin antes darle un balazo en el culo, el cual le dejó una cicatriz bastante llamativa en forma de estrella.

Con todo, tuvo suerte, pues se pudo desintoxicar en Carabanchel y poco a poco se fue rehabilitando, al menos en cuanto a salud se refiere. Sin embargo, lo que por una parte fue positivo, por otra lo convirtió en un menda calculador, frío y traicionero. Esto no lo sabía el Francés y aunque éste pensaba que lo tenía atrapado en sus redes, lo cierto es que el Pajalarga se tomaría las cosas con tranquilidad y le ajustaría las cuentas cuando menos se lo esperase.

-Sí, me ha quedado claro, no te preocupes, conmigo vas a tener un amigo hasta la muerte –el Pajalarga sabía por qué decía eso.

El otro pipiolo que se buscó por compañero, era el “Vinilos”. El alias se lo puso el personal del talego porque antes de entrar era propietario de una discoteca: “Disco Golden”. Sí, había mucha decoración dorada y hortera, pero era lo que pegaba fuerte en Madrid a finales de los setenta. De todas formas, el éxito le duró poco. Al año de la inauguración, el negocio empezó a flojear. Además, debido a las grandes cajas de pasta que hacía todas las noches, el Vinilos empezó a chulearse de toda la peña; ahora se compraba un buga de millonada, después armaba unos saraos donde corrían todo tipo de sustancias prohibidas y prohibitivas, etcétera. El resultado que le auguraba su contable, fue que iba de cabeza a la quiebra más absoluta si no empezaba a reconducir el negocio y sus caprichos. Así que a Olegario Cienfuegos –que así era como se llamaba en realidad el Vinilos-, no se le ocurrió otra cosa que trapichear con farlopa, tripis y toda clase de venenos que caía en sus manos para ponerlos a la venta en la Golden. La discoteca resurgió, y volvía a llenarse por las noches, pero ahora la gente no iba a bailar, ahora a lo que iba el personal era a por la dosis de lo que se fuera a meter en el cuerpo. La cosa no pintaba mal, hasta que un día Luis pasó unas papelinas a quien no se las tenía que haber pasado.

-¿Será buena? ¿No estará muy cortada, tío?

-Aquí sólo se vende buena calidad.

-A ver, dame cuatro chutes.

-Mira, hoy tengo un buen día y además te voy a hacer un precio especial por un par de chinas.

-¿Sí? ¿Por cuánto me la pasas?

-Precio de amigo: cinco mil pelas.

De pronto, el par de colegas que acompañaban al que estaba haciendo la supuesta compra, se pusieron al lado, muy apretados, contra el Vinilos y el comprador desenfundó una placa brillante, que todavía era más brillante por los rayos de luz que se reflejaban de los focos de la discoteca. Le habían pillado in fraganti. La discoteca se clausuró y así termino la historia de Olegario y empezaba la historia del Vinilos.

El Vinilos se había adaptado bastante bien al trullo y su vida transcurría plácidamente en Carabanchel. El menda, mientras pasaban los días, los meses y los años se había “colocado” en la biblioteca. Era un destino tranquilo y sin sobresaltos. Además el contacto que tenía con la peña solía ser bastante pacífico, ya que él se limitaba a una actividad que dentro del módulo no tenía ningún interés para nadie. Pasaba desapercibido. Menos para el Francés.

El moromierda sabía perfectamente que para tener un par de machacas, éstos debían ser un par de acojonados y que tuvieran mucho que jugarse; de esa forma, con el miedo en el cuerpo podía manejarlos a su antojo.

Reclutar al Vinilos fue muy fácil: un día en la ducha le dijo que si quería formar parte de su equipo; el Vinilos le respondió que estaba bien como estaba y que no quería líos. Cuando se quiso dar cuenta tenía un pincho en la garganta a punto de atravesarle la yugular. No hizo falta más; se puso a sus órdenes, o a sus pies, como se quiera interpretar.

El Francés ya había conseguido lo que quería, pero también era consciente que la lealtad de los dos julais se la tenía que trabajar y por eso les hizo partícipes de las ganancias futuras que pronto iban a sacar. Sin embargo, y esto lo descubriría después, lo que no sabía el Francés es que no tenía dos machacas a su servicio, sino dos enemigos que podían complicarle mucho la vida entre rejas.

Al patio se salía por un lateral de la galería, el Francés y sus consortes estaban en la primera planta y desde arriba se veía el pasillo de la planta baja protegido por una malla metálica que impedía que cualquier objeto tirado, o cualquier julai, cayera y se estampara los sesos contra el suelo. Descendieron la escalera y salieron al exterior. El patio tenía una planta triangular, donde en su base había una canasta, desvencijada y oxidada. En un lado del triángulo había una especie de grada con dos filas de asientos. En el vértice del triángulo había una portería de fútbol sin red.

Algunos internos jugaban a baloncesto, otros a fútbol y otros jugaban al mus en las gradas. Otros, recorrían todos los lados del patio con el afán de llegar a ninguna parte.

Si se alzaba la vista, se podía ver cómo de todos los ventanucos de los chabolos que daban al patio colgaban calzoncillos, camisetas, etcétera, a la manera y modo de cualquier casa del extrarradio de Madrid. La vista era deprimente y, de hecho, cada vez que había alguna visita de algún alto cargo se ordenaba a todos que retirasen la ropa que se había puesto a secar.

Situándose desde el vértice del triángulo se veía la torre de vigilancia y un bulto de color verde que no paraba de dar vueltas alrededor de ella. En el lado opuesto, bajo la torre de vigilancia, se veía la cúpula panóptica desde la que los funcionarios veían toda la explanada del patio. Los lados opuestos lo cerraban los módulos quinto y  sexto.

Ya no había más aire libre, eso era todo: un pequeño espacio donde huir de los olores y del raquitismo de las celdas. Aquí los internos tenían su dosis de espejismo de libertad. Aquí se decidía quién podía vivir y quién iba a morir. Y las personas que decidían eso, estaban sentadas en la grada, tomando el sol de un Madrid apedreado por la delincuencia, un Madrid que era punto de reunión de sueños y de desengaños.

El Francés iba flanqueado a su izquierda por el Pajalarga y a su derecha por el Vinilos. Parecía como si llevaran uniforme: los tres vestían pantalón vaquero y camiseta de hombreras. Los tres atravesaron el campo de fútbol para dirigirse a la grada, allí había varios internos esparramados, menos uno, que parecía que era el que manejaba ese cotarro. Como si se tratara de una corriente eléctrica que hubiera atravesado sus cuerpos, los que estaban tirados por los asientos se incorporaron y saltaron a la arena, interponiéndose entre el trío recién llegado y aquél que parecía el jefe de la tribu de la grada.

-¿Qué cojones queréis? –interpeló un machaca macizo.

-Nada, charlar con tu jefe de negocios –respondió el Francés.

-¡Aparta, Negro, que quiero ver a estos pisamierdas! –resonó una voz desde atrás.

El Negro, que así era como se llamaba la muralla interpuesta entre el Francés y el menda de la grada, se apartó a un lado, mirando de reojo y con desprecio a los tres recién llegados.

-Bien, ¿qué me ofreces?

-Quiero que hagamos negocios juntos.

-¿Y…?

-Te puedo proporcionar la mejor farlopa y al mejor precio que tú puedas conseguir.

-¿Cuáles son tus condiciones?

-Mis condiciones…¡Ah! Sí, te dejaré vivir a ti y a los maricones que tienes a tu lado.

      Los dos hombretones y otros dos mendas, que hasta ahora no habían movido una ceja, se levantaron con muy mala hostia y el final dramático del trío se veía venir.

-¡Esperad!, todavía no...Me parece que no sabes con quién estás hablando. Tiene que ser muy interesante lo que me vas a ofrecer, es más, reza, si es que sabes, porque si no me gusta lo que oigo, tú y los dos maricones que tienes por consortes vais a salir de esta puta trena, no con los pies por delante, sino sin pies ni cabeza.

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Cuando el Francés entró en Carabanchel, tenía muy claro que debía granjearse las simpatías y complicidad de algún funcionario que tuviera dificultades para llegar a final de mes. Las necesidades abren las puertas del ingenio y de la delincuencia –esto lo sabía por experiencia-. La cuestión era saber quién pasaba por apuros económicos. Así que, en los primeros días tuvo que poner las orejas bien tiesas para enterarse del panoli que las estaba pasando putas. No era fácil, el contacto con los funcionarios era mínimo y se limitaba a órdenes e instrucciones. Pero un día, durante la comida, escuchó a un par de funcionarios que vigilaban el comedor y que en ese preciso instante mantenían la siguiente conversación:

-¡Me importa una mierda que no tengas ni un duro! La pasta la quiero mañana sin falta, de lo contrario hablaré con tu mujer y le contaré el encoñamiento que tienes con la fulana del puticlub de la carretera de Andalucía –espetó el funcionario número uno.

El funcionario número dos –el pringao- se quedó blanco y mudo, no sabía qué responder y, menos, de dónde iba a sacar los cinco mil duros que debía al funcionario número uno.

-Dame sólo una semana más, te juro por mis muertos que te devolveré la guita, pediré un anticipo o ya encontraré la manera de conseguirte el dinero, pero te lo devolveré la semana que viene.

-Estoy hasta los cojones de aguantar tus deudas y tus putas. Te aseguro que como no tenga la pasta el próximo lunes, todas tus historias las va a conocer hasta tu puta madre. Avisado quedas.

El moro se quedó con la copla y lo único que necesitaba era forzar una conversación con el funcionario. La ocasión llegó y el Francés no la iba a desperdiciar. El encuentro se produjo junto al ventanuco del economato. El funcionario se disponía a comprar una cajetilla de Winston -¿por qué será que todos los chuloputas fuman el mismo tabaco?- y en ese momento, se acercó por detrás el moro y le dijo al que despachaba que no le cobrara ni un duro al guardia.

-¡Qué cojones te crees que estás haciendo gilipollas!

-Nada, señor guardia, sólo quería invitarle. Me he dado cuenta que es usted muy buena persona y que se merecía una invitación. Mire usted, no conozco a nadie y creo que nadie me quiere hablar –casi lloriqueaba el Francés.

-Pues si te ven hablando conmigo, no sólo no te van a hablar tus compañeros, sino que además te vas a encontrar con un pinchazo y medio desangrado por algún pasillo.

-Lleva usted razón señor guardia, ¿podríamos hablar en un lugar más discreto?

-¿Qué quieres contarme?

-Por favor, lo que tengo que decirle sólo puedo contárselo en otro sitio fuera de los oídos de esta gentuza.

-¡Ja! ¿Y tú qué eres?, pedazo de cabrón.

-Puedo ser el cabrón que le soluciones sus problemas…

El funcionario miró de arriba abajo al Francés con curiosidad, y pensó que no tenía nada que perder por oír a un moro desgraciado.

-Está bien, sígueme. Vamos a hablar en mi oficina, ahora mismo mi colega está de ronda en la sexta y tenemos quince minutos de tranquilidad.

El guardia sabía de la prohibición de hablar con internos, y menos aún de hacerlo en sitios reservados para funcionarios. Pero su desesperación por tratar de encontrar una solución a sus problemas era lo que en ese momento más le preocupaba y no toda la lista de prohibiciones que imperaban en la trena.

El Francés seguía al guardia a cuatro o cinco pasos de distancia. Salieron por una puerta lateral y tomaron un estrecho pasillo que les condujo a una zona más iluminada y limpia. El funcionario pulsó un botón y una cerradura eléctrica chirrió dejando paso a otra zona que parecía más una oficina que un penal. Estaban en el módulo administrativo. El funcionario sacó una llave y abrió otra puerta que condujo a una especie de sala de descanso para funcionarios. Cuatro pequeñas taquillas en un lateral; una mesa redonda en el centro y al fondo un pequeño mostrador con un hornillo y una cafetera de aluminio que tenía la base quemada de tantos cafés que se habían hecho en ella. En un rincón, una televisión en blanco y negro que en ese momento escupía imágenes del enésimo atentado de la Eta contra cuatro guardias civiles en el País Vasco. Se oía a los políticos de turno dar las consabidas explicaciones sobre el atentado y se rebozaban en los manidos clichés para condenar –y no cagarse en los muertos de los putos terroristas- la acción de los separatistas. Todas las crónicas de los informativos sonaban igual, hasta el punto que parecía que si un día no había ningún atentado, las noticias del telediario parecían una cosa extraña. El funcionario bajó el volumen de la tele y ordenó al Francés que se sentase.

-¿Y bien?

El Francés sabía muy bien lo que tenía que decir.

-Lo primero, debe usted perdonarme porque el otro día en el comedor le oí a usted y a un compañero discutir sobre una deuda.

El guardia miraba con desprecio a su interlocutor, pero en vez de soltarle la hostia que le tenía preparada por si la cosa se salía de madre, aguardó un poco más a que terminara su discurso.

-Quiero decirle señor guardia que yo puedo ayudarle con sus deudas.

-A ver ¿cómo?

-Oí a su colega que usted le debía cinco mil duros, yo se los puedo dar, ¡Ojo! Le he dicho dar, no prestar ni devolver, simplemente se los quiero dar.

Ahora el funcionario se rascaba la cabeza incrédulo.

-¿Me quieres tomar el pelo? Mira, no sé lo que pretendes, ni en lo que estás pensando, pero yo no te voy a facilitar ni la fuga ni nada. Lo único que faltaba en mi puta vida es que además de los marrones que tengo encima me enchironasen por ayudar a un moromierda como tú.

-Le aseguro que no voy a pedirle que me facilite una fuga, sé que es casi imposible salir de aquí. En cambio aquí, también sé que se pueden hacer buenos negocios y usted se beneficiaría de ellos sin ponerle nunca en ningún aprieto.

El guardia se relajó y por fin vio que sus problemas podían tener solución. El Francés sacó de su bolsillo un paquete envuelto en papel de periódico y se lo ofreció al guardia, éste lo agarró y lo desenvolvió; había veinticinco mil pelas en billetes verdes.

-Eso es para usted y habrá más, mucho más…  

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 -¡Pues claro que es interesante! Fíjate, te voy a perdonar la vida: hoy es tu día de suerte, si te largas ahora mismo de aquí, me olvidaré de tu cara y ya nunca tendrás que volver a temerte –le dijo el Francés al capo sentado en la grada.

El capo enfurecido dio un salto y se plantó a escasos centímetros del moro: esto parecía que no iba a tener un buen final. Sin embargo, varios funcionarios ya estaban en marcha al encuentro del grupo. En ese momento sonó por los altavoces la orden de evacuación del patio para un recuento extra. Todos los internos, como si se trataran de autómatas dejaron lo que estaban haciendo y se fueron maldiciendo hacia sus respectivos chabolos. El capo espetó al Francés: “eres carnaza de patio hijoputa”.

Durante varios días el Francés tuvo que refugiarse en la enfermería. Él sabía que esto tenía que pasar, pero no había problema, todo estaba estudiado al detalle para no tener que arriesgarse a un enfrentamiento con el preso que había desafiado. A la semana, un funcionario le anunció que ya podía trasladarse a su celda.

Precisamente, a la semana llegó una orden de traslado para el capo y sus consortes; hacia el penal del Puerto, el capo; y los otros a la Modelo de Barcelona. El dinero obraba milagros y doblegaba “férreas” voluntades en Carabanchel…