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miércoles, 8 de mayo de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (Cap. II)



CAPÍTULO II

 

A la hora acordada, Javier y el Francés se reunieron en la Puerta del Ángel, a las puertas de la iglesia de Santa Cristina. Era temprano y todavía debían recorrer un buen trecho –y cuesta arriba- hasta el banco. Iban bien de tiempo y previamente acordaron tomarse unos coñacs en un bar cercano y así darse valor y cojones. Ya en el bar, a la tercera copa, el Francés entregó la pipa fogueada a Javier, un nueve corto sin percutor. Javier preguntó al moro por su pistola y éste le enseñó la fusca que llevaba escondida entre el pantalón y la rabadilla. Javier le imitó e hizo lo mismo que él; se la escondió, pero por delante, entre el pantalón y los huevos, eso sí, todo camuflado con un tres cuartos que había distraído en una elegante cafetería. Lo malo es que hacía calor y ahora dudaba si su indumentaria no iba a levantar sospechas en cuanto le vieran aparecer en el banco.

Con esta duda de Javier, salieron del bar y se encaminaron hacia el objetivo que, era seguro, el éxito o la cárcel.

El moromierda fumaba como un carretero, y la cuesta del Paseo de Extremadura se estaba convirtiendo en eso, extrema y dura. Javier, por el contrario, hacía mucho tiempo que había dejado de fumar, más que nada porque casi siempre estaba sin dinero y la mayoría de las veces tenía que pedir un pitillo a cualquiera. A él pedir no se le daba nada bien y sobre todo le tocaba mucho los cojones tener que rogar un cigarro, pues era como si pidiera una limosna –aunque en realidad era así-. Hasta que se acabó el pedir cigarros y fumar, desde ese día se sintió orgulloso de sí mismo y un poco más libre por haber conseguido dejar la mierda del tabaco.

El Francés tosía asquerosamente e iba plagando de escupitajos y esputos toda la acera de la calle. A Javier cada vez le estaba dando más asco  ir junto a él, pero irremediablemente tenía que continuar con la “ascensión”. Le dijo que si paraban un momento y así, descansar un rato. Todavía tenían tiempo y por lo menos no le tendría que oír los gorjeos asquerosos y guturales que salían de su garganta. Se sentaron en un banco de madera, al pie de un plátano y con una agradable sombra que les protegían de los rayos del sol que cada vez eran más intensos. Javier empezaba a notar que le sobraba el chaquetón tres cuartos y ahora estaba casi seguro de que no debería llevarlo puesto. Las primeras gotas de sudor estaban plagando su frente y tenía claro que era por el calor, aunque reconoció para sí mismo que también tenían que ver los nervios y el miedo.

El Francés recobró el resuello e indicó a Javier que debían continuar. Y así, poco a poco, se encontraron a escasos metros de la puerta del banco. Javier hizo un gesto de deglución imposible de disimular.

-¿Tienes miedo? –le preguntó el Francés.

-Ahora tengo dudas –respondió Javier.

-Ya es tarde para las dudas, colega. Ahora vamos a hacer lo que hemos dicho que íbamos a hacer.

-Sí, pero…creo que algo no va bien…

Javier tenía buena intuición para los desastres, y ahora no era distinto, había algo que no le encajaba; no entendía el interés del Francés por hacerle partícipe del atraco cuando, seguramente, era un golpe asumible para dos personas, además, sólo dos, tocarían a repartir bastante más. Por otro lado, el hecho de llevar pipas de fogueo no lo entendía, pues se iban a meter en un embolado de cojones y si las cosas iban mal tendrían que responder con determinación y con balas de las que “duermen” para toda la vida.

-Todo está saliendo según lo que planeamos –le tranquilizó el Francés.

-¡Mira, el coche está a la puerta! Ya te dije que el segurata era de fiar –continuó el moro.

Las imágenes iban sucediéndose a una velocidad vertiginosa, veía la espalda del Francés y cómo su mano derecha se iba hacia la espalda, con un gesto claro que de ahí iba a salir mucho terror. Javier rebasaba a la gente como una visión en túnel; sus cuerpos y sus caras deformadas y la puerta del banco cada vez más cerca.

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Javier había oído decir que cuando se estaba a punto de morir la vida pasaba ante tus ojos como en una película, pero él se resistía a pensar que esto sucediera de una forma tan absurda. Cuántas veces había pensado en cómo serían los momentos previos a la muerte y se sorprendió al comprobar que no se diferenciaban de ningún otro momento. Es más, si no fuera por el maldito dolor, sería un puto día más en su aburrida puta vida.

Pero no era un día más: hoy le había echado valor y había estado dispuesto a cambiar su mala suerte. Pensó que nada había cambiado, el resultado saltaba a la vista: traicionado, sin la pasta y a punto de palmarla.

Lo que no sabía Javier es que este día sí le había cambiado su suerte para siempre –pero eso no lo sabía todavía-.

El dolor era cada vez más intenso y finalmente tuvo que sentarse en el suelo y recostarse contra el pretil del puente. Ahora la vista le ofrecía la Ermita de La Virgen del puerto y no pudo contener la emoción al recordar las ferias que pasó con sus amigos en esa explanada al borde del Manzanares. Unas veces trataban de colarse en las atracciones, otras veces trataban de robar refrescos –incluso cervezas- de los quioscos. Siempre corriendo, siempre les sorprendían y hasta en alguna ocasión les cogieron y les hicieron pagar la travesura con patadas en el culo al más puro estilo de Amancio.

La “película” continuaba y ahora la imagen era de los antiguos ultramarinos donde su madre le mandaba a los recados.

-Javier, tienes que irme a Casa del señor Segundo a por unos mandados –así se llamaba el dueño de la tienda.

-Vale, ¿qué compro?

-Medio litro de aceite, pero del bueno, mitad de cuarto de chicharrones, medio kilo de azúcar…

Javier nunca entendía por qué se compraba todo fraccionado; que si un cuarto de tal, que si medio litro de cual... Con los años supo que los sueldos en esa España de la “doctora Francis” –que ni era doctora, ni era una tía-  también estaban “fraccionados” y “adelgazados”.

Volvió a mirarse la herida y sólo veía sangre que estaba tiñéndolo todo de un rojo intenso. La humedad que sentía no era una buena señal y ahora dudaba de si debía ir a la casa de socorro directamente o a esconderse hasta que las cosas se tranquilizaran.

La bala del Francés le traspaso el intestino, no quedó alojada en el interior, lo cual era bueno, pero un intestino perforado traía consecuencias muy infecciosas, lo cual era malo. Aunque en principio había perdido mucha sangre, el hecho de taponarse la herida con el pasamontañas del atraco hizo que momentáneamente la hemorragia disminuyera considerablemente y esto le daba un poco más de tiempo hasta que se pusiera a salvo.

Era verdad: su vida estaba pasando como en una película, pero al ir pasando, recordó que había un lugar donde se podría refugiar y de esa forma despistar a la pasma: el sótano del señor Segundo, éste era ideal y seguro que le dejaría esconderse. Además, él conocía a médicos y probablemente le curarían la herida.

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A dos metros de la puerta del banco, Javier se puso el pasamontañas. Pensó que se asfixiaba, el calor era insoportable y sudaba por los cuatro costados. Primero entró el Francés y a continuación lo hizo él.

-¡Esto es un atraco! –gritó el Francés.

Javier no daba crédito a lo que estaba sucediendo, esa frase la había oído mil veces en las películas y ahora era él mismo el protagonista de la película.

-¡Al que se mueva lo mato! –volvió a gritar el francés.

-¡Todo el mundo de rodillas! –el Francés continuaba dando órdenes.

Todo el mundo obedeció a excepción del guarda de seguridad, que en ese momento sacó su “treinta y ocho” y empezó a encañonar a todos los “penitentes”. Ante las voces y gritos del personal, el director de la sucursal salió de su despacho y se encontró con el cañón de la fusca del Francés apuntándole la sien.

Literalmente, el director se cagó por la pata abajo y esto dio lugar a una situación escurridiza que hizo que el Francés diera un traspiés con la mierda del director, con tan mala fortuna que la “star” del nueve corto se le disparó y la bala se encontró con la calva cabeza del director: los fragmentos de sesos se pegaron en el cristal blindado de la caja e inmediatamente se proyectó un chorro de sangre que pintó las paredes del banco de arriba abajo como si se tratara de una pintura de Miró.

Javier se dio cuenta de que algo no iba bien: la idea era llevar balas de fogueo, sólo para asustar y el moromierda le había engañado. El atraco había dado un giro de ciento ochenta grados y ahora la situación ya no era tan romántica; no se trataba de robar un banco, sino que se robaba un banco y se cometía un homicidio.

La situación de caos en el banco era total: los rehenes gritaban histéricos, un muerto, sangre por todos lados y un olor a mierda nauseabundo.

-Moro de mierda, me has engañado –dijo Javier-, me dijiste que era imposible que hubiera heridos y mucho menos un muerto, que las balas eran de mentira.

-¿Eres gilipollas o qué? ¿Crees que se puede atracar un banco con pistolitas de juguete?

-Marchémonos, todavía estamos a tiempo de no cagarla más –dijo Javier.

-El trabajo no ha terminado, no nos iremos hasta que nos suelten toda la pasta.

En ese momento el Francés se volvió hacia la caja y apuntando con la pistola al empleado le exigió que metiera todo el dinero en la bolsa que le había entregado. El cajero denotaba un nerviosismo enfermizo que no mejoraba las cosas y en un arrebato de heroísmo pulsó el botón de alarma. El Francés de dio cuenta de la maniobra y acto seguido descargó las ocho balas que tenía el cargador contra el cristal que protegía al héroe. Finalmente, el cristal cedió ante el empuje de la fuerza de la munición y la última bala se incrustó en el cuello del cajero. Esa bala le había perforado una vértebra y había reventado la médula espinal del menda: el cajero cayó como un guiñapo.

El Francés pulsó el botón de seguridad del cargador de la “star” y éste se deslizó hacia el suelo, a continuación, con su mano izquierda sacó otro cargador del bolsillo y lo introdujo en la pistola.

-¡Venga, ¿alguien más quiere hacerse el valiente?! –gritó el Francés.

Javier estaba acojonado, las cosas empeoraban por momentos y si les trincaban iban a pasar una larguísima temporada en el talego. Las manos las tenía sudorosas y más de un rehén se dio cuenta que la pistola temblaba en su mano, lo que subía la tensión y el terror de la gente.

-¡Vamos, toda la pasta que haya la quiero en la bolsa! –ordenó el Francés a otra empleada sollozante.

El Francés ni se fijó en la cantidad de dinero que la empleada del banco metió en la bolsa, ni muchísimo menos tenía tiempo para contarlo. La alarma estaba sonando insistentemente y los viandantes ya se paraban en las cercanías del banco. El segurata empezó a meter prisa para salir de la ratonera, pues empezaban a oírse lejanas sirenas de policía. Empezaron a andar de espaldas, mirando hacia atrás y hacia delante; salió primero el guarda, a continuación, con la puerta entreabierta, el Francés apuntó a Javier con la pistola.

-¿Te acuerdas del Rastro? –le dijo el Francés a Javier.

-¡Claro que me acuerdo! ¿Pero, qué tiene que ver eso ahora? –respondió Javier.

-A este moromierda, como tú me llamas, no se le humilla como tú lo hiciste.

-Pero…

No pudo pronunciar nada más porque en ese instante oyó una detonación, y sintió un calor penetrante en la barriga. Se miró y vio como su ropa empezaba a teñirse del color de la muerte. Escuchó un “clic” y miró al Francés, éste quería darle el tiro de gracia, pero por suerte la pistola se encasquilló y no escupió más balas.

-¿Qué me has hecho hijo de puta?

Javier no obtuvo respuesta. El segurata enganchó al Francés por el cuello de la chaqueta para salir a toda hostia del banco, casi lo arrastraba, porque éste no había quedado satisfecho con el balazo en las tripas de Javier.

-Mi trabajito contigo no ha acabado, te mandaré al puto infierno cabronazo –gritaba el Francés a Javier.

El segurata de mierda y el moromierda emprendieron una carrera hasta el “ochocientos cincuenta” que estaba aparcado frente al banco. Las sirenas de la policía no eran un eco lejano, sino una realidad estridente.

-Espero que esta chatarra corra lo suficiente –le dijo el Francés al segurata.

-No te preocupes, el motor está trucado y si hace falta este buga se pone de manos –respondió el “experto”.

Arrancaron y enfilaron la carretera de Extremadura a toda velocidad…

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El actual Javier había surgido de la necesidad. Cuando la vida te aprieta tienes que “encontrar agua en el desierto” y él buscaba sin descanso el “agua” necesaria para sobrevivir todos los días.

Nada podía hacer sospechar que la vida que llevaba hubiera entrado en los planes de sus padres, todo era perfecto: su educación, sus necesidades, sus ilusiones, todo estaba a salvo. Pero los caprichos del destino tuercen las ilusiones y el futuro de las personas. El destino parece que no existe, pero cuando analizas la vida desde múltiples perspectivas te das cuenta que los pasos que vas dando te conducen -¿sin querer?- hacia lo que te habías propuesto desde un principio. Los caminos que recorres, a veces, crees que no tienen nada que ver con el esquema general de lo que te has propuesto, pero cuando tienes todas las piezas del rompecabezas, el sentido de la vida empieza a tener sentido.

Eso le pasaba a Javier: se estaba desangrando y no entendía cómo había llegado hasta ese punto. Tampoco entendía que la hora de su muerte tenía que llegarle siendo tan joven. Él sabía que todavía tenía que hacer muchas cosas: no había perdido la esperanza de volver a estudiar, de vivir honradamente de una vez por todas, de enamorarse de la mujer de sus sueños, de perderse en los confines del placer, de…

Seguía mirándose las manos ensangrentadas y pensaba que no era tan mala persona, en realidad, sólo intentaba vivir sin hacer excesivos daños con su infantil comportamiento delictivo. Ningún delito importante, sólo pequeños hurtos y bastantes necesidades por cubrir.

A menudo recordaba el “caminante no hay camino, se hace camino al andar…” –se acordaba de poco más- pero esa frase le obsesionaba hasta el punto que en infinitas ocasiones pensaba que cuando andaba por las calles de Madrid ya eran caminos de otras personas y que el suyo era otro que todavía no había encontrado. Quizá su camino no estaba en este Madrid que mata sin compasión a los incautos que se dejan amedrentar por sus dimensiones, este Madrid de inviernos sin compasión, este Madrid de veranos que funden las ilusiones, este Madrid de mierda.

Había decidido que en cuanto pudiera iba a cambiar de ciudad, que iba a hacer un punto y aparte en su vida para comenzar a hacer su propio camino. Todo sería distinto: las gentes, las calles, quizá un mar, tal vez otras estrellas.

La oportunidad de cambiar se le había presentado de la forma más inesperada: un robo, y si salía bien, una nueva vida. Lo curioso del caso es que el atraco le iba a cambiar la vida, pero no de la forma que él imaginaba, en realidad de una forma muy especial, donde sus anhelos iban a discurrir por caminos nunca transitados.

La gente empezaba a mirar a Javier, sentado en el suelo y con la ropa teñida de rojo. Alguien ya estaba pidiendo un médico y algún otro sugería que había que llevarle a la “casa de socorro”. Javier tomó aire y de una forma penosa se puso en pie como pudo. Las voces de la gente le aturdían y el calor de mayo ya no le hacía sudar, ahora tenía escalofríos, la visión se le empezó a hacer borrosa y sólo tenía ganas de dormir, de descansar, de parar de una vez. Un instante después, la visión pasó de ser borrosa a nítida, ahora sólo veía luz, una luz maravillosa y el dolor había desaparecido por completo. Escuchó una especie de música celestial: eran las sirenas de la pasma, que con sus estruendosos alaridos habían reunido a una muchedumbre de cotillas y curiosos que daban su particular y docta opinión sobre lo que estaban viendo:

-Es un etarra que trataba de escaparse y el hijo puta ha caído con todas las de la ley –decía el cotilla uno.

-Nada de eso, ha sido un ajuste de cuentas de la mafia siciliana –decía el cotilla dos.

-Estáis equivocados, es un asesino a sueldo que le ha salido el tiro por la culata –respondía el cotilla tres.

-No tenéis ni puta idea, es un borracho con una trompa del “diez” –zanjaba el cotilla cuatro.

La policía ordenó a la muchedumbre que se alejara del etarra-mafioso-asesino-borrachín o de lo contrario tomarían medidas más persuasivas –en ese momento, todos los policías empezaron a acariciar sus porras con nostalgia- la gente obedeció con una mezcla de terror y borreguismo digno de elogio.

Un madero muy sensible agarró a Javier por detrás y con una llave de Judo –o quizá fuera una ostia normal y corriente- le derribó dejándolo en posición de decúbito prono, o sea, boca abajo. A continuación abrió las esposas y engrilletó la mano izquierda con la derecha.

-Este cabrón ya no se escapa –dijo el policía orgulloso con la proeza de haber capturado a un moribundo.

Más sirenas: ahora ambulancias, todas las de Madrid. Se bajaron varios personajes vestidos de blanco y enseguida hubo un atasco de camillas.

-¿Dónde están los heridos? –preguntó el de blanco.

-Sólo hay uno, pero creo que está muerto –respondió el policía valiente.

-¿Es usted médico para saber si está vivo o muerto? –interrogó el de blanco.

-No, ¿y usted? –responde y pregunta el policía.

-Pues no, así que nos lo llevamos al hospital.

-Espere, tenemos que ir con ustedes, nunca se sabe lo que podría ocurrir con un tipo así –ordena el policía.

Al “tipo así” le queda muy poco para desangrarse y como no dejen la conversación el de “blanco” y el “valiente” lo único que van a poder hacerle a Javier es el certificado de defunción.  

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El ochocientos cincuenta avanzaba a toda pastilla por la carretera de Extremadura, en el interior, los ocupantes se hacían reproches mutuos sobre el resultado final del golpe: dos muertos y un botín de una cuantía indefinida –bastante inferior a lo que prometió el Francés- debido a la locura del moro.

-Tenemos a todos los maderos de Madrid que se nos van a meter por el culo –dijo el segurata.

-¡Calla y conduce! –dijo el Francés.

-¡Eso hago cabrón!

-¡Acelera!

-Esto ya no da más de sí.

El segurata pisaba el acelerador a tope y parecía que iba a desfondar el suelo del coche de la fuerza que imprimía al pedal. A la vez, esquivaba todos los coches que le precedían haciendo maniobras imposibles y temerarias. La tracción trasera del “ochocientos cincuenta” hacia recular de vez en cuando el vehículo con fuertes chirridos de frenos para evitar un posible hostión. Los roces con el resto de coches que también subían por la carretera, se sucedían cada vez con más frecuencia y mayor virulencia. La policía los tenía al alcance de la mano y dado que el tráfico era denso, desistieron de utilizar las armas para detener al “Fitipaldi”. Sin embargo, esta idea no iba con el Francés; abrió la ventanilla y sacó el arma dispuesto a continuar la matanza. Un tiro, dos, tres y al cuarto, el “seiscientos” que iba justo detrás de él, se estrelló contra una farola a la altura de Campamento. Un tiro, dos y al tercero alcanzó al coche patrulla que había sustituido al “seiscientos”. Ahora el siguiente coche de la policía no titubeó en hacer uso de la “Zeta”. Una ráfaga, dos y a la tercera el coche de los atracadores se estampó contra una de las puertas de entrada del cuartel del Ejército de Tierra. El “fórmula uno” empezó a echar humo del motor, éste se quedó acelerado y con peligro de convertirse en una bola de fuego. Cinco coches patrulla estaban echando alaridos y de ellos se bajaron diez maderos con el gatillo fácil. Primero ordenaron a los ocupantes del coche achatarrado que se entregaran con las manos en alto. Nadie salió. Los polis se fueron acercando con precaución y cuando llegaron a la altura de las ventanillas entendieron por qué no salía nadie de las cuatro latas que habían quedado de ese golpe: el conductor, con uniforme de empresa privada de seguridad, tenía un hilillo de sangre que salía del labio y descendía por la barbilla hasta gotear en su pantalón. Parecía que sus heridas eran leves, pero los policías enseguida comprendieron todo lo contrario cuando vieron el volante partido y clavado en su abdomen.

-Este tipo no tiene solución –dijo uno de los maderos-. El volante nos ha ahorrado balas y explicaciones.

A continuación fijaron la vista en el copiloto. Todavía respiraba y se dispusieron a sacarlo de entre el amasijo de hierros en que se había convertido el pequeño utilitario. A simple vista su aspecto era muy grave: la cara ensangrentada como consecuencia de haberse estampado contra el parabrisas y haberlo partido del cabezazo; la cabeza del fémur se le había desplazado y ésta asomaba terriblemente por el lado de la pelvis derecha.

Los agentes asieron al Francés por debajo de las axilas para sacarlo del coche, con tan mala fortuna que al hacerlo, uno de los hierros que aprisionaba su pierna izquierda le rajó en semicírculo y sacó una especie de bistec a punto de descolgarse de la pantorrilla.

Llegaron las ambulancias: una de ellas se iría con su carga en silencio; la otra emprendió una carrera malsonante hasta el Primero de Octubre.