CAPÍTULO II
A
la hora acordada, Javier y el Francés se reunieron en la Puerta del Ángel, a
las puertas de la iglesia de Santa Cristina. Era temprano y todavía debían
recorrer un buen trecho –y cuesta arriba- hasta el banco. Iban bien de tiempo y
previamente acordaron tomarse unos coñacs en un bar cercano y así darse valor y
cojones. Ya en el bar, a la tercera copa, el Francés entregó la pipa fogueada a
Javier, un nueve corto sin percutor. Javier preguntó al moro por su pistola y
éste le enseñó la fusca que llevaba escondida entre el pantalón y la rabadilla.
Javier le imitó e hizo lo mismo que él; se la escondió, pero por delante, entre
el pantalón y los huevos, eso sí, todo camuflado con un tres cuartos que había
distraído en una elegante cafetería. Lo malo es que hacía calor y ahora dudaba
si su indumentaria no iba a levantar sospechas en cuanto le vieran aparecer en
el banco.
Con
esta duda de Javier, salieron del bar y se encaminaron hacia el objetivo que,
era seguro, el éxito o la cárcel.
El
moromierda fumaba como un carretero, y la cuesta del Paseo de Extremadura se
estaba convirtiendo en eso, extrema y dura. Javier, por el contrario, hacía
mucho tiempo que había dejado de fumar, más que nada porque casi siempre estaba
sin dinero y la mayoría de las veces tenía que pedir un pitillo a cualquiera. A
él pedir no se le daba nada bien y sobre todo le tocaba mucho los cojones tener
que rogar un cigarro, pues era como si pidiera una limosna –aunque en realidad
era así-. Hasta que se acabó el pedir cigarros y fumar, desde ese día se sintió
orgulloso de sí mismo y un poco más libre por haber conseguido dejar la mierda
del tabaco.
El
Francés tosía asquerosamente e iba plagando de escupitajos y esputos toda la
acera de la calle. A Javier cada vez le estaba dando más asco ir junto a él, pero irremediablemente tenía
que continuar con la “ascensión”. Le dijo que si paraban un momento y así,
descansar un rato. Todavía tenían tiempo y por lo menos no le tendría que oír los
gorjeos asquerosos y guturales que salían de su garganta. Se sentaron en un
banco de madera, al pie de un plátano y con una agradable sombra que les
protegían de los rayos del sol que cada vez eran más intensos. Javier empezaba
a notar que le sobraba el chaquetón tres cuartos y ahora estaba casi seguro de
que no debería llevarlo puesto. Las primeras gotas de sudor estaban plagando su
frente y tenía claro que era por el calor, aunque reconoció para sí mismo que
también tenían que ver los nervios y el miedo.
El
Francés recobró el resuello e indicó a Javier que debían continuar. Y así, poco
a poco, se encontraron a escasos metros de la puerta del banco. Javier hizo un
gesto de deglución imposible de disimular.
-¿Tienes
miedo? –le preguntó el Francés.
-Ahora
tengo dudas –respondió Javier.
-Ya
es tarde para las dudas, colega. Ahora vamos a hacer lo que hemos dicho que
íbamos a hacer.
-Sí,
pero…creo que algo no va bien…
Javier
tenía buena intuición para los desastres, y ahora no era distinto, había algo
que no le encajaba; no entendía el interés del Francés por hacerle partícipe
del atraco cuando, seguramente, era un golpe asumible para dos personas,
además, sólo dos, tocarían a repartir bastante más. Por otro lado, el hecho de
llevar pipas de fogueo no lo entendía, pues se iban a meter en un embolado de
cojones y si las cosas iban mal tendrían que responder con determinación y con
balas de las que “duermen” para toda la vida.
-Todo
está saliendo según lo que planeamos –le tranquilizó el Francés.
-¡Mira,
el coche está a la puerta! Ya te dije que el segurata era de fiar –continuó el
moro.
Las
imágenes iban sucediéndose a una velocidad vertiginosa, veía la espalda del
Francés y cómo su mano derecha se iba hacia la espalda, con un gesto claro que
de ahí iba a salir mucho terror. Javier rebasaba a la gente como una visión en
túnel; sus cuerpos y sus caras deformadas y la puerta del banco cada vez más
cerca.
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Javier
había oído decir que cuando se estaba a punto de morir la vida pasaba ante tus
ojos como en una película, pero él se resistía a pensar que esto sucediera de
una forma tan absurda. Cuántas veces había pensado en cómo serían los momentos
previos a la muerte y se sorprendió al comprobar que no se diferenciaban de
ningún otro momento. Es más, si no fuera por el maldito dolor, sería un puto
día más en su aburrida puta vida.
Pero
no era un día más: hoy le había echado valor y había estado dispuesto a cambiar
su mala suerte. Pensó que nada había cambiado, el resultado saltaba a la vista:
traicionado, sin la pasta y a punto de palmarla.
Lo
que no sabía Javier es que este día sí le había cambiado su suerte para siempre
–pero eso no lo sabía todavía-.
El
dolor era cada vez más intenso y finalmente tuvo que sentarse en el suelo y
recostarse contra el pretil del puente. Ahora la vista le ofrecía la Ermita de
La Virgen del puerto y no pudo contener la emoción al recordar las ferias que
pasó con sus amigos en esa explanada al borde del Manzanares. Unas veces
trataban de colarse en las atracciones, otras veces trataban de robar refrescos
–incluso cervezas- de los quioscos. Siempre corriendo, siempre les sorprendían
y hasta en alguna ocasión les cogieron y les hicieron pagar la travesura con
patadas en el culo al más puro estilo de Amancio.
La
“película” continuaba y ahora la imagen era de los antiguos ultramarinos donde
su madre le mandaba a los recados.
-Javier,
tienes que irme a Casa del señor Segundo a por unos mandados –así se llamaba el
dueño de la tienda.
-Vale,
¿qué compro?
-Medio
litro de aceite, pero del bueno, mitad de cuarto de chicharrones, medio kilo de
azúcar…
Javier
nunca entendía por qué se compraba todo fraccionado; que si un cuarto de tal,
que si medio litro de cual... Con los años supo que los sueldos en esa España
de la “doctora Francis” –que ni era doctora, ni era una tía- también estaban “fraccionados” y
“adelgazados”.
Volvió
a mirarse la herida y sólo veía sangre que estaba tiñéndolo todo de un rojo
intenso. La humedad que sentía no era una buena señal y ahora dudaba de si
debía ir a la casa de socorro directamente o a esconderse hasta que las cosas
se tranquilizaran.
La
bala del Francés le traspaso el intestino, no quedó alojada en el interior, lo
cual era bueno, pero un intestino perforado traía consecuencias muy
infecciosas, lo cual era malo. Aunque en principio había perdido mucha sangre, el
hecho de taponarse la herida con el pasamontañas del atraco hizo que
momentáneamente la hemorragia disminuyera considerablemente y esto le daba un
poco más de tiempo hasta que se pusiera a salvo.
Era
verdad: su vida estaba pasando como en una película, pero al ir pasando,
recordó que había un lugar donde se podría refugiar y de esa forma despistar a
la pasma: el sótano del señor Segundo, éste era ideal y seguro que le dejaría
esconderse. Además, él conocía a médicos y probablemente le curarían la herida.
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A
dos metros de la puerta del banco, Javier se puso el pasamontañas. Pensó que se
asfixiaba, el calor era insoportable y sudaba por los cuatro costados. Primero
entró el Francés y a continuación lo hizo él.
-¡Esto
es un atraco! –gritó el Francés.
Javier
no daba crédito a lo que estaba sucediendo, esa frase la había oído mil veces
en las películas y ahora era él mismo el protagonista de la película.
-¡Al
que se mueva lo mato! –volvió a gritar el francés.
-¡Todo
el mundo de rodillas! –el Francés continuaba dando órdenes.
Todo
el mundo obedeció a excepción del guarda de seguridad, que en ese momento sacó
su “treinta y ocho” y empezó a encañonar a todos los “penitentes”. Ante las
voces y gritos del personal, el director de la sucursal salió de su despacho y
se encontró con el cañón de la fusca del Francés apuntándole la sien.
Literalmente,
el director se cagó por la pata abajo y esto dio lugar a una situación
escurridiza que hizo que el Francés diera un traspiés con la mierda del
director, con tan mala fortuna que la “star” del nueve corto se le disparó y la
bala se encontró con la calva cabeza del director: los fragmentos de sesos se
pegaron en el cristal blindado de la caja e inmediatamente se proyectó un
chorro de sangre que pintó las paredes del banco de arriba abajo como si se
tratara de una pintura de Miró.
Javier
se dio cuenta de que algo no iba bien: la idea era llevar balas de fogueo, sólo
para asustar y el moromierda le había engañado. El atraco había dado un giro de
ciento ochenta grados y ahora la situación ya no era tan romántica; no se
trataba de robar un banco, sino que se robaba un banco y se cometía un
homicidio.
La
situación de caos en el banco era total: los rehenes gritaban histéricos, un
muerto, sangre por todos lados y un olor a mierda nauseabundo.
-Moro
de mierda, me has engañado –dijo Javier-, me dijiste que era imposible que
hubiera heridos y mucho menos un muerto, que las balas eran de mentira.
-¿Eres
gilipollas o qué? ¿Crees que se puede atracar un banco con pistolitas de
juguete?
-Marchémonos,
todavía estamos a tiempo de no cagarla más –dijo Javier.
-El
trabajo no ha terminado, no nos iremos hasta que nos suelten toda la pasta.
En
ese momento el Francés se volvió hacia la caja y apuntando con la pistola al empleado
le exigió que metiera todo el dinero en la bolsa que le había entregado. El
cajero denotaba un nerviosismo enfermizo que no mejoraba las cosas y en un
arrebato de heroísmo pulsó el botón de alarma. El Francés de dio cuenta de la
maniobra y acto seguido descargó las ocho balas que tenía el cargador contra el
cristal que protegía al héroe. Finalmente, el cristal cedió ante el empuje de
la fuerza de la munición y la última bala se incrustó en el cuello del cajero.
Esa bala le había perforado una vértebra y había reventado la médula espinal
del menda: el cajero cayó como un guiñapo.
El
Francés pulsó el botón de seguridad del cargador de la “star” y éste se deslizó
hacia el suelo, a continuación, con su mano izquierda sacó otro cargador del
bolsillo y lo introdujo en la pistola.
-¡Venga,
¿alguien más quiere hacerse el valiente?! –gritó el Francés.
Javier
estaba acojonado, las cosas empeoraban por momentos y si les trincaban iban a
pasar una larguísima temporada en el talego. Las manos las tenía sudorosas y
más de un rehén se dio cuenta que la pistola temblaba en su mano, lo que subía
la tensión y el terror de la gente.
-¡Vamos,
toda la pasta que haya la quiero en la bolsa! –ordenó el Francés a otra
empleada sollozante.
El
Francés ni se fijó en la cantidad de dinero que la empleada del banco metió en
la bolsa, ni muchísimo menos tenía tiempo para contarlo. La alarma estaba
sonando insistentemente y los viandantes ya se paraban en las cercanías del
banco. El segurata empezó a meter prisa para salir de la ratonera, pues
empezaban a oírse lejanas sirenas de policía. Empezaron a andar de espaldas,
mirando hacia atrás y hacia delante; salió primero el guarda, a continuación,
con la puerta entreabierta, el Francés apuntó a Javier con la pistola.
-¿Te
acuerdas del Rastro? –le dijo el Francés a Javier.
-¡Claro
que me acuerdo! ¿Pero, qué tiene que ver eso ahora? –respondió Javier.
-A
este moromierda, como tú me llamas, no se le humilla como tú lo hiciste.
-Pero…
No
pudo pronunciar nada más porque en ese instante oyó una detonación, y sintió un
calor penetrante en la barriga. Se miró y vio como su ropa empezaba a teñirse
del color de la muerte. Escuchó un “clic” y miró al Francés, éste quería darle
el tiro de gracia, pero por suerte la pistola se encasquilló y no escupió más
balas.
-¿Qué
me has hecho hijo de puta?
Javier
no obtuvo respuesta. El segurata enganchó al Francés por el cuello de la
chaqueta para salir a toda hostia del banco, casi lo arrastraba, porque éste no
había quedado satisfecho con el balazo en las tripas de Javier.
-Mi
trabajito contigo no ha acabado, te mandaré al puto infierno cabronazo –gritaba
el Francés a Javier.
El
segurata de mierda y el moromierda emprendieron una carrera hasta el
“ochocientos cincuenta” que estaba aparcado frente al banco. Las sirenas de la
policía no eran un eco lejano, sino una realidad estridente.
-Espero
que esta chatarra corra lo suficiente –le dijo el Francés al segurata.
-No
te preocupes, el motor está trucado y si hace falta este buga se pone de manos
–respondió el “experto”.
Arrancaron
y enfilaron la carretera de Extremadura a toda velocidad…
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El
actual Javier había surgido de la necesidad. Cuando la vida te aprieta tienes
que “encontrar agua en el desierto” y él buscaba sin descanso el “agua”
necesaria para sobrevivir todos los días.
Nada
podía hacer sospechar que la vida que llevaba hubiera entrado en los planes de
sus padres, todo era perfecto: su educación, sus necesidades, sus ilusiones,
todo estaba a salvo. Pero los caprichos del destino tuercen las ilusiones y el
futuro de las personas. El destino parece que no existe, pero cuando analizas
la vida desde múltiples perspectivas te das cuenta que los pasos que vas dando
te conducen -¿sin querer?- hacia lo que te habías propuesto desde un principio.
Los caminos que recorres, a veces, crees que no tienen nada que ver con el
esquema general de lo que te has propuesto, pero cuando tienes todas las piezas
del rompecabezas, el sentido de la vida empieza a tener sentido.
Eso
le pasaba a Javier: se estaba desangrando y no entendía cómo había llegado
hasta ese punto. Tampoco entendía que la hora de su muerte tenía que llegarle
siendo tan joven. Él sabía que todavía tenía que hacer muchas cosas: no había
perdido la esperanza de volver a estudiar, de vivir honradamente de una vez por
todas, de enamorarse de la mujer de sus sueños, de perderse en los confines del
placer, de…
Seguía
mirándose las manos ensangrentadas y pensaba que no era tan mala persona, en
realidad, sólo intentaba vivir sin hacer excesivos daños con su infantil
comportamiento delictivo. Ningún delito importante, sólo pequeños hurtos y
bastantes necesidades por cubrir.
A
menudo recordaba el “caminante no hay camino, se hace camino al andar…” –se
acordaba de poco más- pero esa frase le obsesionaba hasta el punto que en
infinitas ocasiones pensaba que cuando andaba por las calles de Madrid ya eran
caminos de otras personas y que el suyo era otro que todavía no había
encontrado. Quizá su camino no estaba en este Madrid que mata sin compasión a los
incautos que se dejan amedrentar por sus dimensiones, este Madrid de inviernos
sin compasión, este Madrid de veranos que funden las ilusiones, este Madrid de
mierda.
Había
decidido que en cuanto pudiera iba a cambiar de ciudad, que iba a hacer un
punto y aparte en su vida para comenzar a hacer su propio camino. Todo sería
distinto: las gentes, las calles, quizá un mar, tal vez otras estrellas.
La
oportunidad de cambiar se le había presentado de la forma más inesperada: un
robo, y si salía bien, una nueva vida. Lo curioso del caso es que el atraco le
iba a cambiar la vida, pero no de la forma que él imaginaba, en realidad de una
forma muy especial, donde sus anhelos iban a discurrir por caminos nunca
transitados.
La
gente empezaba a mirar a Javier, sentado en el suelo y con la ropa teñida de
rojo. Alguien ya estaba pidiendo un médico y algún otro sugería que había que
llevarle a la “casa de socorro”. Javier tomó aire y de una forma penosa se puso
en pie como pudo. Las voces de la gente le aturdían y el calor de mayo ya no le
hacía sudar, ahora tenía escalofríos, la visión se le empezó a hacer borrosa y
sólo tenía ganas de dormir, de descansar, de parar de una vez. Un instante
después, la visión pasó de ser borrosa a nítida, ahora sólo veía luz, una luz
maravillosa y el dolor había desaparecido por completo. Escuchó una especie de
música celestial: eran las sirenas de la pasma, que con sus estruendosos
alaridos habían reunido a una muchedumbre de cotillas y curiosos que daban su
particular y docta opinión sobre lo que estaban viendo:
-Es
un etarra que trataba de escaparse y el hijo puta ha caído con todas las de la
ley –decía el cotilla uno.
-Nada
de eso, ha sido un ajuste de cuentas de la mafia siciliana –decía el cotilla
dos.
-Estáis
equivocados, es un asesino a sueldo que le ha salido el tiro por la culata
–respondía el cotilla tres.
-No
tenéis ni puta idea, es un borracho con una trompa del “diez” –zanjaba el
cotilla cuatro.
La
policía ordenó a la muchedumbre que se alejara del
etarra-mafioso-asesino-borrachín o de lo contrario tomarían medidas más
persuasivas –en ese momento, todos los policías empezaron a acariciar sus
porras con nostalgia- la gente obedeció con una mezcla de terror y borreguismo
digno de elogio.
Un
madero muy sensible agarró a Javier por detrás y con una llave de Judo –o quizá
fuera una ostia normal y corriente- le derribó dejándolo en posición de
decúbito prono, o sea, boca abajo. A continuación abrió las esposas y
engrilletó la mano izquierda con la derecha.
-Este
cabrón ya no se escapa –dijo el policía orgulloso con la proeza de haber
capturado a un moribundo.
Más
sirenas: ahora ambulancias, todas las de Madrid. Se bajaron varios personajes
vestidos de blanco y enseguida hubo un atasco de camillas.
-¿Dónde
están los heridos? –preguntó el de blanco.
-Sólo
hay uno, pero creo que está muerto –respondió el policía valiente.
-¿Es
usted médico para saber si está vivo o muerto? –interrogó el de blanco.
-No,
¿y usted? –responde y pregunta el policía.
-Pues
no, así que nos lo llevamos al hospital.
-Espere,
tenemos que ir con ustedes, nunca se sabe lo que podría ocurrir con un tipo así
–ordena el policía.
Al
“tipo así” le queda muy poco para desangrarse y como no dejen la conversación
el de “blanco” y el “valiente” lo único que van a poder hacerle a Javier es el
certificado de defunción.
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El
ochocientos cincuenta avanzaba a toda pastilla por la carretera de Extremadura,
en el interior, los ocupantes se hacían reproches mutuos sobre el resultado
final del golpe: dos muertos y un botín de una cuantía indefinida –bastante
inferior a lo que prometió el Francés- debido a la locura del moro.
-Tenemos
a todos los maderos de Madrid que se nos van a meter por el culo –dijo el
segurata.
-¡Calla
y conduce! –dijo el Francés.
-¡Eso
hago cabrón!
-¡Acelera!
-Esto
ya no da más de sí.
El
segurata pisaba el acelerador a tope y parecía que iba a desfondar el suelo del
coche de la fuerza que imprimía al pedal. A la vez, esquivaba todos los coches
que le precedían haciendo maniobras imposibles y temerarias. La tracción
trasera del “ochocientos cincuenta” hacia recular de vez en cuando el vehículo
con fuertes chirridos de frenos para evitar un posible hostión. Los roces con
el resto de coches que también subían por la carretera, se sucedían cada vez con
más frecuencia y mayor virulencia. La policía los tenía al alcance de la mano y
dado que el tráfico era denso, desistieron de utilizar las armas para detener
al “Fitipaldi”. Sin embargo, esta idea no iba con el Francés; abrió la
ventanilla y sacó el arma dispuesto a continuar la matanza. Un tiro, dos, tres
y al cuarto, el “seiscientos” que iba justo detrás de él, se estrelló contra
una farola a la altura de Campamento. Un tiro, dos y al tercero alcanzó al
coche patrulla que había sustituido al “seiscientos”. Ahora el siguiente coche
de la policía no titubeó en hacer uso de la “Zeta”. Una ráfaga, dos y a la
tercera el coche de los atracadores se estampó contra una de las puertas de
entrada del cuartel del Ejército de Tierra. El “fórmula uno” empezó a echar
humo del motor, éste se quedó acelerado y con peligro de convertirse en una
bola de fuego. Cinco coches patrulla estaban echando alaridos y de ellos se
bajaron diez maderos con el gatillo fácil. Primero ordenaron a los ocupantes
del coche achatarrado que se entregaran con las manos en alto. Nadie salió. Los
polis se fueron acercando con precaución y cuando llegaron a la altura de las
ventanillas entendieron por qué no salía nadie de las cuatro latas que habían
quedado de ese golpe: el conductor, con uniforme de empresa privada de
seguridad, tenía un hilillo de sangre que salía del labio y descendía por la
barbilla hasta gotear en su pantalón. Parecía que sus heridas eran leves, pero
los policías enseguida comprendieron todo lo contrario cuando vieron el volante
partido y clavado en su abdomen.
-Este
tipo no tiene solución –dijo uno de los maderos-. El volante nos ha ahorrado
balas y explicaciones.
A
continuación fijaron la vista en el copiloto. Todavía respiraba y se
dispusieron a sacarlo de entre el amasijo de hierros en que se había convertido
el pequeño utilitario. A simple vista su aspecto era muy grave: la cara
ensangrentada como consecuencia de haberse estampado contra el parabrisas y
haberlo partido del cabezazo; la cabeza del fémur se le había desplazado y ésta
asomaba terriblemente por el lado de la pelvis derecha.
Los
agentes asieron al Francés por debajo de las axilas para sacarlo del coche, con
tan mala fortuna que al hacerlo, uno de los hierros que aprisionaba su pierna
izquierda le rajó en semicírculo y sacó una especie de bistec a punto de descolgarse
de la pantorrilla.
Llegaron
las ambulancias: una de ellas se iría con su carga en silencio; la otra
emprendió una carrera malsonante hasta el Primero de Octubre.