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miércoles, 19 de junio de 2013

UN VIAJE HACIA DENTRO


No podía dormir, daba vueltas y más vueltas en la cama, y vueltas y más vueltas a los acontecimientos: una llamada, un reencuentro –una vez más- y el mundo que volvía a resurgir. Al día siguiente me reuniría con ella y el miedo me volvía a recordar un pasado insistente que llamaba a mi corazón. Miedo y esas supuestas mariposas que se empeñan en descolocarte el estómago.

Fue curioso, habían pasado 3 años y sin embargo parecía que había pasado una sola tarde, como aquéllas tardes que pasaban tras mis permisos reglamentarios, como aquéllas en la que ya no hubo más tardes. Como aquélla tarde que comenzó en Vigo y terminó en Madrid. Esa tarde daba inicio a una vida nueva, a algo que no conocía, a algo que no sabía expresar con palabras, pero que mi corazón había identificado inequívocamente. El amor surge de la forma más inesperada: dicen que el amor surge de las palabras que se pronuncian, de las miradas que dicen todo sin necesidad de que tus cuerdas vocales vibren en frecuencias innecesarias. Al final del trayecto habíamos creado una nueva vida, un universo completo; un pasado, un presente y un futuro. Cuando los sentimientos se desbocan, tu vida ya no volverá a tener descanso hasta volver al inicio y resolver la latencia que te ha acompañado durante la oxidación de tus células, pero no de tu alma.

La juventud te separa, te muerde, te eclipsa y te hace ver realidades ficticias –y necesarias- para volver al punto de origen. Sin saberlo, “la caverna” te devuelve una sombra irreal y por ella te guías hasta tocar la realidad alternativa que nunca quisiste tener.

El eterno retorno, la realidad insistente, la memoria superpuesta. Y más vueltas en mi cama, una expectativa: nervios, miedo –otra vez-, esperanza, pero amor, sobre todo, amor.

La carretera era muy estrecha, llena de curvas; serpenteaba y de pronto te mostraba un mar azul como un campo perfectamente verde. Puede que no fuera nuestro destino, puede que sólo quisiéramos nuestro viaje; pero destino y viaje se confundían con la verdad irrefutable del amor romántico, con nuestra verdad. Sabíamos que Zeus no nos había podido separar. Nos bastábamos para nuestro amor, sabíamos que nuestro amor lo podía todo, aunque desconocíamos que nosotros éramos nuestros propios enemigos. No importaba: si el miedo nos separaba, nuestro amor nos unía.

Llegamos en un vehículo que más tarde se manifestaría como siniestro. Descalzamos nuestros pies y caminamos por una arena que nos acariciaba, una arena que ha marcado nuestra vida, porque se hizo testigo indiscutible y permanente, de la pasión necesaria para mantener y dar sentido a la vida. Nos desnudamos y nuestros cuerpos, lejos de preguntarse preguntas innecesarias, se apoyaron, se oyeron, se amaron, se acariciaron y comprendieron todo el sentido de la vida: era nuestra vida.

Nuestros cuerpos se separaron, y ganó Zeus, aunque fuera momentáneamente, porque las almas son inseparables. Y si creyéramos que hablamos de cosas ficticias; alma, corazón, sentimientos, existe algo real y recurrente: la memoria. La memoria que te recuerda insistentemente que no puedes dejar de ser quien eres y que amas a quien amas.

Puede que en el fondo, todos tengamos en nuestro corazón una estación de tren que nos haga arrancar nuestra verdadera vida y un eterno viaje que aunque pase por túneles, más o menos largos y oscuros, al final te devuelven a la realidad del paisaje, al lado de la persona que te hace sentir persona, y al amor que nunca nadie consiguió extinguir…

martes, 18 de junio de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (CAP. VIII)


 
 
CAPÍTULO VIII

 

El Francés ya llevaba varios días enchironado en Carabanchel. Ya tenía asignado su chabolo compartido y ya era conocido en la sexta galería. Incluso antes de llegar. Se movía con soltura entre los corrillos y aunque no caía bien del todo, el hecho de tener las manos llenas de sangre, infundía cierto respeto que se percibía en el silencio de las tertulias cuando pasaba a la altura de los que las protagonizaban. A esto, se añadía un pequeño murmullo sobre si había dado matarile a dos o a dos mil julais en su vida pasada. El Francés era consciente de que la única manera de sobrevivir en el talego era produciendo, creando miedo –real o imaginado-. Y con esos pocos días de vida en el módulo, pocos colegas eran los que no sabían a qué carta quedarse: hacerse amigo o enemigo del moromierda.


En realidad, el trullo no tenía que ser una mala cosa para el moro en principio; dentro y fuera se pueden hacer negocios muy golosos a poco que te trabajes a un par de acojonados y caigas simpático a algún funcionario arrastrado y resentido por el trabajo seguro y mal pagado que algún día disolverá su vida sin que nadie le recuerde.

Pero la prueba de fuego tenía que pasarse en el patio, ahí era donde tendría que demostrar su poder y su furia. Era el lugar donde a poco que te hagas de respetar, sin moverte y con una camarilla de incondicionales a tu alrededor, todos los negocios vendrían a ti y decidirías sobre la vida y la muerte.

Ya había enganchado a dos julais como machacas: los había reclutado a uno en la propia celda; a otro en el comedor. Los “convenció” nada más verlos: al compañero de chabolo, la primera noche le tiró de la litera al suelo y, de momento, con el hostión que se dio contra el suelo se rompió las napias. Acto seguido, y sin haberse recuperado de la sorpresa, recibió otra hostia en los huevos. El Francés permanecía de pie sonriendo y dispuesto a continuar con el repaso del compañero. El machaca en ciernes se protegió la cara con los antebrazos y le pidió, le suplicó, que no siguiera.

-Por favor, para, haré lo que me pidas –casi lloraba el colega.

-Creo que nos vamos a entender: a partir de ahora, si te digo que te tires por un barranco, vas y te tiras. Si te digo que mates a tu madre, la rajas de arriba abajo ¿Te ha quedado claro?

Por supuesto que le había quedado claro al “Pajalarga”. Hacía tiempo que ya había tenido otro encontronazo con otro compañero de celda y en esa ocasión estuvo a punto de palmarla. Esta vez sería distinto, primero se doblegaría y después…ya veríamos. Pero lo primero era sobrevivir.

El “Pajalarga” era un yoncarra que había entrado en el talego por varios atracos con violencia. En el último se le fue la mano e hirió a la cajera de un supermercado. Ni él mismo se creía que hubiera podido hacer daño a una chavala que no tenía culpa de nada. Pero ese día iba muy pasado y con una selva de monos en la sangre que hubiera dado matarile a su hermana si se hubiera puesto delante. El encargado del supermercado llamó a los maderos y en cinco minutos resolvieron la chapuza del drogata, no sin antes darle un balazo en el culo, el cual le dejó una cicatriz bastante llamativa en forma de estrella.

Con todo, tuvo suerte, pues se pudo desintoxicar en Carabanchel y poco a poco se fue rehabilitando, al menos en cuanto a salud se refiere. Sin embargo, lo que por una parte fue positivo, por otra lo convirtió en un menda calculador, frío y traicionero. Esto no lo sabía el Francés y aunque éste pensaba que lo tenía atrapado en sus redes, lo cierto es que el Pajalarga se tomaría las cosas con tranquilidad y le ajustaría las cuentas cuando menos se lo esperase.

-Sí, me ha quedado claro, no te preocupes, conmigo vas a tener un amigo hasta la muerte –el Pajalarga sabía por qué decía eso.

El otro pipiolo que se buscó por compañero, era el “Vinilos”. El alias se lo puso el personal del talego porque antes de entrar era propietario de una discoteca: “Disco Golden”. Sí, había mucha decoración dorada y hortera, pero era lo que pegaba fuerte en Madrid a finales de los setenta. De todas formas, el éxito le duró poco. Al año de la inauguración, el negocio empezó a flojear. Además, debido a las grandes cajas de pasta que hacía todas las noches, el Vinilos empezó a chulearse de toda la peña; ahora se compraba un buga de millonada, después armaba unos saraos donde corrían todo tipo de sustancias prohibidas y prohibitivas, etcétera. El resultado que le auguraba su contable, fue que iba de cabeza a la quiebra más absoluta si no empezaba a reconducir el negocio y sus caprichos. Así que a Olegario Cienfuegos –que así era como se llamaba en realidad el Vinilos-, no se le ocurrió otra cosa que trapichear con farlopa, tripis y toda clase de venenos que caía en sus manos para ponerlos a la venta en la Golden. La discoteca resurgió, y volvía a llenarse por las noches, pero ahora la gente no iba a bailar, ahora a lo que iba el personal era a por la dosis de lo que se fuera a meter en el cuerpo. La cosa no pintaba mal, hasta que un día Luis pasó unas papelinas a quien no se las tenía que haber pasado.

-¿Será buena? ¿No estará muy cortada, tío?

-Aquí sólo se vende buena calidad.

-A ver, dame cuatro chutes.

-Mira, hoy tengo un buen día y además te voy a hacer un precio especial por un par de chinas.

-¿Sí? ¿Por cuánto me la pasas?

-Precio de amigo: cinco mil pelas.

De pronto, el par de colegas que acompañaban al que estaba haciendo la supuesta compra, se pusieron al lado, muy apretados, contra el Vinilos y el comprador desenfundó una placa brillante, que todavía era más brillante por los rayos de luz que se reflejaban de los focos de la discoteca. Le habían pillado in fraganti. La discoteca se clausuró y así termino la historia de Olegario y empezaba la historia del Vinilos.

El Vinilos se había adaptado bastante bien al trullo y su vida transcurría plácidamente en Carabanchel. El menda, mientras pasaban los días, los meses y los años se había “colocado” en la biblioteca. Era un destino tranquilo y sin sobresaltos. Además el contacto que tenía con la peña solía ser bastante pacífico, ya que él se limitaba a una actividad que dentro del módulo no tenía ningún interés para nadie. Pasaba desapercibido. Menos para el Francés.

El moromierda sabía perfectamente que para tener un par de machacas, éstos debían ser un par de acojonados y que tuvieran mucho que jugarse; de esa forma, con el miedo en el cuerpo podía manejarlos a su antojo.

Reclutar al Vinilos fue muy fácil: un día en la ducha le dijo que si quería formar parte de su equipo; el Vinilos le respondió que estaba bien como estaba y que no quería líos. Cuando se quiso dar cuenta tenía un pincho en la garganta a punto de atravesarle la yugular. No hizo falta más; se puso a sus órdenes, o a sus pies, como se quiera interpretar.

El Francés ya había conseguido lo que quería, pero también era consciente que la lealtad de los dos julais se la tenía que trabajar y por eso les hizo partícipes de las ganancias futuras que pronto iban a sacar. Sin embargo, y esto lo descubriría después, lo que no sabía el Francés es que no tenía dos machacas a su servicio, sino dos enemigos que podían complicarle mucho la vida entre rejas.

Al patio se salía por un lateral de la galería, el Francés y sus consortes estaban en la primera planta y desde arriba se veía el pasillo de la planta baja protegido por una malla metálica que impedía que cualquier objeto tirado, o cualquier julai, cayera y se estampara los sesos contra el suelo. Descendieron la escalera y salieron al exterior. El patio tenía una planta triangular, donde en su base había una canasta, desvencijada y oxidada. En un lado del triángulo había una especie de grada con dos filas de asientos. En el vértice del triángulo había una portería de fútbol sin red.

Algunos internos jugaban a baloncesto, otros a fútbol y otros jugaban al mus en las gradas. Otros, recorrían todos los lados del patio con el afán de llegar a ninguna parte.

Si se alzaba la vista, se podía ver cómo de todos los ventanucos de los chabolos que daban al patio colgaban calzoncillos, camisetas, etcétera, a la manera y modo de cualquier casa del extrarradio de Madrid. La vista era deprimente y, de hecho, cada vez que había alguna visita de algún alto cargo se ordenaba a todos que retirasen la ropa que se había puesto a secar.

Situándose desde el vértice del triángulo se veía la torre de vigilancia y un bulto de color verde que no paraba de dar vueltas alrededor de ella. En el lado opuesto, bajo la torre de vigilancia, se veía la cúpula panóptica desde la que los funcionarios veían toda la explanada del patio. Los lados opuestos lo cerraban los módulos quinto y  sexto.

Ya no había más aire libre, eso era todo: un pequeño espacio donde huir de los olores y del raquitismo de las celdas. Aquí los internos tenían su dosis de espejismo de libertad. Aquí se decidía quién podía vivir y quién iba a morir. Y las personas que decidían eso, estaban sentadas en la grada, tomando el sol de un Madrid apedreado por la delincuencia, un Madrid que era punto de reunión de sueños y de desengaños.

El Francés iba flanqueado a su izquierda por el Pajalarga y a su derecha por el Vinilos. Parecía como si llevaran uniforme: los tres vestían pantalón vaquero y camiseta de hombreras. Los tres atravesaron el campo de fútbol para dirigirse a la grada, allí había varios internos esparramados, menos uno, que parecía que era el que manejaba ese cotarro. Como si se tratara de una corriente eléctrica que hubiera atravesado sus cuerpos, los que estaban tirados por los asientos se incorporaron y saltaron a la arena, interponiéndose entre el trío recién llegado y aquél que parecía el jefe de la tribu de la grada.

-¿Qué cojones queréis? –interpeló un machaca macizo.

-Nada, charlar con tu jefe de negocios –respondió el Francés.

-¡Aparta, Negro, que quiero ver a estos pisamierdas! –resonó una voz desde atrás.

El Negro, que así era como se llamaba la muralla interpuesta entre el Francés y el menda de la grada, se apartó a un lado, mirando de reojo y con desprecio a los tres recién llegados.

-Bien, ¿qué me ofreces?

-Quiero que hagamos negocios juntos.

-¿Y…?

-Te puedo proporcionar la mejor farlopa y al mejor precio que tú puedas conseguir.

-¿Cuáles son tus condiciones?

-Mis condiciones…¡Ah! Sí, te dejaré vivir a ti y a los maricones que tienes a tu lado.

      Los dos hombretones y otros dos mendas, que hasta ahora no habían movido una ceja, se levantaron con muy mala hostia y el final dramático del trío se veía venir.

-¡Esperad!, todavía no...Me parece que no sabes con quién estás hablando. Tiene que ser muy interesante lo que me vas a ofrecer, es más, reza, si es que sabes, porque si no me gusta lo que oigo, tú y los dos maricones que tienes por consortes vais a salir de esta puta trena, no con los pies por delante, sino sin pies ni cabeza.

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Cuando el Francés entró en Carabanchel, tenía muy claro que debía granjearse las simpatías y complicidad de algún funcionario que tuviera dificultades para llegar a final de mes. Las necesidades abren las puertas del ingenio y de la delincuencia –esto lo sabía por experiencia-. La cuestión era saber quién pasaba por apuros económicos. Así que, en los primeros días tuvo que poner las orejas bien tiesas para enterarse del panoli que las estaba pasando putas. No era fácil, el contacto con los funcionarios era mínimo y se limitaba a órdenes e instrucciones. Pero un día, durante la comida, escuchó a un par de funcionarios que vigilaban el comedor y que en ese preciso instante mantenían la siguiente conversación:

-¡Me importa una mierda que no tengas ni un duro! La pasta la quiero mañana sin falta, de lo contrario hablaré con tu mujer y le contaré el encoñamiento que tienes con la fulana del puticlub de la carretera de Andalucía –espetó el funcionario número uno.

El funcionario número dos –el pringao- se quedó blanco y mudo, no sabía qué responder y, menos, de dónde iba a sacar los cinco mil duros que debía al funcionario número uno.

-Dame sólo una semana más, te juro por mis muertos que te devolveré la guita, pediré un anticipo o ya encontraré la manera de conseguirte el dinero, pero te lo devolveré la semana que viene.

-Estoy hasta los cojones de aguantar tus deudas y tus putas. Te aseguro que como no tenga la pasta el próximo lunes, todas tus historias las va a conocer hasta tu puta madre. Avisado quedas.

El moro se quedó con la copla y lo único que necesitaba era forzar una conversación con el funcionario. La ocasión llegó y el Francés no la iba a desperdiciar. El encuentro se produjo junto al ventanuco del economato. El funcionario se disponía a comprar una cajetilla de Winston -¿por qué será que todos los chuloputas fuman el mismo tabaco?- y en ese momento, se acercó por detrás el moro y le dijo al que despachaba que no le cobrara ni un duro al guardia.

-¡Qué cojones te crees que estás haciendo gilipollas!

-Nada, señor guardia, sólo quería invitarle. Me he dado cuenta que es usted muy buena persona y que se merecía una invitación. Mire usted, no conozco a nadie y creo que nadie me quiere hablar –casi lloriqueaba el Francés.

-Pues si te ven hablando conmigo, no sólo no te van a hablar tus compañeros, sino que además te vas a encontrar con un pinchazo y medio desangrado por algún pasillo.

-Lleva usted razón señor guardia, ¿podríamos hablar en un lugar más discreto?

-¿Qué quieres contarme?

-Por favor, lo que tengo que decirle sólo puedo contárselo en otro sitio fuera de los oídos de esta gentuza.

-¡Ja! ¿Y tú qué eres?, pedazo de cabrón.

-Puedo ser el cabrón que le soluciones sus problemas…

El funcionario miró de arriba abajo al Francés con curiosidad, y pensó que no tenía nada que perder por oír a un moro desgraciado.

-Está bien, sígueme. Vamos a hablar en mi oficina, ahora mismo mi colega está de ronda en la sexta y tenemos quince minutos de tranquilidad.

El guardia sabía de la prohibición de hablar con internos, y menos aún de hacerlo en sitios reservados para funcionarios. Pero su desesperación por tratar de encontrar una solución a sus problemas era lo que en ese momento más le preocupaba y no toda la lista de prohibiciones que imperaban en la trena.

El Francés seguía al guardia a cuatro o cinco pasos de distancia. Salieron por una puerta lateral y tomaron un estrecho pasillo que les condujo a una zona más iluminada y limpia. El funcionario pulsó un botón y una cerradura eléctrica chirrió dejando paso a otra zona que parecía más una oficina que un penal. Estaban en el módulo administrativo. El funcionario sacó una llave y abrió otra puerta que condujo a una especie de sala de descanso para funcionarios. Cuatro pequeñas taquillas en un lateral; una mesa redonda en el centro y al fondo un pequeño mostrador con un hornillo y una cafetera de aluminio que tenía la base quemada de tantos cafés que se habían hecho en ella. En un rincón, una televisión en blanco y negro que en ese momento escupía imágenes del enésimo atentado de la Eta contra cuatro guardias civiles en el País Vasco. Se oía a los políticos de turno dar las consabidas explicaciones sobre el atentado y se rebozaban en los manidos clichés para condenar –y no cagarse en los muertos de los putos terroristas- la acción de los separatistas. Todas las crónicas de los informativos sonaban igual, hasta el punto que parecía que si un día no había ningún atentado, las noticias del telediario parecían una cosa extraña. El funcionario bajó el volumen de la tele y ordenó al Francés que se sentase.

-¿Y bien?

El Francés sabía muy bien lo que tenía que decir.

-Lo primero, debe usted perdonarme porque el otro día en el comedor le oí a usted y a un compañero discutir sobre una deuda.

El guardia miraba con desprecio a su interlocutor, pero en vez de soltarle la hostia que le tenía preparada por si la cosa se salía de madre, aguardó un poco más a que terminara su discurso.

-Quiero decirle señor guardia que yo puedo ayudarle con sus deudas.

-A ver ¿cómo?

-Oí a su colega que usted le debía cinco mil duros, yo se los puedo dar, ¡Ojo! Le he dicho dar, no prestar ni devolver, simplemente se los quiero dar.

Ahora el funcionario se rascaba la cabeza incrédulo.

-¿Me quieres tomar el pelo? Mira, no sé lo que pretendes, ni en lo que estás pensando, pero yo no te voy a facilitar ni la fuga ni nada. Lo único que faltaba en mi puta vida es que además de los marrones que tengo encima me enchironasen por ayudar a un moromierda como tú.

-Le aseguro que no voy a pedirle que me facilite una fuga, sé que es casi imposible salir de aquí. En cambio aquí, también sé que se pueden hacer buenos negocios y usted se beneficiaría de ellos sin ponerle nunca en ningún aprieto.

El guardia se relajó y por fin vio que sus problemas podían tener solución. El Francés sacó de su bolsillo un paquete envuelto en papel de periódico y se lo ofreció al guardia, éste lo agarró y lo desenvolvió; había veinticinco mil pelas en billetes verdes.

-Eso es para usted y habrá más, mucho más…  

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 -¡Pues claro que es interesante! Fíjate, te voy a perdonar la vida: hoy es tu día de suerte, si te largas ahora mismo de aquí, me olvidaré de tu cara y ya nunca tendrás que volver a temerte –le dijo el Francés al capo sentado en la grada.

El capo enfurecido dio un salto y se plantó a escasos centímetros del moro: esto parecía que no iba a tener un buen final. Sin embargo, varios funcionarios ya estaban en marcha al encuentro del grupo. En ese momento sonó por los altavoces la orden de evacuación del patio para un recuento extra. Todos los internos, como si se trataran de autómatas dejaron lo que estaban haciendo y se fueron maldiciendo hacia sus respectivos chabolos. El capo espetó al Francés: “eres carnaza de patio hijoputa”.

Durante varios días el Francés tuvo que refugiarse en la enfermería. Él sabía que esto tenía que pasar, pero no había problema, todo estaba estudiado al detalle para no tener que arriesgarse a un enfrentamiento con el preso que había desafiado. A la semana, un funcionario le anunció que ya podía trasladarse a su celda.

Precisamente, a la semana llegó una orden de traslado para el capo y sus consortes; hacia el penal del Puerto, el capo; y los otros a la Modelo de Barcelona. El dinero obraba milagros y doblegaba “férreas” voluntades en Carabanchel…

lunes, 10 de junio de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (Cap. VII)


 
CAPÍTULO VII

 

La cárcel de Carabanchel, vista desde el aire, se asemejaba a un cangrejo de ocho patas -para los optimistas era una estrella-. En realidad era el instrumento que Franco había ordenado construir en sustitución de otra cárcel, la “Modelo”, que había quedado en ruinas tras la guerra civil, ya que ésta estaba situada en la línea del frente.

Su construcción la realizaron, al igual que el Valle de los Caídos, los prisioneros de la guerra. No hubo tantos muertos “laborales” como en el valle, pero también se cobró su parte de vidas inocentes.

Como otros tantos proyectos del régimen, su construcción era chapucera -además de boicoteada, lógicamente por la mano de obra- y ni siquiera se completó todo el proyecto original: las prisas por enchironar a todos aquéllos no afectos al régimen aceleraron su apertura.

Iba a ser una cárcel diferente y moderna: módulos para distintos tipos de delitos y reclusos, un diseño panóptico (aunque esto era más viejo que beber en bota), hospital, zona residencial y un largo etcétera de innovaciones. Todo quedó resumido en un feo edificio, lleno de vicios ocultos y con la misma filosofía que había en todos los penales de España: encerrar a todo bicho viviente que no estuviera de acuerdo con las ideas de Franco y a todo aquél que se le ocurriera robar, aunque sólo fuera una gallina para comer. Ni que decir tiene que maricones y sarasas también estaban incluidos en el menú esperpéntico del sistema carcelario español, que al fin y al cabo, era el reflejo de una sociedad cautiva y desarmada.

El deterioro de Carabanchel en los años ochenta ya era público y notorio: servicios que no funcionaban, funcionarios franquistas enquistados, paredes garabateadas con consignas de “Copel”, tejados pisoteados por los distintos motines, goteras nunca reparadas, ventanas rotas, ventanas llenas de calzoncillos puestos a secar.

Cuando llegó la democracia, los presos políticos que allí estuvieron encerrados y que más tarde llegaron al poder, quisieron cambiar la legislación para mejorar las condiciones de la población reclusa. Pero como siempre ha pasado en España, las mejoras y los indultos no llegaron a todos los presos políticos -es más, muchos se quedaron encerrados entre sus cuatro paredes sin esperanza alguna de salir a corto plazo-, y mucho menos a los presos comunes. Se perdieron muchas energías y sólo ganaron los de toda la vida: los medrosos y apesebrados de una casta política que llegó a gobernar, olvidando a muchos compañeros de celda y de lucha política.

En realidad, la democracia nunca existió en Carabanchel para nadie; así debía ser y así fue hasta el final de sus días.

La vida intramuros era un pequeño universo dentro otro universo más grande. La vida estaba detenida y sólo se tenía constancia de que había vida, por las horas que marcaban el “biorritmo” del penal: recuento, desayuno, visita a la enfermería, educador, la hora del patio, más recuentos, comida, siesta, más patio, la cena, televisión, chabolo, “pico”, “raya”, enculada, “pinchos”, colillas, julais enfilados…

El patio, o mejor dicho, los patios eran los lugares preferidos de los presos más peligrosos: aquí se decidía la vida y la muerte; aquí se chanchulleaba, se hacían negocios, se establecían jerarquías, aquí se “fichaban” a los “cabos de varas”, se nombraban machacas, y se ordenaba a quién le tocaba chinarse. Todo pasaba en el patio, todo pasaba por el patio. Y si el patio tenía que traspasar fronteras o se quedaba pequeño, entonces se recurría a los “tiradores”, que no era otra cosa que reclusos expertos en tirar toda clase de objetos o lo que se terciase para intercomunicar diferentes módulos. De esta forma, la supuesta incomunicación que debía existir entre diferentes módulos, quedaba deshecha y con ella, la protección que algunos presos creían tener por estar simplemente incomunicados por una pared. A más de un violador se lo encontraron “suicidado” en su celda por orden de algún capo con instrucciones –bien pagadas- del exterior o simplemente porque un “viola” en la cárcel era lo peor visto por todos sus compañeros de hazañas.

La vida en Carabanchel de un preso común podía valer lo que una cajetilla de tabaco o una mirada mal echada. Nadie valía nada y si habías entrado inocente saldrías culpable irremediablemente. Carabanchel no reformaba a nadie, sólo fagocitaba y expulsaba mierda en forma de reclusos prisionizados desde el primer día de ingreso: en cuanto entrabas, te convertías en uno más de ellos y si no lo hacías, tu vida podía ser más corta de lo esperado. Todo en el módulo estaba controlado por el “kie” y sus machacas. Éstos se encargaban de realizar y ejecutar todas las órdenes que se le pudieran ocurrir a su kie. Solían ser implacables y si podían, se  aprovechaban de cualquier oportunidad para atraparte entre sus tentáculos. Tú vida no sólo era controlada por funcionarios, guardias, educadores, etcétera, sino que además, los diferentes sinvergüenzas que controlaban la cárcel querían controlarte a ti mismo y a todo aquello que pudieras poseer, incluso tu propia mierda.

Todo era público: si dormías arriba o abajo de la litera, quién era tu compañero de chabolo, si tenías televisión, si sabias leer y escribir, por qué estabas encalomao, si eras maricón o te gustaba la “carne” y el “pescado” a partes iguales…       

Javier descendió de la “lechera” y la luz le cegó por un momento. Respiró un nuevo aire que estaba cargado de aromas de judías con chorizo –o casi- y caldera de gasoil mal quemado, además de otros olores de difícil y extraño bouquet.

Le dirigieron al módulo de ingresos, donde una fila de funcionarios de prisiones con el colmillo más retorcido que un anzuelo para lucios, le esperaban con las manos enfundadas en unos guantes de látex. Le entintaron los dedos para la ficha y le identificaron alfabéticamente. A continuación le cachearon sin miramientos y le hicieron abrir la bolsa de deportes donde guardaba la mísera historia de su vida: un par de camisas, unas playeras de dedo, un pantalón vaquero, una foto cuarteada –por sobada- de alguna chica que quedó atascada en su memoria y poco más. Los funcionarios se sorprendieron de las escasas pertenencias del bigardo y sólo tuvieron que confiscarle un cortauñas, que si lo ves en el suelo, ni te agachas a recogerlo. A continuación lo pasaron a una pequeña habitación donde le hicieron desnudarse; le ordenaron que separase las piernas y se apoyara en una mesa que parecía sacada de alguna clase de párvulos. Un funcionario separó sus glúteos hasta que comprobó que no había ningún objeto extraño introducido en su culo: Javier entendió desde ese día lo que era la dignidad.  

Volvió a vestirse y se encamino a una de las celdas del módulo, donde pasaría los dos días siguientes, a la espera del reconocimiento médico y de las distintas entrevistas que el asistente social, psicólogo y otros trabajadores de Carabanchel iban a hacerle con el objeto de clasificarlo y enchironarlo definitivamente en la cárcel.

La puerta se cerró a su espalda con un sonido chirriante y peliculero, pero que no tenía nada que ver con la ficción; esto era real; esto era una celda y la libertad se había acabado, al menos durante unos cuantos años. Javier se sentó en la litera y con un pequeño giro de cabeza reconoció el exiguo espacio que habitaba: nueve metros cuadrados donde la única opción a la decoración de interiores se basaba en una mesa de mampostería, un retrete de cualquier color menos blanco y una litera con un viejo colchón enrollado con un estampado amarillento que hacía volar la imaginación…

Era curioso, Javier era consciente de su situación y sin embargo, una sensación de tranquilidad y de paz le envolvió en esa celda. No tenía que correr, no tenía que escapar, no tenía que engañar, no tenía que trapichear; simplemente, sólo tenía que estar. Tumbado sobre el jergón, su cabeza empezó a dar vueltas a los últimos acontecimientos vividos; cómo desde una venganza había llegado a una estación, que sin saberlo en ese momento, le iba a cambiar la vida definitivamente. La única duda que tenía era si la persistencia del Francés en su resentimiento le iba a ocasionar algún problema: y sí, tendría problemas con él.

La mañana se había adueñado de la celda y no había ni un sólo rincón ajeno a la luz. Javier se había despertado y llevaba puesta la misma ropa del día anterior: olía mal y su aliento era escandalosamente fétido. Echaba en falta un simple peine y un poco de dentífrico para sentirse mínimamente aseado. La puerta se abrió y un funcionario le hizo entrega de una pequeña bolsa de plástico gris.

-Aquí tienes, para lavarte –le indicó con desdén el funcionario-. Aséate que ahora irás a desayunar y después tienes que hablar con la asistente social ¡Venga, deprisita!

Hasta ahora no se había dado cuenta de que tenía un hambre feroz y el sólo hecho de pensar en un café con leche le hizo salivar y espabilar en el aseo para acudir sin dilación al encuentro de algo de papeo. Se sorprendió del desayuno que estaba recogiendo en la línea de reparto: un tazón hasta arriba de chocolate –se olvidó del café por completo-, dos madalenas y un trozo de pan con mantequilla. Casi no le dio tiempo a llegar a la mesa de bancos corridos; por el camino estaba dando buena cuenta de las madalenas y los colegas que habían llegado antes que él estaban comiendo-devorando con asquerosa mala educación: parloteaban entre sí, masticando y soltando “perdigones”.

-Tú qué has hecho –le preguntó un prenda a otro prenda que tenía enfrente.

-Na, le pegué unas hostias a mi “santa”. La muy puta se estaba tirando al pescadero y éste devolvía el favor de los calentones con gambas de Huelva y merluza. La verdad es que últimamente comíamos más pescado de lo normal y las pelas que entraban en casa no eran como para degustar esos manjares ¡Tío, hasta angulas de Aguinaga! –el interpelado, en ese momento, parecía como si estuviera pelando langostinos con la madalena en la mano.

-Entonces se te fue la mano –concluyó el cotilla.

-Un día la seguí hasta la pescadería. El pescadero estaba a punto de cerrar y ella pasó por detrás del mostrador con una soltura…Vi que echaba la llave y yo que tengo un buen “abrelatas” no tardé ni un minuto en abrir la puerta. Entré con cuidado de no hacer ruido, pero el ruido lo hacían ellos ¡la muy puta disfrutaba de lo lindo! Me encendí, me volví loco y agarré lo primero que tenía a mano: una merluza de cinco kilos que se la estampé, primero en su puto culo, después en la cara y así hasta que sólo me quedé con la cola del pescado en la mano. A continuación empezaron las hostias de verdad y ahí me perdí. Por cierto, el pescadero no creo que pueda tener hijos, porque la hostia que le metí en los huevos…-concluyó orgulloso el maltratador.

Javier escuchaba con curiosidad y conteniendo la risa, mientras trataba de echar un trago del intragable potingue que decían chocolate. Entonces, el de la merluza, se volvió hacia él y le dijo: “de qué cojones te ríes, hijoputa”. Hizo ademán de levantarse, pero Javier posó su mano sobre su hombro impidiendo cualquier movimiento.

-Tranqui, colega. No me río, pero me hace gracia los usos que pueden llegar a tener las merluzas: nunca supuse que pudieran servir como arma –tranquilizó Javier al merluzo.

-¿Y tú qué has hecho? –interrogó el del pescado.

Javier comenzó a contar, inocentemente, sus aventuras y desventuras que le habían llevado a Carabanchel. En su inocencia, no cayó en la cuenta de que no se debe hablar más de lo necesario en esos sitios, pues, y esto lo sabría más adelante, las informaciones vuelan y llegan a los oídos más insospechados. Y su relato iba a llegar a una persona muy conocida por él.

Todos los presos desalojaron el pequeño comedor y los funcionarios los dirigieron a un largo pasillo que tenía puertas a ambos lados del mismo. Tocaba entrevistas y de ahí no saldrían hasta casi la hora de comer.

El primero en pasar fue Javier, escoltado por el funcionario de turno. Le tocaba la entrevista con la asistente social.

lunes, 3 de junio de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (CAP. VI)


 

CAPÍTULO VI

 

Merche contuvo el aliento: estaba a punto de realizar su último examen de carrera y por fin se pondría a trabajar. Lo primero que iba a hacer es sacarse unas oposiciones; no le sería difícil, era buena estudiante y la demanda de asistentes sociales crecía año tras año en España. Se ofertaban plazas para todo tipo de instituciones y en gran cantidad. Ella quería trabajar  para instituciones penitenciarias, más concretamente, para recuperar personas. Toda su vida le llamó la atención las circunstancias que a una persona le llevan a cometer un delito y cómo la sociedad puede recuperar esa misma persona. Siempre estaba pensando en el bien y el mal. En ocasiones, y sobre todo, cuando había bebido una copa de más, el pensamiento lúcido aparecía en forma de una clarividencia absoluta, en esos momentos tenía claro que no existían ni el bien ni el mal, sino la relatividad de las circunstancias que acompañaban a una sociedad en el momento de desajustarse a un tiempo y a un espacio. Siempre era la circunstancia. Siempre era el momento. Siempre era el lugar.
Por otra parte, estaba obsesionada en cómo el derecho se empeñaba en regular, e incluso, de alimentarse de las “normas” morales para impartir justicia, toda vez que, la lentitud con la que evolucionaba la misma, en raras ocasiones confluían en un presente inmediato y urgente para el que necesitaba de ella. Había otra palabra que le obsesionaba: reinserción. Sabía perfectamente que desde que un preso ingresa en cárcel hasta que sale de ella, tienen que darse una serie de condiciones para que la salida no conlleve el reingreso. Ahí intervenían un montón de profesionales, y ella sería uno de ellos. Estudiaría escrupulosamente todas las circunstancias inherentes que dieron lugar al delito, para que el que cometió el delito se pusiera en el lugar de la víctima. Si lograba que el preso empatizara con su víctima, la mayor parte del objetivo de la reinserción estaría logrado. Sabía que tenía que hurgar en el pasado, en la vida, en las circunstancias, en la educación, en la familia del delincuente, para descubrir los motivos que le indujeron a cometer su delito.

Merche estaba emocionada, sabía que tenía una misión importante en la vida: recuperar personas. Su humanidad, su bondad y desprendimiento no la podían conducir hacia otro sitio que no fuera a  ayudar al mundo.

Mientras pensaba y le daba vueltas a sus ideas sobre la vida, no se había dado cuenta que vivir también es ocuparse de los aspectos más prosaicos de la misma. En realidad, sí se había dado cuenta. Para poder hacer frente a todos los gastos de su carrera –aparte de las lógicas ayudas de su familia-, tuvo que dedicarse a dar clases particulares de egebe, cosa que le gustaba, pero que a veces le hacía perder la paciencia, sobre todo cuando tenía que impartir clases a niños malcriados de familias pudientes, que no se habían preocupado lo más mínimo de la educación de sus hijos y en el momento en que ella entraba en escena estos mismos padres se creían que lo que entraba era una hada madrina que con dos pases mágicos iba a resolver el problema del “Borja” de turno. Muchas veces pensó que más que dar clases a esos niños, se las tenía que haber dado a los padres. Pero bueno, esto eran ingresos y los necesitaba para poder conseguir sus sueños.

Compartía piso con su amiga del alma: Luisa. Luisa era una gallega recalcitrante, que se movía entre la necesidad de cambiar la aldea por la capital y refinar sus modales.

Se conocieron en la cafetería de la facultad. Merche estaba repasando apuntes en una mesa  mientras se tomaba un cortado. Vio aparecer a Luisa en la cafetería más despistada que un calvo en una peluquería. Levantó la mirada y la observó: era una chica con el cabello pelirrojo, más bien alta, con unos pechos no muy grandes y con una figura muy estilizada: vamos, una “jaca”. Sin embargo, contrastaba su figura con sus maneras algo toscas; más tarde sabría el porqué; ella misma se lo diría. Luisa pidió una Cocacola y cuando se estaba retirando de la barra con el vaso, la botella, el bolso y los libros, éstos se le escurrieron y quedaron esparcidos  por el suelo hasta llegar a los pies de Merche uno de ellos. Merche se agachó para ayudar a recoger el desparrame de folios, cuadernos y libros y se los ofreció a Luisa con una sonrisa. Por su parte, la gallega agradeció el gesto con un “graciñas” e inmediatamente Merche le dijo que se sentara con ella.

-¿Cómo te llamas? –preguntó Merche- No eres de por aquí ¿Verdad?

-Chámome Luisa e son da Coruña, bo, dunha viliña que se chama Narón –respondió Luisa.

-Pues chica no te entiendo mucho como sigas hablando en gallego…-casi le recriminó Merche.

Luisa se sonrojó por la metedura de pata al hablar en gallego con una desconocida y en Madrid. Pensó que no había empezado muy bien a relacionarse con los de la meseta.

-Perdón, es que acabo de chegar, perdón, de llegar y el gallego me sale por todas partes –se disculpó la pelirroja.

-No te preocupes, me hace gracia escucharte hablar así y no me molesta, aunque creo que algunas cosas no vas a tener más remedio que decírmelas en castellano. Bueno, cuéntame, ¿qué estudias? ¿dónde vives? ¿tienes novio? Ja ja –Merche explota con una risa, como siempre-, disculpa era una broma.

Luisa también se reía, le había caído bien la madrileña; tenía buen sentido del humor y lo que menos necesitaba ahora eran tristezas, estando tan lejos de su aldea como estaba.

-Bo, eu estudo…perdón quería decir que estudio… ¡si es que me sale solo! No sé qué voy a hacer ni con mi acento, ni con mi gallego recalcitrante, ni con mi morriña.

-Con el acento no tienes que hacer nada, poco a poco lo suavizarás, aunque aquí en Madrid seguirás siendo gallega y en Galicia serás “madrileña”.

-Como te estaba diciendo –continuó Luisa-, estudio para asistente social, todavía no tengo piso y no tengo novio.

-Pues no tienes mucho… Oye, yo vivo cerca de la facultad y necesito otra persona en mi piso para compartir gastos, ¿qué te parece si te vienes a vivir conmigo? Por cierto, en lo del novio no te puedo ayudar, ja ja ja ja –otra vez le sale la risa a Merche.

Merche se bajó en la estación de Moncloa. Nunca le agradó el olor fétido del metro, ni el calor agobiante cuando iba hasta arriba, ni los aprovechados que intentaban tocarle el culo. Eso sí, si pillaba “in fraganti” a algún listo que quería tocar carne, lo que en realidad sentía era carne en forma de cinco dedos que se estampaban en su cara y permanecían más tiempo marcados que el tatuaje de un legionario. Cuando esto ocurría, el vagón estallaba en aplausos para Merche y en rugidos para el “tocador”. Ya se había acostumbrado a estas situaciones y a veces hasta se divertía; pero en cualquier caso, el que tocaba, pagaba. Pero ese día en concreto, al que se hubiera atrevido a hacerlo, a lo mejor, hasta hubiera salido “indultado”. No era para menos, había aprobado las oposiciones y ahora sólo tenía que esperar la plaza de destino.

Traspasó la puerta del piso e inmediatamente los aromas de un caldo gallego que se cocía en la pequeña cocina le abrieron un apetito feroz. En esos momentos pensaba que no podía haber elegido mejor compañera de piso que a una gallega que tenía gracia y además sabía cocinar y, por cierto, muy bien.

-¡Luisa! ¡Luisa! –gritó Merche.

-¿Qué, qué? ¿Qué pasa? –respondió la cocinera, que había salido con un mandil, posiblemente de Portugal.

-¡He aprobado! ¡He aprobado! –saltaba de alegría Merche.

-¡Pues eso hay que celebrarlo! –respondió Luisa, que ahora también saltaba con Merche.

-Vale, pero primero tenemos que comer, traigo un hambre que me comería hasta un niño crudo. Huele muy bien, ummm –salivaba Merche.

-¡Hoy comemos fuera! –ordenó Luisa.

-Tía, tengo pocas pelas y…

-Nada, nada, hoy invito eu, os meus pais, perdón, mis padres me han mandado dinero, no hay problema –resolvía la gallega.

Merche se había acostumbrado a oír a Luisa hablar en gallego, en castellano, en gallego y castellano mezclado y en todas las tonalidades de la lengua de Rosalía de Castro. Es más, cuando hacía días que Luisa sólo hablaba en castellano, echaba en falta la calidez de un idioma que poco a poco ella misma estaba aprendiendo.

Descendieron en “Latina” y se dispusieron a pasear hasta el restaurante. Ambas iban cogidas del brazo y no dejaban de parlotear: sobre la universidad, sobre las oposiciones, sobre Madrid…Tenían esa complicidad de amigas que sólo lo da el vivir y convivir en una ciudad agresiva, en la cual tienes que estar continuamente ayudándote, o de lo contrario te devora y te aliena hasta desposeerte de tus raíces más íntimas y personales. En todos estos años, una y otra tuvieron que ayudarse, entenderse y hasta ser su pañuelo mutuo de lágrimas. Merche y Luisa, sin querer, o queriendo, se habían convertido en algo más que amigas; del terreno más superficial de los inicios de su convivencia, llegaron a establecer lazos que iba más allá de lo que habitualmente se tiene que dar entre compañeras de piso.

Habían decidido ir a comer a Casa Ciriaco, en la calle Mayor. Ya estaban a la altura de San Isidro y se disponían a atravesar la Plaza Mayor y girar a mano izquierda para encontrarse en la dirección que querían.

Casa Ciriaco era un bar y restaurante de toda la vida de Madrid. Allá no ibas a encontrar una cocina de diseño ni nada por el estilo: lo que encontrabas era una cocina madrileña a la más vieja usanza, con una carta interminable de delicias bien preparadas por Conce, la cocinera. Mariano, su marido, era un poco más “moderno” y siempre estaba pendiente de las innovaciones de la nueva “hornada” emergente de cocineros que empezaban a triunfar dentro y fuera de España.

-Conce, estaba pensando en que quizá deberíamos darle un nuevo aire a la carta, ya son muchos años los que llevamos dando lo mismo: patatas bravas, calamares, caracoles, callos, manitas…-le decía Mariano a su mujer.

-¡Otra vez estás con lo mismo! –regañaba Conce a Mariano- ¿Acaso no nos va bien con lo que ofrecemos? ¡Si no damos abasto!

-Pero…como dice el dicho: “Renovarse o morir” –contesta Mariano.

-Pues muérete tú, pero yo no pienso hacer en mi cocina ninguna estupidez moderna de ningún cocinerillo que todavía no sabe ni limpiar una “japuta” –contestaba, con razón, Conce.

-Podíamos poner, por ejemplo, un “turnedó rosini” o lubina en salsa de manteca negra o… -Mariano se esforzaba en convencerla.

-¿Un “turne” qué? Mira Mariano, no empieces: no empieces que suelto el mandil aquí mismo y me voy a casa a leer el “Lecturas”, que ya está bien de soportarte a ti y a tus delirios de ganar una estrella de ésas que dan los franchutes ¡Qué sabrán ellos de preparar unas buenas manitas rebozadas! ¡Pero si cocinan con mantequilla! -respondía con excesiva contundencia la cocinera.

Un día más, Mariano se rendía y se disponía a repartir apetitosas raciones de callos y patatas bravas a su parroquianos de toda la vida.

Merche y Luisa asomaron la cabeza por la puerta de Casa Ciriaco y Mariano, como si fuera un lince, las reconoció al momento; les guiñó un ojo y al momento tenían una mesita con un mantel de ajedrez rojo y blanco, copas impolutas y cubiertos, sencillos, pero brillantes y bien colocados sobre el mantel. Un canastillo de pan gallego y una jarra de agua del “Canal”. Como Ciriaco era un tipo agradable y detallista, siempre le gustaba poner algún clavel en un mini búcaro. Los claveles, siempre de la gitana Lola.

Esto detalles son los que les gustaban a las dos amigas: un tipo agradable, un local con gracia y una comida económica y extraordinaria.

-Han venido mis clientas más guapas, esto es lo que le da calidad y señorío a Casa Ciriaco –piropeaba el Mariano adulador.

-Como vuelvas a ponernos coloradas dejamos de venir –amenazaba Luisa en broma.

-Vale, vale ¿Qué os apetece comer hoy? Hoy le ha salido el cocido a la parienta que ya quisiera Lardhy, vamos, como para ir al cielo directamente. También tenemos un bacalao a la madrileña que vas a necesitar otro canasto de pan para mojar la salsa y…-a Mariano si no se le paran los pies, sigue y sigue…

-¡Decidido! Hoy cocidito –dijo Merche.

-Pues para mí, también –coreó Luisa- ¡Ah! Y ese vino de Arganda que entra tan bien.

-¡Marchando dos cociditos para las “princesas” de la “nueve”.

Las dos amigas empezaron a servirse mutuamente el agua y el vino. Merche, como siempre, pellizcó un poquito de pan y Luisa la imitó. Con cierto aire de tristeza, Luisa empezó a interrogar a Merche sobre el futuro que les esperaba. Eran conscientes que su separación era inminente y que sus caminos se iban a separar definitivamente.

-¿Qué vas a hacer? –le preguntó Merche a Luisa, mientras seguía comiendo un trocito de pan.

-Me lo he estado pensando, ya me he cansado de Madrid. Vine porque necesitaba un aire nuevo, conocer nuevas personas…Necesitaba alejarme de mi Galicia para volver a necesitarla. En todo este tiempo he echado en falta los colores, los aromas, el mar. Madrid en estos años me ha dado mucho, pero también me ha quitado mucho: ver tanta gente con ideas similares, ropa similar, gente plastificada, gente dominguera, niños que no saben de dónde sale la leche que se toman en el desayuno, gente que sólo sabe la programación de la televisión como si fuera el Padrenuestro ¿Sabes que el otro día me sorprendí a mí misma porque estaba pensando en castellano? Pues sí, ese día me di cuenta que era hora de volver, que era hora de reencontrarme conmigo misma, pero allá, donde el verde de la tierra tiene todas las tonalidades que ningún pintor podrá plasmar nunca en un cuadro. Donde vas por un camino y nadie te empuja, donde es probable que sólo te cruces con una mujer y un par de bueyes. Donde, le pese a quien le pese, las meigas te acompañarán en largos trechos, recordándote que estás en una tierra mágica. Donde la poesía es triste; donde la lluvia, no te moja, sino que te acaricia; donde la comida, aunque sea un simple caldo, es un manjar de dioses. Pertenezco a ese pequeño trozo de paraíso: ya he visto aquí todo lo que tenía que ver y, definitivamente, me vuelvo a mi casa. Te voy a echar mucho en falta, has sido para mí, más que una hermana ¡Pero bueno! No me voy a poner triste. Nos volveremos a ver, y tú vendrás a Galicia y verás qué bien lo pasaremos de nuevo –remató Luisa.

Merche asintió con la cabeza y además, le hizo una seña a Luisa para indicar que Mariano venía con una sopera humeante de cocido. El comedor del restaurante estaba inundado de olores de buena comida, de comida hecha con amor. Se notaba que la cocinera realizaba su trabajo con el afán, no sólo de llenar estómagos, sino de revolucionar los sentidos.

-Pues yo –continuó Merche-, lo que quiero es empezar ya a trabajar. Sabes que mi mayor ilusión siempre ha sido el trabajar con personas. Tratar de entender los porqués de la delincuencia. Tratar de volver a una situación anterior al preso que, precisamente por ser preso, lo pierde todo en la vida: su familia, sus amigos, su libertad. Creo que muchísimos de ellos son fruto, precisamente, de esa sociedad de la que tú te vas a alejar.

-¿Y cómo piensas cambiar a toda esa gente? ¿No te da miedo trabajar en una cárcel? –Luisa se esforzaba en entender los proyectos de su amiga.

-Tía, debe ser como la vocación de los curas: lo sientes y hay algo en tu interior que te empuja a realizarlo, no sé cómo explicarlo…Además, creo que allí donde vaya me tiene que ocurrir algo, algo bueno, algo que va a valer la pena .

-Oye, cambiando de tema, ¿y de tíos cómo andas? –ahora preguntaba la cotilla de Luisa.

-Bah, de eso mejor no me hables. Los tíos de la facultad o están con novia, o están pensando en alguna “manifa” a favor de los derechos de las ranas con pelos… Ni me acuerdo de cuándo estuve por última vez con un tío. Debo tener telarañas por ahí abajo –se reía Merche, mirándose el “origen del universo”.

La comida terminó con un arroz con leche, de ésos que te dejan apoltronado en una silla y crees que ya no podrás volver a caminar…

Las dos amigas decidieron tomarse un café en Zahara. Llegaron hasta la Puerta del Sol y a continuación cruzaron Arenal. La plaza, como siempre, estaba abarrotada y debían tener precaución de los descuideros que pululaban y “marcaban” a sus víctimas a distancia. Merche tenía experiencia para esos casos y se aferraba al bolso como si estuviera cosido a su cuerpo. Subieron por Preciados y al llegar a los almacenes que tenían el mismo nombre que la calle, se metieron  a olisquear y curiosear brevemente, no sin antes probar los perfumes que se ofrecían a los clientes potenciales y a toda clase de curiosos . Se echaron un Chanel número cinco y volvieron a salir rumbo a la Gran Vía.

Perfumadas, siguieron desgranando intimidades, locuras, sueños, morriñas, proyectos y promesas de volver a verse: costase lo que costase.  

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (CAP. V)


 
CAPÍTULO V

 

-Debemos condenar y condenamos a Javier… en concepto de coautor de un delito de robo con violencia, con uso de medio peligroso, previsto y penado en los artículos doscientos treinta y siete, etcétera, etcétera y etcétera –el Juez relataba y desgranaba artículos y penas.

La sala era un espacio que imponía respeto, sobre todo a un muchacho que nunca había estado en esos trances y en esos lugares: las paredes forradas de madera le daban un aspecto entre lujoso y académico; al frente una bandera española con el último pájaro bordado que no volvería a aparecer, salvo para los nostálgicos del régimen de Franco –que eran bastantes-, en ningún otro trapo; más centrado, había un retrato del rey Juan Carlos con cara tristona y en pose de descanso militar. Por delante de los símbolos, una hilera de señores bien alimentados, forrados de negro y con unas ridículas y primorosas bocamangas, que más que impartir justicia parecía que iban a repartir flores. Los mismos, permanecían sentados –o atornillados- en unos amplios sillones tapizados de púrpura y con maderas talladas con algo que parecían bustos de conquistadores o guerreros y rematando la decoración, una balanza parecida a la que usaban los gitanillos para pesarte el clásico melón de Villaconejos. En los laterales, más señores de negro y alguna que otra mujer con cara de no pertenecer al grupito.

Javier, escoltado por dos picoletos, apenas levantaba la mirada, sentía en su nuca todos los ojos de una sala repleta de curiosos, estudiantes de derecho y periodistas que no habían dejado  pasar la ocasión para presenciar el juicio del año. Las miradas eran expectantes, todo el mundo pedía las cabezas de los delincuentes; el resultado del atraco y la violencia gratuita del mismo, había creado cierta alarma social. Y eso Javier lo sabía; dos personas inocentes asesinadas a sangre fría; uno de los atracadores muerto como resultado de la huida y ,él mismo, a punto de diñarla.

El Francés se caía con todo el equipo: veinte años por cada uno de los asesinatos, cuatro por el intento de asesinato ocho por el robo con violencia, dos años por resistencia a la autoridad y así, un rosario de años de condenas interminables que iban a hacer que el Francés sólo pudiera salir de la cárcel directo al paraíso, para ver a las huríes que Mahoma prometía. Esto en teoría; la verdad es que saldría antes de tiempo merced a la justa justicia española. Pero también podía suceder que, intramuros se encontrase con otro tipo de justicia…El tiempo lo diría.

Los dos condenados, al finalizar la sesión cruzaron sus miradas: el Francés rebosaba odio y con sus ojos estaba pronunciando un discurso de maldad y venganza sangrienta hacia Javier; éste no pudo sostener la mirada, en ese momento sentía pavor del lugar, de los policías, de los periodistas e incluso de las moscas que revoloteaban descaradamente en el denso aire que ocupaba toda la sala.

Por fin acabó todo, los dos guardias civiles sujetaron a Javier por los brazos y le condujeron fuera de la sala por una puerta lateral, hasta un oscuro garaje, donde se encontraba la desvencijada y ruidosa furgoneta de traslado de presos. Estaba relativamente aliviado de haberse quitado de en medio de la vista del Francés. Aunque le preocupaba que ambos coincidieran en la cárcel.

Antes de subir al vehículo, se atrevió a preguntar a un guardia.

-¿Sabe usted si el moro va al mismo trullo que yo? –preguntó Javier con temor.

-Así es, vais a Carabanchel los dos. Tenéis unas largas vacaciones pagadas y si por mí fuera, os metía en los chabolos de las damiselas para que supierais las múltiples formas que adopta el placer –respondió con poca gracia el guardia civil.

Javier estaba cada vez más acojonado, pensaba por momentos que, o bien el Francés, o bien algún prenda baboso le iba a hacer la vida imposible durante los próximos años. Sus ojos empezaron a encharcarse y el guardia, arrepentido de la negra exposición que le había hecho al muchacho, trató de calmarlo.

-A ver chaval ¿Cuántos años tienes? –pregunta el guardia arrepentido.

-Veinte –responde Javier.

-No te preocupes, se ha demostrado que no has matado a nadie y eso dentro de Carabanchel tiene valor, al menos para los funcionarios –tranquilizaba el guardia-. Además, lo más seguro es que estés en una galería distinta a la del moromierda, con lo cual, nunca coincidiréis. Aunque te aviso que algunos se dedican a hacer encarguitos: cualquier bocas que tenga necesidad de farlopa te va a vender si con ello consigue una dosis, y no lo dudes, Carabanchel está hasta arriba de hijos de la gran puta. No te preocupes, no estaréis juntos…Eso creo.

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 El furgón policial estaba circulando a una velocidad más bien alta por La Castellana. Las luces y sirenas a todo trapo hacía que la gente se volviera para ver qué pasaba: no pasaba nada, simplemente una furgoneta preñada de delincuentes se dirigía hacia Carabanchel.

Plaza de Cibeles, y coches apartándose de la trayectoria del furgón. A Javier le era imposible orientarse; no había ni una ventanilla por dónde poder admirar por última vez y, en una gran temporada, el Madrid de su infancia. Ni siquiera adivinaba que estaba bordeando Neptuno y enfilaba el Paseo del Prado. Un pequeño ventanuco de no más de veinte por quince centímetros, era la única referencia de luz que entraba al interior del vehículo. Unos cientos de metros más allá conquistaban Santa María de la Cabeza y cada vez quedaba menos para que Javier arribara a un lugar que le marcaría para toda la vida.

Ahora el miedo a lo desconocido se iba apoderando de su corazón. Durante mucho tiempo conoció y trató con carteristas, ladronzuelos, putas y toda clase de gentuza que de alguna manera se habían convertido en una especie de familia postiza. Con ellos no tenía miedo; era gente inofensiva, algunos graciosos y otros –los más-, gente que sobrevivía como podían en un Madrid implacable. Si alguna vez no tenía para comer, siempre había alguna puta agradecida que sentaba a su mesa al grandullón. Y es que se lo debían, porque en más de una ocasión tuvo que defender a alguna de ellas de las palizas y perversiones de algún cabrón degenerado. Cuando la meretriz tenía que hacer algún servicio a algún cliente de esta ralea, llamaba a Javier y le decía que le esperase en el bar Venecia. El bar tenía una especie de luz roja, al lado de un cartel amarillento y anunciador de una corrida toros de Las Ventas, en el que los diestros Antonio Chenel Antoñete, Sebastián Palomo Linares y el mismo dueño del bar iban a lidiar a seis toros de la ganadería de Victorino Martín. Si dicha luz se encendía, significaba que Javier tenía que acudir a toda leche a poner en su sitio al desviado. Cuando el desgraciado de turno se había envalentonado con la mujer, lo que menos se esperaba es que por allí apareciese un tanque de dimensiones muy serias. Al momento, las voces y los gritos cesaban y el maltratador de putas salía como podía de la habitación, eso sí, pagando previamente el polvo –lo hubiera echado o no-, y además con intereses que el cliente gustosamente abonaba, por si acaso se encontraba, no con una hostia, sino con un par de hostias, una patada en los huevos y sin dientes. Las putas le tenían en gran consideración; le compraban ropa, le invitaban a comer en el Venecia y en muchísimas ocasiones, no sólo le lavaban la ropa, además le dejaban dormir con ellas cuando no tenía ni un duro para pagarse una pensión. Era un círculo vicioso de pobreza, de marginación, de escape, de bares malolientes, pero todo ello en un pequeño mundo donde Javier se sentía seguro.

Comenzaban a escalar General Ricardos y el viejo Cinema España ya hacía rato que lo habían sobrepasado. Alcanzaban Marqués de Vadillo, el menda que, por cierto, mandó construir la Ermita de la Virgen del Puerto, aunque por aquel entonces la llamaban La Melonera.

Javier seguía sumido en sus pensamientos y no podía quitarse de la cabeza al Francés. Cuánto hubiera dado por poder dar marcha atrás en el tiempo y en vez de acojonar al moro, haberle dejado seguir su camino. Nada de lo que sucedió tenía que haber pasado. Nadie hubiera muerto. Javier no hubiera estado a punto de diñarla. No tendría que pasar los años que iba a pasar en el trullo.

Las palmas de las manos se las llevó a los ojos, como si tratara de borrar todo los malos acontecimientos y recuerdos.

-¿Qué has hecho colega? –le preguntó su vecino de enfrente-. Pareces preocupado ¿Nunca has estado en el talego? Creo que no, aunque seas demasiado grande, en realidad pareces un niño. No te preocupes, no pasa na, ya verás como a la vuelta de unos añitos ni te acuerdas de esto. Fíjate en mí; con esta, ya me han encalomao tres veces. Y es que tengo mala suerte, la pasma ya me ha echado el ojo y cuando pasa algo en el barrio siempre me cargan el marrón, y que conste que siempre soy inocente…Bueno alguna vez he trincao alguna carterilla a algún paleto, pero poco más, el caso es que…-el vecino se empezaba a enrollar sin tino.

Ante el panorama del discurso de su compañero de lechera, Javier no pudo por menos que cortar por lo sano.

-Tío, no me des la brasa, bastante tengo con lo mío –cortó Javier.

-Okey makey, no volveré a molestar al señorito ¿El señorito desea alguna cosa más? -el vecino ahora se ponía sarcástico- ¿Le sirvo el coñac y el puro en el saloncito chino? –seguían los sarcasmos.

El vecinito de enfrente empezó a abrir la boca para seguir diciendo gilipolleces a Javier y Javier cada vez se iba encendiendo un poco más. En un momento dado, el cantamañanas, que volvía a la carga de su discurso, se encontró con una cabeza entre sus ojos. El cabezazo con el que se encontró le rompió limpiamente la nariz. Bueno, limpiamente es decir mucho: sangraba más que un guarro en plena matanza. Un picoleto se asomó por la trampilla de seguridad para ver quién había gritado. Vio al delincuente con la hemorragia y le preguntó, sin mucho interés, el motivo de estar en esas condiciones.

-¿Qué te pasa? –pregunta el picoleto.

Antes de que respondiera el “orador”, Javier le echo una mirada mortal.

-Na…nada, señor agente, yo sangro muchas veces por las napias, para mí es normal –respondía nervioso el vecinito, no fuera que le cayera otra hostia.

El guardia miró a Javier y no vio nada sospechoso en él. Su aspecto, aunque grande, parecía pacífico. Finalmente determinó que era verdad lo que le pasaba al futuro preso. Cerró la trampilla y dio por concluido el asunto. El resto de los presos sabían de sobra el código del trullo y tenían asumido que no era buena cosa ser un bocas y menos, con el pedazo de humanidad que tenían delante.

La furgoneta seguía avanzando y ya estaba entrando en los límites del barrio de Carabanchel; había abandonado General Ricardos y se disponía a enfilar la avenida de Los Poblados. Quedaba muy poco para hacer parada y fonda…