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jueves, 12 de diciembre de 2013

EMPATÍA DOMINGUERA


Ha llegado el fin de semana. ¡Por fin! La gente se dispone a disfrutar de unas cuantas horas libres, después de una, quizá, agotadora semana de trabajo -para el "privilegiado" que lo tenga-. Planes: alguna cena con los amigos, alguna barbacoa, alguna siesta, algún "no me muevo del sofá", alguna reunión con los colegas, algún "me voy de caza", algún "me voy a jugar un partido", algún "voy a echar una partidita al mus", algún "me voy de pesca"...     
 
Todos los fines semana igual. Pero los fines de semana... ¿Para quién, para él, para ella?
 
Los hombres debemos reconocer que toda la vida hemos sido unos privilegiados, no hemos hecho ni las malas en la casa, no hemos movido un dedo por echar una mano en las tareas del hogar. Ni lo hemos hecho, ni lo hacemos. Es más, hay incluso una raza de hombres que son unos negados hasta para coger un destornillador y hacer una mínima reparación casera a nivel de parvulario. Quizás es porque son "intelectuales de salón" o "progres renuentes a trabajar con las manos" o ni siquiera eso. Cualquier cosa antes que coger un trapo y limpiar el polvo o echar una lavadora.
 
¿Para qué? Si ya tengo a mi pareja que lo hace. Por supuesto, no lo expresan así, pero lo viven así. La justificación siempre es la misma: "así me educaron mis padres, aunque trato de cambiar". ¿De cambiar? ¡Ja! A lo más que llegamos es a dar la vuelta a las pancetas, costillas, chorizos y butifarras que tenemos en la barbacoa. En eso consiste nuestra empatía doméstica. Y para de contar. Eso sí, el polvo -no el que hay que limpiar en la casa- del sabadete no lo perdono.
 
 Pero todavía hay algo más acojonante o alucinante: ¿Qué pasa cuando trabaja el matrimonio fuera de casa? Pues eso, que las cosas siguen sin cambiar. Lo que ocurre es que en este caso es más, si cabe, desesperante -me atrevería a decir humillante- para la mujer. Porque en este caso, y esto en esta sociedad es lo más normal, la mujer tiene que asumir y sufrir dos roles: trabajadora fuera de casa y trabajadora dentro de casa. ¿Y el marido? y el marido ni está, ni se le espera. Porque hay que reconocer que nuestro cerebro no ha asumido el cambio bioquímico que hace interiorizar, sin ni siquiera tenerlo que pensar, que la vida en común no son sólo besos, abrazos y polvos más o menos afortunados. Nosotros no estamos todavía preparados para esto. En esto todavía no nos han sacado de Atapuerca.
 
Creo que hay algo peor que todo esto. Es cuando reconocemos la valía de nuestra pareja, pero somos incapaces de cambiar. Porque en el fondo NO QUEREMOS CAMBIAR. Es tan cómodo ir al armario y coger una camisa extraordinariamente bien planchada, es tan agradable ir a la ducha y no encontrarte un pelo de dudoso rizo, es tan placentero tener la comida preparada, es tanto el placer que produce sentarnos en el sofá y observar que todo está reluciente... Claro, cómo vamos a cambiar.
 
Se nos llena la boca de tantas buenas palabras, de lo majo que dicen que somos, de la simpatía que irradiamos, que en el fondo pensamos que lo estamos haciendo de puta madre. Ése es el problema: nuestra revolución cultural interna no ha permeabilizado en nuestras ideas y por consiguiente, en nuestros hechos. Decimos que mujeres y hombres somos iguales, pero somos tan sumamente desgraciados y aprovechados que enseguida cambiamos de conversación. A otra cosa. Decimos que no somos machistas, pero lo somos. Somos incluso más machistas que nuestros padres, porque ellos vivieron una época que precisamente enseñaba a ser machista, por las buenas o por las malas. Ahora ya no tenemos disculpa, ahora no.
 
Mientras tanto, yo aconsejaría y animaría a las mujeres a hacer una revolución doméstico-sexual: a partir de ahora que se planchen ellos las camisas. Que se queden ellos limpiando en casa. Que cocinen ellos. Y que si quieren follar-hacer el amor-echar un polvo, que espabilen o lo más excitante, sexualmente hablando que van a tener, son sus cinco deditos juguetones "en busca del arca perdida", perdón, quería decir en busca del polvo perdido.

Nos quedan muchísimos años  para empezar a asumir la responsabilidad que nos toca en el ámbito doméstico. No se trata de pensar mucho en lo que tengo que hacer, sino en que tengo que empezar a hacerlo ya, en este mismo momento. Y además, en transmitir este valor a mis hijos. De lo contrario, no tendremos a nuestra pareja a nuestro lado, sino en otra vida en la que piensa que todos los momentos de ausencia, han sido en realidad momentos de servicio pseudomedievales para el señor, perdón, quería decir para el cabronazo explotador del castillo.
 
Esto no es feminismo, esto es ponerse en lugar de la pareja. A esto lo llaman empatía.