Nací en Madrid, pero soy de Vigo.
Con eso está dicho todo y no está dicho nada. Yo mismo lo
terminé de entender cuando una bella mujer me susurró al oído esta poesía:
Ondas do mar de Vigo,
se vistes meu amigo?
E ai Deus!, se verra cedo?
se vistes meu amigo?
E ai Deus!, se verra cedo?
Ondas do mar levado,
se vistes meu amado?
E ai Deus!, se verra cedo?
se vistes meu amado?
E ai Deus!, se verra cedo?
Se vistes meu amigo,
o por que eu sospiro?
E ai Deus!, se verra cedo?
o por que eu sospiro?
E ai Deus!, se verra cedo?
Se vistes meu amado,
por que ei gran coidado?
E ai Deus!, se verra cedo?
por que ei gran coidado?
E ai Deus!, se verra cedo?
En alguna otra ocasión he contado que llegué a Vigo por primera vez con dieciséis años. Un enero de un año remoto. Al bajar del tren lo primero que noté es que Vigo huele distinto y que los colores son distintos a los de mi querido Madrid (Madriz). También sentí miedo a lo desconocido, miedo a una nueva ciudad, miedo a que todo el viaje fuera una decepción o un fracaso. Pero tus piernas se ponen en movimiento y entonces empiezas a percibir un nuevo mundo.


Bajé por Carral, otra calle empinada en la que confluían
otras calles todavía más empinadas. Veía algún barco a lo lejos. Y los
olores-aromas de la infinidad de bares y restaurantes me recordaron que tenía
que comer algo. ¿Qué comer con las pocas pesetas que tenía? Empanada, juro que
no me acuerdo de qué estaba rellena, pero ese sabor me viene acompañando
durante muchos años. Coincidí con otros alumnos de la escuela y me uní a ellos.
Alguno repetía curso y conocía la ciudad. Nos dejamos guiar por el “veterano”.
Como no podía ser de otra manera, nos condujo hacia la calle de los vinos (Rúa
Real). Entramos en un antro donde era habitual el tomar un licor de guindas,
que por cierto, era fortísimo. No contentos con el lingotazo nos llevó a otro
super-antro. Allí lo que había que tomar era un brebaje que hubiera resucitado
a todo el coro de zombies del Thriller de Michael Jackson y los hubiera vuelto
a matar de una vez por todas. El licor del infierno se llamaba “tumba”, no sé
si porque tumbaba o porque te mandaba a la tumba directamente. O las dos cosas
a la vez. En fin, pequeñas anécdotas que seguramente más de un compañero
recordará.
Me fui. O me iba o no llegaría nunca a la escuela. Pero en realidad seguía deambulando por las calles, un poco perdido, pero pensando en que me tenía que enfrentar a una realidad que más tarde comprendería que iba a marcar el resto de mi vida.

Bajé y subí muchísimas veces esa avenida. A veces andando, otras corriendo -ya me comprendéis los lectores que habéis estado en la escuela-, pero siempre con la idea de vivir un nuevo día, un día distinto. Pero mi idea no era hablar de la ETEA en esta ocasión, sino de Vigo.

En este punto te das cuenta que tienes que volver a la ETEA, que tienes que volver a tu rutina y piensas que en esas calles empedradas, llenas de musgo y húmedas has dejado algo de ti mismo que no sabes si volverás a recuperar. Entonces te das cuenta que subes y bajas esa cuesta con el objetivo de buscar una respuesta en Vigo. Recorres la ciudad buscando una explicación y las calles te devuelven el silencio, a veces roto por el lamento mudo de marineros sin rumbo.