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lunes, 3 de junio de 2013

EL MURO DE LA CRISÁLIDA (CAP. V)


 
CAPÍTULO V

 

-Debemos condenar y condenamos a Javier… en concepto de coautor de un delito de robo con violencia, con uso de medio peligroso, previsto y penado en los artículos doscientos treinta y siete, etcétera, etcétera y etcétera –el Juez relataba y desgranaba artículos y penas.

La sala era un espacio que imponía respeto, sobre todo a un muchacho que nunca había estado en esos trances y en esos lugares: las paredes forradas de madera le daban un aspecto entre lujoso y académico; al frente una bandera española con el último pájaro bordado que no volvería a aparecer, salvo para los nostálgicos del régimen de Franco –que eran bastantes-, en ningún otro trapo; más centrado, había un retrato del rey Juan Carlos con cara tristona y en pose de descanso militar. Por delante de los símbolos, una hilera de señores bien alimentados, forrados de negro y con unas ridículas y primorosas bocamangas, que más que impartir justicia parecía que iban a repartir flores. Los mismos, permanecían sentados –o atornillados- en unos amplios sillones tapizados de púrpura y con maderas talladas con algo que parecían bustos de conquistadores o guerreros y rematando la decoración, una balanza parecida a la que usaban los gitanillos para pesarte el clásico melón de Villaconejos. En los laterales, más señores de negro y alguna que otra mujer con cara de no pertenecer al grupito.

Javier, escoltado por dos picoletos, apenas levantaba la mirada, sentía en su nuca todos los ojos de una sala repleta de curiosos, estudiantes de derecho y periodistas que no habían dejado  pasar la ocasión para presenciar el juicio del año. Las miradas eran expectantes, todo el mundo pedía las cabezas de los delincuentes; el resultado del atraco y la violencia gratuita del mismo, había creado cierta alarma social. Y eso Javier lo sabía; dos personas inocentes asesinadas a sangre fría; uno de los atracadores muerto como resultado de la huida y ,él mismo, a punto de diñarla.

El Francés se caía con todo el equipo: veinte años por cada uno de los asesinatos, cuatro por el intento de asesinato ocho por el robo con violencia, dos años por resistencia a la autoridad y así, un rosario de años de condenas interminables que iban a hacer que el Francés sólo pudiera salir de la cárcel directo al paraíso, para ver a las huríes que Mahoma prometía. Esto en teoría; la verdad es que saldría antes de tiempo merced a la justa justicia española. Pero también podía suceder que, intramuros se encontrase con otro tipo de justicia…El tiempo lo diría.

Los dos condenados, al finalizar la sesión cruzaron sus miradas: el Francés rebosaba odio y con sus ojos estaba pronunciando un discurso de maldad y venganza sangrienta hacia Javier; éste no pudo sostener la mirada, en ese momento sentía pavor del lugar, de los policías, de los periodistas e incluso de las moscas que revoloteaban descaradamente en el denso aire que ocupaba toda la sala.

Por fin acabó todo, los dos guardias civiles sujetaron a Javier por los brazos y le condujeron fuera de la sala por una puerta lateral, hasta un oscuro garaje, donde se encontraba la desvencijada y ruidosa furgoneta de traslado de presos. Estaba relativamente aliviado de haberse quitado de en medio de la vista del Francés. Aunque le preocupaba que ambos coincidieran en la cárcel.

Antes de subir al vehículo, se atrevió a preguntar a un guardia.

-¿Sabe usted si el moro va al mismo trullo que yo? –preguntó Javier con temor.

-Así es, vais a Carabanchel los dos. Tenéis unas largas vacaciones pagadas y si por mí fuera, os metía en los chabolos de las damiselas para que supierais las múltiples formas que adopta el placer –respondió con poca gracia el guardia civil.

Javier estaba cada vez más acojonado, pensaba por momentos que, o bien el Francés, o bien algún prenda baboso le iba a hacer la vida imposible durante los próximos años. Sus ojos empezaron a encharcarse y el guardia, arrepentido de la negra exposición que le había hecho al muchacho, trató de calmarlo.

-A ver chaval ¿Cuántos años tienes? –pregunta el guardia arrepentido.

-Veinte –responde Javier.

-No te preocupes, se ha demostrado que no has matado a nadie y eso dentro de Carabanchel tiene valor, al menos para los funcionarios –tranquilizaba el guardia-. Además, lo más seguro es que estés en una galería distinta a la del moromierda, con lo cual, nunca coincidiréis. Aunque te aviso que algunos se dedican a hacer encarguitos: cualquier bocas que tenga necesidad de farlopa te va a vender si con ello consigue una dosis, y no lo dudes, Carabanchel está hasta arriba de hijos de la gran puta. No te preocupes, no estaréis juntos…Eso creo.

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 El furgón policial estaba circulando a una velocidad más bien alta por La Castellana. Las luces y sirenas a todo trapo hacía que la gente se volviera para ver qué pasaba: no pasaba nada, simplemente una furgoneta preñada de delincuentes se dirigía hacia Carabanchel.

Plaza de Cibeles, y coches apartándose de la trayectoria del furgón. A Javier le era imposible orientarse; no había ni una ventanilla por dónde poder admirar por última vez y, en una gran temporada, el Madrid de su infancia. Ni siquiera adivinaba que estaba bordeando Neptuno y enfilaba el Paseo del Prado. Un pequeño ventanuco de no más de veinte por quince centímetros, era la única referencia de luz que entraba al interior del vehículo. Unos cientos de metros más allá conquistaban Santa María de la Cabeza y cada vez quedaba menos para que Javier arribara a un lugar que le marcaría para toda la vida.

Ahora el miedo a lo desconocido se iba apoderando de su corazón. Durante mucho tiempo conoció y trató con carteristas, ladronzuelos, putas y toda clase de gentuza que de alguna manera se habían convertido en una especie de familia postiza. Con ellos no tenía miedo; era gente inofensiva, algunos graciosos y otros –los más-, gente que sobrevivía como podían en un Madrid implacable. Si alguna vez no tenía para comer, siempre había alguna puta agradecida que sentaba a su mesa al grandullón. Y es que se lo debían, porque en más de una ocasión tuvo que defender a alguna de ellas de las palizas y perversiones de algún cabrón degenerado. Cuando la meretriz tenía que hacer algún servicio a algún cliente de esta ralea, llamaba a Javier y le decía que le esperase en el bar Venecia. El bar tenía una especie de luz roja, al lado de un cartel amarillento y anunciador de una corrida toros de Las Ventas, en el que los diestros Antonio Chenel Antoñete, Sebastián Palomo Linares y el mismo dueño del bar iban a lidiar a seis toros de la ganadería de Victorino Martín. Si dicha luz se encendía, significaba que Javier tenía que acudir a toda leche a poner en su sitio al desviado. Cuando el desgraciado de turno se había envalentonado con la mujer, lo que menos se esperaba es que por allí apareciese un tanque de dimensiones muy serias. Al momento, las voces y los gritos cesaban y el maltratador de putas salía como podía de la habitación, eso sí, pagando previamente el polvo –lo hubiera echado o no-, y además con intereses que el cliente gustosamente abonaba, por si acaso se encontraba, no con una hostia, sino con un par de hostias, una patada en los huevos y sin dientes. Las putas le tenían en gran consideración; le compraban ropa, le invitaban a comer en el Venecia y en muchísimas ocasiones, no sólo le lavaban la ropa, además le dejaban dormir con ellas cuando no tenía ni un duro para pagarse una pensión. Era un círculo vicioso de pobreza, de marginación, de escape, de bares malolientes, pero todo ello en un pequeño mundo donde Javier se sentía seguro.

Comenzaban a escalar General Ricardos y el viejo Cinema España ya hacía rato que lo habían sobrepasado. Alcanzaban Marqués de Vadillo, el menda que, por cierto, mandó construir la Ermita de la Virgen del Puerto, aunque por aquel entonces la llamaban La Melonera.

Javier seguía sumido en sus pensamientos y no podía quitarse de la cabeza al Francés. Cuánto hubiera dado por poder dar marcha atrás en el tiempo y en vez de acojonar al moro, haberle dejado seguir su camino. Nada de lo que sucedió tenía que haber pasado. Nadie hubiera muerto. Javier no hubiera estado a punto de diñarla. No tendría que pasar los años que iba a pasar en el trullo.

Las palmas de las manos se las llevó a los ojos, como si tratara de borrar todo los malos acontecimientos y recuerdos.

-¿Qué has hecho colega? –le preguntó su vecino de enfrente-. Pareces preocupado ¿Nunca has estado en el talego? Creo que no, aunque seas demasiado grande, en realidad pareces un niño. No te preocupes, no pasa na, ya verás como a la vuelta de unos añitos ni te acuerdas de esto. Fíjate en mí; con esta, ya me han encalomao tres veces. Y es que tengo mala suerte, la pasma ya me ha echado el ojo y cuando pasa algo en el barrio siempre me cargan el marrón, y que conste que siempre soy inocente…Bueno alguna vez he trincao alguna carterilla a algún paleto, pero poco más, el caso es que…-el vecino se empezaba a enrollar sin tino.

Ante el panorama del discurso de su compañero de lechera, Javier no pudo por menos que cortar por lo sano.

-Tío, no me des la brasa, bastante tengo con lo mío –cortó Javier.

-Okey makey, no volveré a molestar al señorito ¿El señorito desea alguna cosa más? -el vecino ahora se ponía sarcástico- ¿Le sirvo el coñac y el puro en el saloncito chino? –seguían los sarcasmos.

El vecinito de enfrente empezó a abrir la boca para seguir diciendo gilipolleces a Javier y Javier cada vez se iba encendiendo un poco más. En un momento dado, el cantamañanas, que volvía a la carga de su discurso, se encontró con una cabeza entre sus ojos. El cabezazo con el que se encontró le rompió limpiamente la nariz. Bueno, limpiamente es decir mucho: sangraba más que un guarro en plena matanza. Un picoleto se asomó por la trampilla de seguridad para ver quién había gritado. Vio al delincuente con la hemorragia y le preguntó, sin mucho interés, el motivo de estar en esas condiciones.

-¿Qué te pasa? –pregunta el picoleto.

Antes de que respondiera el “orador”, Javier le echo una mirada mortal.

-Na…nada, señor agente, yo sangro muchas veces por las napias, para mí es normal –respondía nervioso el vecinito, no fuera que le cayera otra hostia.

El guardia miró a Javier y no vio nada sospechoso en él. Su aspecto, aunque grande, parecía pacífico. Finalmente determinó que era verdad lo que le pasaba al futuro preso. Cerró la trampilla y dio por concluido el asunto. El resto de los presos sabían de sobra el código del trullo y tenían asumido que no era buena cosa ser un bocas y menos, con el pedazo de humanidad que tenían delante.

La furgoneta seguía avanzando y ya estaba entrando en los límites del barrio de Carabanchel; había abandonado General Ricardos y se disponía a enfilar la avenida de Los Poblados. Quedaba muy poco para hacer parada y fonda…     

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