CAPÍTULO
V
-Debemos
condenar y condenamos a Javier… en concepto de coautor de un delito de robo con
violencia, con uso de medio peligroso, previsto y penado en los artículos
doscientos treinta y siete, etcétera, etcétera y etcétera –el Juez relataba y
desgranaba artículos y penas.
La
sala era un espacio que imponía respeto, sobre todo a un muchacho que nunca
había estado en esos trances y en esos lugares: las paredes forradas de madera
le daban un aspecto entre lujoso y académico; al frente una bandera española
con el último pájaro bordado que no volvería a aparecer, salvo para los
nostálgicos del régimen de Franco –que eran bastantes-, en ningún otro trapo;
más centrado, había un retrato del rey Juan Carlos con cara tristona y en pose
de descanso militar. Por delante de los símbolos, una hilera de señores bien
alimentados, forrados de negro y con unas ridículas y primorosas bocamangas,
que más que impartir justicia parecía que iban a repartir flores. Los mismos,
permanecían sentados –o atornillados- en unos amplios sillones tapizados de
púrpura y con maderas talladas con algo que parecían bustos de conquistadores o
guerreros y rematando la decoración, una balanza parecida a la que usaban los
gitanillos para pesarte el clásico melón de Villaconejos. En los laterales, más
señores de negro y alguna que otra mujer con cara de no pertenecer al grupito.
Javier,
escoltado por dos picoletos, apenas levantaba la mirada, sentía en su nuca todos
los ojos de una sala repleta de curiosos, estudiantes de derecho y periodistas
que no habían dejado pasar la ocasión
para presenciar el juicio del año. Las miradas eran expectantes, todo el mundo
pedía las cabezas de los delincuentes; el resultado del atraco y la violencia
gratuita del mismo, había creado cierta alarma social. Y eso Javier lo sabía;
dos personas inocentes asesinadas a sangre fría; uno de los atracadores muerto
como resultado de la huida y ,él mismo, a punto de diñarla.
El
Francés se caía con todo el equipo: veinte años por cada uno de los asesinatos,
cuatro por el intento de asesinato ocho por el robo con violencia, dos años por
resistencia a la autoridad y así, un rosario de años de condenas interminables
que iban a hacer que el Francés sólo pudiera salir de la cárcel directo al
paraíso, para ver a las huríes que Mahoma prometía. Esto en teoría; la verdad
es que saldría antes de tiempo merced a la justa justicia española. Pero
también podía suceder que, intramuros se encontrase con otro tipo de
justicia…El tiempo lo diría.
Los
dos condenados, al finalizar la sesión cruzaron sus miradas: el Francés
rebosaba odio y con sus ojos estaba pronunciando un discurso de maldad y
venganza sangrienta hacia Javier; éste no pudo sostener la mirada, en ese
momento sentía pavor del lugar, de los policías, de los periodistas e incluso
de las moscas que revoloteaban descaradamente en el denso aire que ocupaba toda
la sala.
Por
fin acabó todo, los dos guardias civiles sujetaron a Javier por los brazos y le
condujeron fuera de la sala por una puerta lateral, hasta un oscuro garaje,
donde se encontraba la desvencijada y ruidosa furgoneta de traslado de presos.
Estaba relativamente aliviado de haberse quitado de en medio de la vista del
Francés. Aunque le preocupaba que ambos coincidieran en la cárcel.
Antes
de subir al vehículo, se atrevió a preguntar a un guardia.
-¿Sabe
usted si el moro va al mismo trullo que yo? –preguntó Javier con temor.
-Así
es, vais a Carabanchel los dos. Tenéis unas largas vacaciones pagadas y si por
mí fuera, os metía en los chabolos de las damiselas para que supierais las
múltiples formas que adopta el placer –respondió con poca gracia el guardia
civil.
Javier
estaba cada vez más acojonado, pensaba por momentos que, o bien el Francés, o
bien algún prenda baboso le iba a hacer la vida imposible durante los próximos
años. Sus ojos empezaron a encharcarse y el guardia, arrepentido de la negra
exposición que le había hecho al muchacho, trató de calmarlo.
-A
ver chaval ¿Cuántos años tienes? –pregunta el guardia arrepentido.
-Veinte
–responde Javier.
-No
te preocupes, se ha demostrado que no has matado a nadie y eso dentro de
Carabanchel tiene valor, al menos para los funcionarios –tranquilizaba el
guardia-. Además, lo más seguro es que estés en una galería distinta a la del
moromierda, con lo cual, nunca coincidiréis. Aunque te aviso que algunos se
dedican a hacer encarguitos: cualquier bocas que tenga necesidad de farlopa te
va a vender si con ello consigue una dosis, y no lo dudes, Carabanchel está
hasta arriba de hijos de la gran puta. No te preocupes, no estaréis juntos…Eso
creo.
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Plaza
de Cibeles, y coches apartándose de la trayectoria del furgón. A Javier le era
imposible orientarse; no había ni una ventanilla por dónde poder admirar por
última vez y, en una gran temporada, el Madrid de su infancia. Ni siquiera
adivinaba que estaba bordeando Neptuno y enfilaba el Paseo del Prado. Un
pequeño ventanuco de no más de veinte por quince centímetros, era la única
referencia de luz que entraba al interior del vehículo. Unos cientos de metros
más allá conquistaban Santa María de la Cabeza y cada vez quedaba menos para
que Javier arribara a un lugar que le marcaría para toda la vida.
Ahora
el miedo a lo desconocido se iba apoderando de su corazón. Durante mucho tiempo
conoció y trató con carteristas, ladronzuelos, putas y toda clase de gentuza
que de alguna manera se habían convertido en una especie de familia postiza.
Con ellos no tenía miedo; era gente inofensiva, algunos graciosos y otros –los
más-, gente que sobrevivía como podían en un Madrid implacable. Si alguna vez
no tenía para comer, siempre había alguna puta agradecida que sentaba a su mesa
al grandullón. Y es que se lo debían, porque en más de una ocasión tuvo que
defender a alguna de ellas de las palizas y perversiones de algún cabrón
degenerado. Cuando la meretriz tenía que hacer algún servicio a algún cliente
de esta ralea, llamaba a Javier y le decía que le esperase en el bar Venecia. El
bar tenía una especie de luz roja, al lado de un cartel amarillento y
anunciador de una corrida toros de Las Ventas, en el que los diestros Antonio
Chenel Antoñete, Sebastián Palomo Linares y el mismo dueño del bar iban a
lidiar a seis toros de la ganadería de Victorino Martín. Si dicha luz se
encendía, significaba que Javier tenía que acudir a toda leche a poner en su
sitio al desviado. Cuando el desgraciado de turno se había envalentonado con la
mujer, lo que menos se esperaba es que por allí apareciese un tanque de
dimensiones muy serias. Al momento, las voces y los gritos cesaban y el
maltratador de putas salía como podía de la habitación, eso sí, pagando
previamente el polvo –lo hubiera echado o no-, y además con intereses que el
cliente gustosamente abonaba, por si acaso se encontraba, no con una hostia,
sino con un par de hostias, una patada en los huevos y sin dientes. Las putas
le tenían en gran consideración; le compraban ropa, le invitaban a comer en el
Venecia y en muchísimas ocasiones, no sólo le lavaban la ropa, además le
dejaban dormir con ellas cuando no tenía ni un duro para pagarse una pensión.
Era un círculo vicioso de pobreza, de marginación, de escape, de bares malolientes,
pero todo ello en un pequeño mundo donde Javier se sentía seguro.
Comenzaban
a escalar General Ricardos y el viejo Cinema España ya hacía rato que lo habían
sobrepasado. Alcanzaban Marqués de Vadillo, el menda que, por cierto, mandó
construir la Ermita de la Virgen del Puerto, aunque por aquel entonces la
llamaban La Melonera.
Javier
seguía sumido en sus pensamientos y no podía quitarse de la cabeza al Francés.
Cuánto hubiera dado por poder dar marcha atrás en el tiempo y en vez de
acojonar al moro, haberle dejado seguir su camino. Nada de lo que sucedió tenía
que haber pasado. Nadie hubiera muerto. Javier no hubiera estado a punto de
diñarla. No tendría que pasar los años que iba a pasar en el trullo.
Las
palmas de las manos se las llevó a los ojos, como si tratara de borrar todo los
malos acontecimientos y recuerdos.
-¿Qué
has hecho colega? –le preguntó su vecino de enfrente-. Pareces preocupado
¿Nunca has estado en el talego? Creo que no, aunque seas demasiado grande, en
realidad pareces un niño. No te preocupes, no pasa na, ya verás como a la
vuelta de unos añitos ni te acuerdas de esto. Fíjate en mí; con esta, ya me han
encalomao tres veces. Y es que tengo mala suerte, la pasma ya me ha echado el
ojo y cuando pasa algo en el barrio siempre me cargan el marrón, y que conste
que siempre soy inocente…Bueno alguna vez he trincao alguna carterilla a algún
paleto, pero poco más, el caso es que…-el vecino se empezaba a enrollar sin
tino.
Ante
el panorama del discurso de su compañero de lechera, Javier no pudo por menos
que cortar por lo sano.
-Tío,
no me des la brasa, bastante tengo con lo mío –cortó Javier.
-Okey
makey, no volveré a molestar al señorito ¿El señorito desea alguna cosa más?
-el vecino ahora se ponía sarcástico- ¿Le sirvo el coñac y el puro en el
saloncito chino? –seguían los sarcasmos.
El
vecinito de enfrente empezó a abrir la boca para seguir diciendo gilipolleces a
Javier y Javier cada vez se iba encendiendo un poco más. En un momento dado, el
cantamañanas, que volvía a la carga de su discurso, se encontró con una cabeza
entre sus ojos. El cabezazo con el que se encontró le rompió limpiamente la
nariz. Bueno, limpiamente es decir mucho: sangraba más que un guarro en plena
matanza. Un picoleto se asomó por la trampilla de seguridad para ver quién
había gritado. Vio al delincuente con la hemorragia y le preguntó, sin mucho
interés, el motivo de estar en esas condiciones.
-¿Qué
te pasa? –pregunta el picoleto.
Antes
de que respondiera el “orador”, Javier le echo una mirada mortal.
-Na…nada,
señor agente, yo sangro muchas veces por las napias, para mí es normal
–respondía nervioso el vecinito, no fuera que le cayera otra hostia.
El
guardia miró a Javier y no vio nada sospechoso en él. Su aspecto, aunque
grande, parecía pacífico. Finalmente determinó que era verdad lo que le pasaba
al futuro preso. Cerró la trampilla y dio por concluido el asunto. El resto de
los presos sabían de sobra el código del trullo y tenían asumido que no era
buena cosa ser un bocas y menos, con el pedazo de humanidad que tenían delante.
La
furgoneta seguía avanzando y ya estaba entrando en los límites del barrio de
Carabanchel; había abandonado General Ricardos y se disponía a enfilar la
avenida de Los Poblados. Quedaba muy poco para hacer parada y fonda…
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